Lucas
I
¿Cuántas
cervezas habría tomado esa noche? Tony Camacho perdió la cuenta tras las primeras
doce. Con suerte recordaba la hora aproximada en la que ingresó al pool bar de
la calle doce. Las 10:30 de la noche.
Jugó unos cuantos partidos con gente que ni siquiera
conocía y cuando el alcohol comenzó a ridiculizar sus movimientos, se derrumbó
sobre el sillón más cercano a la barra. Comió solamente un puñado de maníes
servidos con la primer bebida. Le supieron amargos y la piel de uno de ellos se
le quedó atascada en la garganta obligándolo a un constante carraspear.
Alrededor de la medianoche, cuando el humo de los cigarros espesaba el
ambiente, perdió toda posibilidad de medir el tiempo. A las 3:35, el bar
comenzó a despoblarse. El bartender colombiano y el moreno que venía a limpiar
el local lo sacaron arrastrándolo de los brazos. Con muy poca delicadeza lo
tiraron en la vereda.
Se incorporó con dificultad, enfilando para el lado de
Meridian Avenue. Eligió ese rumbo solo porque el derecho fue el primer pie que
movió. No tenía ni remota idea de donde estaba su casa, ni tampoco le
importaba. Había comenzado a garuar cuando dobló por una de las oscuras
callejuelas intermedias donde circulan los camiones recolectores de basura. Los
ojos casi cerrados y dos hilos de baba colgándole de las comisuras de sus
labios. Serpenteaba de vereda a vereda, sosteniéndose en cada tacho de basura y
tomando impulso para avanzar unos metros más.
La
noche discurría oscura y fría, si es que puede llamársele así al anodino clima
del sur de la Florida. La luna llena, resignada, era asfixiada por una cortina
de grises nubarrones. Algún que otro rayo centelleaba a lo lejos.
Cruzó la nueve partido en dos, con la frente a la altura
de su cintura. Un perro lampiño, por lo sarnoso, que dormitaba a la orilla de
un televisor abandonado, lo hizo tropezar. Cayó de cabeza entre unas cajas de
cartón repletas de trapos viejos y ya en el suelo expulsó cuatro cervezas de
una sola bocanada. Despatarrado sobre el asfalto, Tony Camacho comenzó a
llorisquear como un bebé, suplicando perdón a un Dios imperturbable que nunca
le había prestado la más mínima atención.