WALTER GREULACH
Esta ha
sido una historia que por décadas retintineó en mi cabeza. Cual graciosa
anécdota fue presa de mi conocimiento a principios de los años setenta. Siendo
yo un niño insoportable, Ema mi abuela paterna me la contó. Por lo menos deseo
pensar en ella como culpable. La visualizó sentada en el gran sillón marrón. El
absorto puñado de nietos postrado a sus pies disfrutando de cada una de sus
ocurrentes historias asombrosas. No la tengo encuadrada como una gran lectora,
más bien era una original reproductora de leyendas populares. "¡María dame
la pata que es mía!" y "Jacinto el descabezado", fueron
adaptaciones suyas a relatos clásicos escritos siglos atrás.
A mi
querida abuela Ema ...
“El
partido que nunca fue” debió haber salido de sus labios. No sé si sucedió.
Invento o no, quedó grabado en un sitio especial de mi recuerdo teca.
Son
reales los nombres de los lugares, aunque no exacta su disposición geográfica.
No sucede así con las fechas y personajes.
Quizá en
algún amarillo trozo de diario o en un manuscrito reporte municipal se pueda
encontrar alguna prueba. Tal vez una mente centenaria pueda albergar el
distante recuerdo. Nada de ello importa, en realidad todo es solo una excusa
para justificar la pintoresca historia que paso a detallarles... No intente
exigir el inocente lector precisión alguna.
Ubiquémonos
a fines de los veinte, en el desértico sur provincial. Paisaje surcado por el
gran rió Atuel. A la vera de este se aglutinan cientos de fincas tapizadas con
diferentes cultivos. El clima seco, con estaciones bien marcadas, hacen a la
zona ideal para la plantación de uva, durazno, ciruela, membrillo, manzana y
damasco. El maíz con el tomate y el pimiento se dan también en gran forma.
En uno de
estos oasis mendocinos, separados por el preciado surco de agua colindaban dos
pueblos. Medialuna, con una estación propia de ferrocarril y Real del Padre.
Los dos distritos con sus respectivos núcleos urbanos pegados a las riveras. En
el centro del río una diminuta isla de apenas dos hectáreas, rodeada de playas
arenosas. La única vegetación era un denso totoral salpicado por algún que otro
sauce llorón. Nadie se había preocupado nunca por aquella insignificante
parcela de tierra, hasta que comenzó el verano del año veintinueve.
Lorenzo
Rossa amaneció bastante molesto. Un doloroso orzuelo había comenzado a
desarrollársele el día anterior y ahora le cubría la mitad del ojo izquierdo.
—¡Porca
miseria! —insultó el tano al verse reflejado en el pequeño espejo. Sacó agua de
un balde con un jarrita de lata y la vertió en una palangana enlozada. Mojó con
prudencia el área afectada. Tendría que ir a la tardecita a lo de doña Asunción
para que le solucionara el problema.
—¡Justo
ahora! —magulló el diminuto individuo pensando en la entrevista que tenía en
menos de una hora. En el otro lado del Atuel lo esperaba el soberbio Kurt
Jungger, delegado municipal del vecino pueblo.
A sus
cincuenta y pico de años Lorenzo lucía una calva prominente, media con suerte
un metro sesenta y pesaba cien kilos. Su prominente nariz se destacaba entre
dos bellos ojos de un celeste intenso. Eran estos claros faroles los que habían
encandilado quince abriles atrás a Etelvina Quiroz, una bella lugareña mitad
criolla, mitad india.
Don
Lorenzo llegó al sur a principios de siglo. Joven aventurero, buscaba hacerse
la América. En Buenos Aires lo orientaron hacia estas despobladas tierras
cuyanas. Traía un dinero aceptable y compró treinta hectáreas en la parte más
fértil, donde el río hace una curva gigante. De familia acomodada, había
empezado a estudiar ingeniería en Milán. Al segundo año abandonó fascinado por
las noticias de prosperidad que llegaban desde el otro lado del océano.
Todos lo
conocían como Don Lorenzo el ingenieri, él nunca se molestó en corregir aquella
falsa distinción. Comenzó trabajando en la construcción de obras hidráulicas
como tomas y pequeñas represas. Con el tiempo quedó encargado del departamento
hídrico de la provincia. Cansado de tanta responsabilidad y tan poca paga,
renunció para dedicarse de lleno a la agricultura. En solo cinco años amasó una
fortuna cultivando nuevas variedades de vides.
Dueño de
una oratoria atrapante, le encantaba hacer política. Fue el candidato natural a
delegado municipal cuando, a mediados de los veinte, Medialuna se estrenó como
distrito electoral.
