9/6/10

LA VENGANZA DE LAS ALMAS INDIAS

W.G.Greulach


Tras las montañas, pispeaba la luna favorita de los lobos. El viento chiflaba entretenido enredándose entre álamos y sauces llorones. Completaba la curiosa melodía, el rumor del agua al rozar los peñascos y el tintineo casi imperceptible de las hojas.
A unos treinta metros del arroyo, un conjunto de tres carpas se distribuía en los escasos espacios donde no existían árboles. El jubiloso bullicio que rodeó a la cena, con posterior mateada, había dado paso a una reposada charla, interrumpida por largos silencios y el molesto canto de un par de lechuzas. El círculo de ocho adolescentes rodeaba un raquítico fogón, donde se tiznaba una pava casi sin agua.

—En el restaurante del camping encontré un folleto con una curiosa leyenda sobre un cementerio indio que está aquí cerca, —dije como al descuido, intentando reavivar una charla ya muerta desde hacía rato.

—Ahá, —murmuró Gustavo, alzando a la mitad un parpado para mirarme con desgano.

—Siempre me fascinó contar historias de terror y más en ambientes como el de aquella noche, pero mi adormilada audiencia estaba más por entrar a roncar a las carpas que por escuchar al pesado del mocha hablando huevadas.

—Dice que cuando, a la medianoche, la luna alumbra las tumbas, las almas de los indios comienzan a vagar por la zona matando a los hombres blancos que encuentran a su paso. Buscan desquitarse de aquellos que los exterminaron siglos atrás.

Esperé unos segundos, ya nada podía agregar para captar su atención. El peti Almada se re enganchó. Abrió los ojos entusiasmado y después de un largo eructo, descargó el desafío.

—Son las once y media, tenemos luna llena. ¿A ver quién se anima a dar un paseíto por el dichoso lugar?


No consiguió respuesta inmediata. No era tanto el miedo como la pereza por mover los labios lo que mantenía el silencio.

—¡Cagones de mierda! Me van a decir que le temen a los muertos, —chicaneó el hijo del doctor, provocándome con la vista fija en mí

—No se me aumenta ni un latido el ritmo del corazón Es más, vamos saliendo que, según el plano del librito, tenemos por lo menos media hora de viaje, —aseveré intentando lucir temerario.

—Yo hasta estoy dispuesto a saltar sobre las tumbas para despertar a los espíritus, si es necesario, —dijo Arvezú, matándome el punto al instante.

Cinco minutos después, el grupo de estudiantes de la E.N.E.T y la escuela de Agricultura, agarraban la estrecha senda que caracoleaba entre las montañas rumbo al mencionado cementerio indígena.. Un solo joven, el mayor de los Nedic, Gustavo, se quedó en el campamento debido a una “supuesta” descompostura estomacal, provocada por una opípara cena. Picadillo y paté de foi con una docena de huevos fritos. Desde gallina a maricón, no hubo termino que no descargáramos sobre el rubio enfermito.

Era enero del 81, habíamos cimentado una bonita amistad entre alumnos de los últimos cursos de la E.N.E.T y la escuela de Agricultura. Fraternidad asentada en los encuentros en Kuka, el boliche de moda, y las posteriores timbeadas de póker durante los fines de semana. ¡Vaya si la pasábamos lindo por aquellos años en General Alvear!

En una de esas salidas, organizamos un viaje a dedo a la cordillera. Potrerillos, Uspallata, o hasta donde llegásemos, no teníamos un destino definido. Un camión nos llevó hasta la ciudad de Mendoza y de allí aun nos tomó dos días el llegar al camping donde comenzó el relato.

Mi gran amigo Néstor Prieto, encabezaba el pelotón. Se veía recuperado de unas molestas hemorroides que lo habían acometido la noche anterior, obligándolo a dormir de cuclillas. Recuerdo la agotadora caminata de la tardecita, cuando buscábamos la casa del único doctor de la zona. De sobrenombre le pusimos tripa, aunque para honrar la verdad, debo decir que no era por su dolencia, sino por lo flaco y largo. Dos pasos atrás venían Carlitos Martini (mi vecino) a los empujones con el peti Almada. Darío Nedic marchaba unos dos metros al costado, fuera de la senda, ofendido por los epítetos descargados contra su hermano. Darío era el menor del grupo, apenas cursaba el segundo año y no pertenecía a la patota de quinto y sexto. Estaba allí solo por expreso pedido de Gustavo. Cerrábamos el lote con Guillermo Arvezú y el Gaby Corvalan (Aquí la memoria me traiciona, pudo haber sido el gordo Fonzalida, por razones prácticas nombraré solo a uno). Guillermo nos venía divirtiendo con una de sus desopilantes historias, que a diferencia de las mías, eran alegres y entretenidas.

Ya no soplaba el viento, todo era quietud, la luna nos bañaba con una inesperada claridad. El paisaje se había tornado agreste, casi desértico. Arribamos a un cruce de senderos y una vieja flecha de madera nos indicó la proximidad del lugar que buscábamos. Una bandada de murciélagos apareció de repente volando en círculos sobre nuestras cabezas.

