Walter G. Greulach
La brisa cordobesa silbaba desganada, desgreñando los carcomidos flecos de la bandera argentina. Hubiese resultado un sacrilegio descolgarla. Ubicada en la esquina del techo de nuestro edificio (por el lado de calle Laprida), era el símbolo vivo de la hazaña mundialista consumada unos cuantos meses atrás.
Caminábamos la primavera del ochenta y seis, quizás diciembre. Lo afirmo porque al entornar los parpados, recuerdo el aroma de las gardenias enredadas en la ventana del living. Estaríamos disfrutando unos buenos mates, José María sería el cebador, seguro que en el centro de la reunión un kilo de pan criollo (con un frasco de dulce casero) esperaría el ataque inminente.
La reunión era impostergable, importantísima. Sin embargo, solo cuatro de los cinco ocupantes del departamento de barrio Observatorio nos hallábamos presentes. Sobre el ausente hablaríamos la tardecita aquella.
19/2/10
8/2/10
LAS TERMAS DEL DIABLO
El viento enmarañaba soledades bajo aquella aciaga luna en que invocó su nombre. Caminando lentamente por la playa, el hombre sostenía un barato maletín de cuerina marrón. Cada tanto reventaba transparentes huevos azules que el mar le arrojaba, ayudandolo así a mitigar su aburrimiento.
Una fresca llovizna, aumentaba la calidad de indeseable del lugar señalado. Faltaban dos horas y pico para la reunión, y el cálculo sobre el tiempo que demoraría en recorrer la distancia que separaba el camino de tierra (donde estacionó el jeep prestado) y el punto de encuentro, resultó grotescamente erróneo.
A mediados de agosto, la Patagonia argentina no es el mejor lugar para visitar, a no ser que se posea una poderosa razón. No debe existir nada tan agreste como esa zona de acantilados a unos 50 kilómetros al sur de la Península de Valdés.
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EL TEMPORIZADOR Y OTROS EXTRAÑOS RELATOS
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