Cortaba ramas secas de los helechos que colgaban bajo el balcón del frente de casa cuando lo vi. Había llovido durante la siesta (siempre garúa sobre New Orleans) y tres horas después, el sol levantaba vapores asesinos que a punto estaban de tronchar mi espíritu jardinero. Apoyé la tijerita de podar sobre el borde de la escalera y bajé un par de peldaños buscando una vista mejor. Pese a los veinticinco años transcurridos, reconocí al instante el andar cansino, la figura encorvada. Debía haber bajado del trolebús en St. Charles y venia caminando por Lousiana Avenue con un pequeño bolso colgando de su mano derecha. Moví la cabeza sin poder escapar del asombro y sali trotando a su encuentro.
Estaba más gordo y pelado, el escaso cabello, recién recortado,
lucia teñido de canas. Sus hundidos ojos resaltaban el narizón de siempre.
Nos fundimos
en un abrazo, fuerte y sentido el mio, el suyo frio y lejano, casi obligado.
— ¡Pablo, hermanito del
alma, que alegría verte! —exclamé sin retirarle los brazos de la espalda. — ¿Por
qué carajo no avisaste que venias?, te hubiésemos ido a buscar al aeropuerto.
—No quería molestarlos, ya
me instalé en un hotelucho a cuadra y media de Cannal Street, solo quería pasar un rato a
verte —dijo fríamente, con los ojos clavados en mis canteros con flores. Era
como si le incomodara el estar allí.
— ¿Qué ha sido de tu vida viejo? ¿Qué haces en
Estados Unidos, de vacaciones, o que? ¿Cuándo llegaste? ¿Me hubieses mandado un
correo electrónico o u mensaje en Facebook por lo menos? ¿Viniste solo?
Con esos ojos miel, tímidos
y tristes, que tan bien conocía, me estudió por unos segundos mientras parecía meditar
la respuesta como intimidado por la metralla de preguntas.
—De verdad… ni yo sé que hago acá. La cosa allá no está para nada fácil. Me quedé sin laburo tiempo atrás y llevo meses sin encontrar uno. Me estaba consumiendo los pocos ahorros que tengo, así que me la jugué y vine. Aunque con casi cincuenta pirulos, creo que no fue una buena decisión —dijo con voz entrecortada.
—No te preocupes Pablito,
todo va a salir bien. Estamos para darte una mano con cualquier cosa. Quedate a
cenar, así conoces a Florencia y los
chicos, están por llegar. Además tenemos tantas cosas para contarnos. Dos décadas
y media sin vernos… una eternidad —agregué mientras entrabamos a casa y lo
invitaba a sentarse en uno de los sillones del living con la idea de ir a
buscar un par de cervecitas y algo para picar.
Hizo dos pasos para atrás y
me miró confundido como si se hubiese acordado de algo terrible.
—No… no gracias tengo cosas que hacer, quizás en
otra oportunidad, solo quería pasar a saludarte —dijo tendiéndome su blanda mano.
Sorprendido, lo acompañé
hasta la calle, reiterándole mi invitación. Ni siquiera me contestó. Bajó la
mirada y me dio la espalda a la vez que musitaba: —¡Qué humedad de mierda hay
en esta ciudad.
Pablo había sido siempre una
persona difícil, introvertida, casi huraña. Tras seis años en que compartimos
techo, mientras estudiábamos en la universidad, creí llegar a conocerlo muy
bien y hasta (por aquella fecha) se convirtió en mi mejor amigo. Pero ahora
estaba mas raro que nunca, era un ser extraño, inquietante, loco de bola podríamos
decir.
Su pesada silueta se perdió
por la avenida, tuve que esforzar la vista para ubicarlo minutos después en la
esquina de St. Charles, en la parada del Trolley. Lloviznaba otra vez, y la
noche descendía barriendo las sombras de Faubourg Deassize. El barrio lucia
desierto aquel domingo de agosto del 99 y yo, lejos de alegrarme por la llegada
de mi viejo amigo, me encontraba desconcertado por su insólito comportamiento, choqueado
de una forma tal que, media hora después, cuando mi mujer me tocó con
vehemencia la bocina, aun me encontraba estático
y mojado en el medio de la vereda.
Lo
sabíamos bien, lo teníamos claro, con mi esposa habíamos decidido la noche
anterior no profundizar, más allá de lo estrictamente necesario, la relación con
Pablo y menos después de encontrar su arsenal de armas blancas. Por esto, su
rostro de asombro cuando al atardecer, en el momento que se levantaba el portón
del garaje, me acerqué a la ventanilla
del honda accord y le conté, sin anestesia, que mi ex mejor amigo se venia unos
días a vivir con nosotros. No había podido esconderle la mano cuando me confesó
que aun no encontraba trabajo y no cargaba ni un céntimo en los
bolsillos.