—Son los indios transformados en vampiros, nos estamos acercando y vienen por nosotros, —exclamó Carlitos, provocando una expresión de terror en el rostro de Darío, que desencadeno un concierto de carcajadas.

Habríamos caminado durante veinte minutos cuando lo vimos. Tras escalar un cerro y comenzar su descenso, el cementerio apareció allá abajo en una pequeña explanada. Me pareció que poseía una especie de luminosidad sobrenatural. Al instante se me erizaron los bellos de la nuca
Algunos de los montículos estaban marcados con rudimentarias cruces de palo. Sobre la más cercana a la entrada se podía leer, escrita con caracoles pintados de rojo, SAL.

—SALVADOR tal vez, —adivinó Néstor, mientras trataba de descubrir otra letra.

—Quizás sea una advertencia, SALVENSE, por ejemplo, —dije con voz tenebrosa, pensando en la maldición de la leyenda.

Antes que una nube oscureciera repentinamente el terreno, me pareció distinguir una sombra desplazándose sobre la montaña que acabábamos de bajar. Carlitos debió haberla visto también, porque me miraba con ojos de ternero degollado. Dario Nedic, apoyado en dos troncos que oficiaban de portón, observaba aterrorizado el mismo lugar. Guillermo y Gaby se hallaban en otro mundo. El primero, cumpliendo su promesa, saltaba desenfrenado sobre un montón de tierra mientras gritaba: —¡Despierten, ya es medianoche! —Mi vecino lo alentaba a saltar más alto y aplaudía con ganas.

En el momento en que Néstor nos llamaba para mostrarnos un puñado de huesos y una calavera, apilados sobre lo que parecía ser una tumba abierta, sonó el alarido. Fue algo escalofriante, un sonido gutural entre hombre y animal. Sentimos allá arriba un sonido de pasos y montes aplastados. Entonces dos o tres piedras cruzaron siseando por nuestros oídos. Una de ellas derrumbó la osamenta, haciendo rodar un par de metros la calavera.

No sé si gritamos o lloramos, para nosotros en ese momento, todo cobraba vida asechándonos. La cuestión es que en tres segundos y medio, corríamos despavoridos buscando el camping salvador. Desde la cima los aullidos nos perseguían y a cada tanto rodaban grandes piedras por la ladera de la montaña. Repetidas veces vi esa cosa apareciendo y desapareciendo, la cabeza no era humana, de eso estaba seguro.

Nadie pudo dormir el resto de la noche. Encerrados en las frágiles carpas, los cuerpos temblaban al compás de torrentes de adrenalina que inundaban nuestras arterias. En cualquier momento las sombras atacarían y seria el final.
Nada pasó, sobrevivimos, y al mediodia siguiente, cansados y ojerosos, mientras se calentaba el agua, comentábamos excitadísimos el fenomenal suceso. Cada uno agregaba toques macabros a la aventura, redondeando un relato compartido de características espeluznantes.
El único que no largaba palabra era Darío, nos observaba entretenido, alegremente sentado sobre un tronco seco. Cada tanto movía la cabeza y sonreía dejando escapar un suspiro.

—¿Y a vos que carajo te pasa? —le interrogó Gaby, curioso por descifrar su rostro de feliz cumpleaños.

—Fue Gustavo, —exclamó sonriendo.

—¿Fue Gustavo qué? —inquirí, aunque en los instantes que duró la pregunta, creo que todos ya descubrimos la respuesta.

Nos siguió anoche, lo del dolor de panza era un verso para quedarse solo. El muy desgraciado se puso a aullar como un lobo mientras nos tiraba cascotes desde arriba. Lo de la cabeza deforme fue porque llevaba puesta una bolsa de arpillera. Cuando llegué a nuestra carpa, se estaba cagando de la risa, dice que nunca se había divertido tanto en su vida, —terminó diciendo el hermano del payaso diabólico.

Me es difícil encontrar otro momento de mi existencia donde me haya julepeado tanto como en aquella noche en Potrerillos. Lo que si puedo asegurarles es que la caída de hojas (entiéndase lluvia de coscachos) que se llevó Gustavito esa mañana, la recordara por el resto de sus días.

5 comentarios:

Ío dijo...

ayyyyyyyyssssssss que miedo me estás dando, Walter, amigo mío.
No desespero, espero ..... espero no olvidarme de volver para leer la continuación del relato

Besos

Ío

Daniela E. dijo...

¡Me podrias hacer el favor de terminar las historias! No es justo que tengamos que esperar tanto. te gusta hacer sufrir a la gente¿no?

Walter G. Greulach dijo...

Les prometo que a más tardar mañana pongo el fina.
Estoy copado con el mundial. Entre el futbol y el trabajo, no me queda tiempo para mucho.
Un abrazo...

Anónimo dijo...

Leí este relato en el diario de General Alvear, Mendoza y me gusto, asi que viene a chismear a tu sitio y esta re lindo. Voy a ver si consigo tu primer libro, aca en San Rafael no se consigue más.
Un abrazo de una coterranea.
Amanda perez

Walter G. Greulach dijo...

Lo podes comprar por internet en Amazon.com.
Saludos Amanda...