Besó con
fingido cariño a su esposa y ordenó al peón, quien ahora se asomaba a la
ventana, le atara el pardillo al sulky nuevo. Era un hermoso transporte negro y
rojo con guardabarros dorados que había comprado la semana pasada en la gran
ciudad.
El viaje
le tomaría unos cincuenta minutos. El cruce se hallaba como a siete kilómetros
y no le gustaba viajar en bote, un vehículo inestable e incómodo decía siempre.
El tema
recurrente de las últimas reuniones era el de la construcción del puente. No se
podían poner de acuerdo sobre el porcentaje que tendría que aportar cada
comuna. Esta vez no sería el tópico principal de discusión con el engreído
vecino, había surgido un problemita con una islita de mierda, pensó Lorenzo.
—Mosquitos,
víboras y arañas. ¡A quien carajos puede interesarle un arenal así! —dijo con
rabia.
A él,
Lorenzo Salvattore Rossa, no le iban a torcer el brazo fácilmente.
—¡Este
tal Kurt no tiene ni idea con quien se está metiendo! —exclamó mientras se
despedía de su esposa sacudiendo con energía las riendas del carruaje.
— ¡Viene
tarde como siempre! —protestó el alemán observando el camino que conducía al
envidiado puente. El mes pasado le tocó a él y había llegado con quince minutos
de antelación.
— ¿Dónde
has visto un italiano puntual? —preguntó Sigrid su mujer y secretaria. —No sé
para qué se reúnen, si nunca llegan a un acuerdo. Cuatro años discutiendo sobre
ese maldito puente —agregó la aburrida mujer.
—Hoy
hablaremos también del ahora famoso islote —dijo el hombre adivinando la
sonrisa irónica de ella.
—
¿Comenzaras otra guerra por dos hectáreas de yuyos? —replicó resignada mientras
se alejaba sin esperar la respuesta.
Cientos
de miles de alemanes cruzaron los mares huyendo de los jirones que quedaban del
alguna vez orgulloso imperio Austrohúngaro. Sudamérica, especialmente Chile,
Brasil y Argentina, los recibió con agrado. Necesitaba abundante mano de obra
para sus despobladas tierras. La familia de Kurt bajó de un barco mercante en
el otoño del año diecinueve. Traían toda la miseria posible y un ultrajante
sentimiento de inferioridad. Aquel desmedido sufrimiento inculcó en el joven
Jurggen el firme propósito de progresar en su nueva empresa. Debía devolverle a
los suyos la autoestima y recuperar, a como diera lugar, la dignidad perdida.
Vaya si lo logró, en el veintiséis se convertía en la persona más joven en ser
elegida para encabezar un distrito.
Rubio
casi payo, con el pelo cortado siempre al rape y un tupido bigote, Poseía unos
penetrantes ojos color marrón claro. Desde sus casi dos metros de altura, el
germano lucia intimidante.
—No va a
venir ese italiano sabelotodo a arruinar lo que logré con tanto sacrificio
—dijo el ario cerrando un puño con energía y dirigiendo su mirada al suntuoso
sulky que se recortaba ahora en el descampado horizonte.
El
problema había surgido a finales del año pasado. Un comerciante gallego, de
apellido Castillejo, llegó un mediodía a la antigua casona donde funcionaba el
registro civil de Medialuna. El ibérico quería hablar con el encargado del
municipio. ¿La razón?, pedir permiso para organizar un modesto balneario en la
abandonada islita. Ni lento ni perezoso, Don Lorenzo acogió la idea con visión
de futuro. Al comienzo el español le ofrecía mantener el terreno limpio de
yuyos y alimañas. Construiría un espigón de madera para atracar las
embarcaciones e instalaría un pequeño almacén de bebidas y comida. Solo lo abriría
los fines de semana. El tipo se comprometía a pagar impuestos si la cosa
funcionaba.
Por
varios días los vecinos de ambos pueblos observaron azorados las tareas. Los
Castillejo trabajaban duro en el inhóspito pedazo de tierra. Pocas personas
sabían que estaba sucediendo. “Un par de locos gastando energía en vano” decían
sonriendo los curiosos incrédulos. Alguien le cayó con el cuento al alemán.
"Seguro que el petiso creído anda atrás de esto," dijo convencido. No
se preocupó demasiado pues pensó que no le vendría mal una limpieza al yuyal
aquel. Lo mejor era que Real del Padre no tenía que pagar un peso.
La
situación empeoró cuando semanas más tarde el balneario, bautizado como
"La playa de Don Manolo", se convirtió en un éxito rotundo. El astuto
gallego organizaba un campeonato de truco y vendía un exquisito asado con
cuero. El sábado a la tardecita encendía un gran fogón en la playa. Empanadas y
churrasco eran acompañados con la entretenida animación de payadores y
guitarreros que se sumaban de distintos puntos de la provincia. Los pocos botes
de la zona se volvieron altamente requeridos. Por primera vez decenas de
"turistas" paseaban por las calles de tierra de los dos poblados.
