Afuera me acogió un cielo
encapotado con un gris turbio. Se me antojó que esa noche las nubes iban en
diferentes direcciones, como en una danza siniestra plasmada sobre la metrópolis,
sin duda que mi estado de ánimo espoleaba esta sensación. Apenas descendí por
la rampla de salida del personal, la lluvia me amagó un par de gotas frías que
resbalaron por mi calva. Debían faltar quince minutos para la medianoche porque,
allá enfrente, el albino bajaba las persianas metálicas del bar del Astor y la
jota acababa de pasar por Collins agregándole media hora más a mi espera. Puteé
por lo bajo mirando a la distancia por la cuarenta y uno, si me echaba un pique
de cinco cuadras, a la altura de Sheridan lo alcanzaría. Aunque lo más probable
era que Joshua aún no hubiese llegado, casi siempre tomaba el de las doce y
cuarto.
—Mejor me fumo un pucho y
espero —recapacité mientras encendía un Winston mentolado.
La parada del Days Inn no
brindaba protección alguna. De un salto me encaramé al murito que separa la
recepción de autos con la vereda, el valet intentó bajarme con una mirada
homicida, a la que respondí juntando mis manos en rezo y fingiendo ojos de
ternero a punto de ser degollado. Tras sentarme, apoyé la espalda contra la
columna y miré para el lado de la cuarenta y tres, ni noticias de él.