W.G.G
Siempre
(desde niñito) tuve una tremenda curiosidad por conocer la historia de mis
ancestros paternos. En cada ocasión que sacaba el tema a colación, mis mayores
se iban distraídamente por las ramas y terminaban aportándome poco o nada.
Llegué a pensar que ni siquiera mi padre sabía con certeza cuál era su origen.
Me había contado que mi abuelo Adolfo García nació en el sur, cerquita de
Bariloche, que administraba un hotel a orillas del Nahuel Huapi, y que allí
conoció a mi abuela Maria que trabajaba limpiando los cuartos. Que se casaron
en el 66 y en el 67 se mudaron a Rosario, donde unos meses después vino al
mundo Edgardo, mi padre. Aquí al sur de esta ciudad, en el barrio Saladillo Sud,
echamos anclas los García y hemos llevado hasta ahora una vida linda,
relativamente tranquila. De mis bisabuelos solo pude sacarle que se llamaban
Julio y Eva y que llegaron desde la madre patria, no sabe de que zona, ni
siquiera si tenían hermanos o dejaron algún otro hijo allá en su tierra.
Tecleo
estas letras en mi laptop, protegido por las penumbras de la habitación. Han
pasado dos días desde la revelación y aun mi espíritu se sacude henchido de
culpa y vergüenza. ¡Como si yo, mi padre o mi abuelo tuviésemos la culpa de
algo! Creo, es más estoy seguro, que nadie leerá estas líneas jamás. Este
testimonio irá derecho a la lata que haré desaparecer por el mismo hueco del
que nunca debió haber salido. Una lata que me reveló la podredumbre que corre
por mis venas. Mantendré el doloroso silencio de los míos, que más me queda.
Es
extraño, afuera llueve a rabiar y aunque los cristales están empañados, puedo
ver la luna llena apoyada en una esquina de la ventana. Un lunón hermoso,
intimidante, como el pasado que me asfixia y me obliga a descargar mis
sentimientos en una hoja de cuaderno.