Don
Lorenzo conminó a Castillejo a pagarle a la comuna el cincuenta por ciento de
las ganancias. Si no lo hacía, tendría que clausurarle el lucrativo
emprendimiento.
El asunto
se hizo vox populi y llegó a Herr Kurt quien explotó de indignación. "Ese
cretino está lucrando con un terreno que es mitad nuestro," protestó rojo
como un tomate. Tenía razón, el limite pasaba por el medio del rio y partía la
isla de Don Manolo en dos. Inmediatamente mandó un telegrama al odiado rival
convocándolo a una urgente reunión. Seria para tratar, decía textualmente el
papel, el escandaloso robo que se estaba realizando con la mitad del islote
perteneciente a Real del Padre.
Don
Lorenzo se encontraba parado en el segundo escalón de la entrada al edificio
público. Era una estratégica ubicación para reducir la humillante diferencia de
estatura. Agitaba continuamente la mano derecha apuntando el dedo índice hacia
la bandera argentina. Por su parte el germano gigantón apoyaba los brazos en su
cintura y movía la cabeza de un lado a otro en una negación continua.
—Lo que
usted nos hizo fue una traicionera puñalada Don Rossa —le recriminó duramente
el ario.
—Si al
hecho de limpiar esa inmundicia de tierra puede llamársele así, tiene razón
—contestó el tano sardónicamente.
—No se
haga el cómico, me refiero a la plata que recibió del español el lunes a la
tarde.
El
italiano buscó rápidamente en su cabeza una respuesta satisfactoria. —Debo
mencionarle Herr Krug —dijo diplomáticamente¾ que el almacén está del lado de
mi pueblo por si no se ha dado cuenta.
—Sí, pero
el atracadero y el balneario pertenecen a mi distrito señor.
Hora y
media discutieron sin parar un minuto, sin ponerse de acuerdo en un solo punto.
Si uno proponía una solución, por más lógica e implementable que fuese, el otro
la rechazaba de plano.
Como a
unos veinte metros Doña Eustolia Flores los observaba divertida. Había visto
más de una vez la escena aquella y no dejaba de sorprenderle la tozudez de los
delegados. Al rato se acercó y saludando cortésmente a Don Lorenzo dijo con
sorna: — ¿Porque no se juegan la isla en un partido de fútbol?
La broma
quedó flotando en el aire, ninguno de los hombres esbozó mueca alguna e
increíblemente imperó el silencio. Ante el asombro de la mujer, el tano y el
alemán la miraron como agradeciéndole y al unísono exclamaron:
—No sería
una mala idea, ¿no?
El
partido debería jugarse en escenario neutral. ¿Qué mejor lugar entonces que en
la isla misma? Don Manolo se comprometió a construir la cancha en la hectárea
al centro del islote. El trabajo de limpieza y nivelado requeriría de por lo
menos dos meses de tiempo. A cambio el gallego pidió la exclusividad en la
venta de comida y bebida durante la realización del evento. La fecha marcada
fue el nueve de julio. Estaría encuadrado dentro de los festejos del
aniversario de la independencia argentina.
Los dos
inmigrantes se juraron no comentarle a nadie la verdadera razón del cotejo. La
comuna ganadora se quedaría con la jugosa comisión cobrada a Don Manolo. No
podía llamársele un acto de corrupción, era solo para evitar la maldita
burocracia que atrasaba cualquier trámite por meses. Necesitaban urgente el
dinero para completar algunas obras estancadas, como la biblioteca pública en
Real del Padre o el anhelado club social en Medialuna.
La
designación del árbitro fue tarea fácil. El candidato más idóneo era el cura
párroco de Soitué, un portugués amante apasionado del deporte rey. A tal punto
que tenía ya todos los arreglos hechos para viajar a Montevideo el año próximo.
Se disputaría allí el primer mundial de fútbol. Como jueces de línea oficiarían
el turco Masud, dueño del almacén de ramos generales de Villa Atuel y el pelado
Valdés, poeta y horticultor de Salto de las Rosas.. La presencia de estos tres
foráneos garantizaría cierto grado de imparcialidad. Al participar solamente
jugadores locales los directores técnicos, el tano y el alemán, se las vieron
negras para completar la nómina de jugadores. Solo dos personas, una en cada
pueblo, tenían algún tipo de experiencia seria en este juego. Alguna vez habían
integrado el plantel del Pacifico footbal club de Alvear, único equipo de la
zona que participaba en la liga sureña. Juliano Piccinini y Rainer Lust por lo
tanto se convirtieron en los respetados capitanes.
Las
disputas entre estos pueblos ribereños tenían larga data. A principios de siglo
surgió un fuerte litigio por las aguas del Atuel, en esa época un río menos
caudaloso. Golpes y alguna que otra puñalada al aire, terminaron con la
intervención salomónica del gobernador de la provincia. Apoyado por unos
cuantos agentes de gendarmería nacional calmo los ánimos. En los últimos
tiempos, el odio visceral que se profesaban los dos delegados había reavivado
esta añeja rivalidad.
Don
manolo se encargó de promocionar el encuentro, empapelando con afiches todos
los poblados del área. “El partido del siglo“. “Por algo más que el honor“,
rezaban ambiciosos los papeles. En el colmo de la desfachatez, el ibérico
pregonaba la inauguración de un hermoso estadio con todas las comodidades.
Al fin
llegó el esperado día, la expectativa era tremenda. No por la calidad del
evento mismo. Veintidós rudos chacareros golpeando una pelota de cuero no era
algo que pudiese despertar mucho la atención. La convocatoria estaba dada por
el entorno creado. Estarían en juego el honor, la hombría, pero principalmente
el ahora codiciado pedazo de tierra. Todo el mundo conocía el premio mayor.
Doña Eustolia había mantenido solo cinco minutos la promesa de no contárselo a
nadie. El tema logró tal difusión que de San Rafael arribó un representante del
intendente. Venía a investigar si era verdad que se estaban jugando la tierra
en un juego de pelota. Don Rossa y Herr Jurggen lo negaron rotundamente, remarcando
que conocían la ilegalidad de una acción de ese tipo. Estaba bien claro,
dijeron, que la isla pertenecía en partes iguales a los dos distritos. El tano
y el alemán habían llegado a tal grado de hipocresía en el ciego convencimiento
de que ganarían el cotejo.
El cielo
cargado de negros nubarrones presagiaba tormenta. El flamante estadio con sus
tribunas hechas con cajones de cosecha lucia impecable. La tierra apisonada era
delimitada por gruesas líneas de cal, pulcramente trazadas. Macizos postes de álamo
conformaban los imponentes arcos. Cuatro banderines negros flameaban en las
esquinas. Hasta unas enclenques casuchas, a cada lado de la cancha había
instalado el español para que se acomodasen los suplentes.
Los actos
protocolares comenzaron temprano, seguido del desfile de las dos escuelas
primarias. En un gesto de fingida confraternidad todos estos acontecimientos
sucedieron en la isla misma. La bandera fue izada a la orilla del espigón y por
largo tiempo se recordaría el inflamado discurso patriótico que dio el
italiano. El centro de sus diatribas fueron aquellos traidores (palabras
textuales) que se camuflan bajo profesiones honestas y respetadas y desde allí
atacar con ideas extrañas los intereses de nuestra amada patria. Se refería
supuestamente a los anarquistas, muy de moda en aquellos años, aunque todos
sabían que estaba haciendo alusión al alemán. Ni corto ni perezoso su colega
criticó a los oportunistas que se meten en la política solo para llenar sus
bolsillos de dinero. Citó algunos casos en la lejana Buenos Aires, obviando por
supuesto al principal ejemplo autóctono al que se refería.
Aquel
nublado y frio mediodía Don Manolo sirvió en el balneario un locro gigante.
Según cálculos conservadores asistieron más de dos mil personas. Muchísimas, si
consideramos que entre los dos pueblos no se llegaba a las cuatro mil. Todas
ellas se quedaron para ver el tan mentado choque deportivo.
La
selección de Real del Padre, colonia alemana por excelencia, contaba con nueve
germanos y dos criollos entre sus titulares. Por el lado de Medialuna solo el
arquero no era italiano, se trataba del Zoilo Froilán el peón de más con fianza
que tenía Don Lorenzo. Parecía como si para festejar el día de la independencia
argentina se hubiese organizado un cotejo entre Italia y Alemania. Resta decir
que la camiseta de unos tenia los colores patrios de la península en forma de
bota y la de los otros los del derrotado imperio austrohúngaro. Los conjuntos
pisaron la cancha al mismo momento que estallaba furioso el temporal.
Los
memoriosos recuerdan aun hoy el acontecimiento del siglo. Solo que no fue un
juego de fútbol sino una pavorosa tormenta. Se abatió sobre el sur mendocino en
un mes poco frecuente y llovió torrencialmente por siete días y ocho noches. El
río se desbordó arrasando con todo lo que se encontraba en sus costas.
Medialuna hasta cambió de nombre, hoy es Jaime Prats. Y Real del Padre se
encuentra ubicado como a diez kilómetros de la rivera. Curiosamente, hace unos
cinco años se construyó un moderno puente sobre el lugar en que alguna vez
estuvo emplazada la isla del gallego.
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