Coloco el dedo índice entre las gomas que separan los bordes magnéticos de la puerta de la heladera y lo retiro lentamente para lograr un cierre silencioso. Es martes, una del mediodía y estamos organizando la mesa para almorzar, andamos descalzos y con medias para atemperar el tapeteo de nuestros pasos. Aguanto la respiración hasta salir de la cocina y hago señas a Florencia para que apoye con cuidado los cubiertos sobre la mesa.
Apenas me llega el ruido de su Kia Rio salgo a la puerta, me saluda parcamente y le hablo.
Lo sabíamos bien, aunque no actué en consecuencia, tendría que haberlo sacado a la fuerza esa ultima mañana cuando le hablé, apenas bajado del auto, y me ignoró. Debería haber escuchado a mi esposa cuando me dijo que ya nada mas podíamos hacer para ayudarlo, que estaba tocado de muy mala forma y era una bomba de tiempo. Hoy ya es demasiado tarde, tarde para reflexionar sobre la llamada de hace segundos, en donde Andrés me informa que tenga cuidado con Pablo, que estuvo preso diecisiete años por un doble asesinato. Ultimó a cuchilladas a dos vecinos porque no lo dejaban dormir tranquilo. Tarde para conocer que la policia investigaba su posible conexión con los crímenes que se venían sucediendo en las pasadas semanas en el French Quarter, aquí en New Orleans.
Más tarde, a la hora de la
cena, le relaté a mi esposa lo acontecido. La linda noche animaba confidencias
y después de acostar a los chicos salimos al balcón con dos cafecitos en las
manos abandonándonos en las reposeras.
—En lo poco que lo vi me pareció
bastante retraído, un poco perdido, como si no encontrase un rumbo a su vida —acotó
la sanjuanina recordando las tres veces que se cruzó con él en San Luis cuando,
aun de novios, solía irme a visitar.
—Imaginate que ya en esa época
le decíamos Pablito el ermitaño. Parece que no cambió mucho en todo este tiempo,
mas bien empeoró —subrayé sintiendo pena por mi ex mejor amigo, alguien por el
cual había sentido gran aprecio en mis años mozos.
—Vos me contaste que por más
de dos décadas no supiste nada de él, como si la tierra se lo hubiera morfado,
y de repente, un año atrás, te mandó una invitación de amistad por Facebook,
pero luego no te contestó ni un mensaje. ¿Habrá seguido viviendo en San Luis
tras nuestra salida al exterior? —preguntó Florencia a la vez que se levantaba
y sacudía el toldo que lucia pandeado por el agua de lluvia.
—Por aquellos lejanos años
lo telefoneé desde Alemania, me contestó
las primeras dos o tres llamadas. También le escribí y nada. En el noventa y
tres supe por un amigo compartido que abandonó su departamento y ya nadie lo volvió
a ver por la capital puntana. ¿Te acordás que me comuniqué con sus padres una
navidad y me dijeron que se había mudado a Bahía Blanca, que sabían poco de su
vida? Como que no me dieron mucha bola —agregué mientras me servía otro café y
aprovechaba para inclinarme sobre la baranda para apreciar el cielo. Conté
nueve estrellas. En una noche así, tan despejada, se hubiesen visto millones en
mi Valle grande natal.
— ¿Qué pensás hacer? —inquirió la cuyana y se acercó abrazándome
por detrás y apoyando su mentón en mi cabeza.
—Ni idea, me gustaría ayudarlo
a que se acomode y consiga algún laburo, si es que es eso a lo que vino, porque
todavía no me he enterado. ¿Sabés que cuando estudiábamos en la facu, unas
cuantas veces me sacó de apuros económicos? Sus padres eran más pudientes que
los míos. Además, pese a todos sus traumas, todos tenemos los nuestros ¿no?, es
mi amigo y compartimos buenos momentos—dije acordándome mas que nada de las
truqueadas y de las inolvidables peñas.
—Pero… ¿qué quería, a que
vino? ¿Solo a saludarte? ¿Porque desapareció tan pronto? No te dejó ni siquiera
una dirección, un teléfono donde ubicarlo —preguntó frunciendo el seño
intrigada.
En ese momento me acordé del
bolsito y mi mente lo visualizó alejándose de casa con las manos vacías.
Serian alrededor de las veintidós
treinta cuando me senté junto a la mesa de la cocina dispuesto a revisar
el misterioso equipaje.
El bolso resultó ser una
caja de pandora. Cualquier cosa podía salir de allí adentro. Entre otras
inutilidades se encontraban: Un par de auriculares rotos. Un libro de Coelho
con la mitad de las páginas arrancadas. Un puñado de tickets del subte de
Buenos Aires. Una caja de condones que parecía tener varias unidades… ¿usadas?
Un despertador a cuerda. Una tarjeta de biblioteca… ¿del servicio penitenciario nacional? El
pasaje de Lan Chile junto al pasaporte y el D.N.I. ¡Ahh! y por suerte la llave magnética del hotel
donde estaba Pablo alojado.
Conocíamos bien el Quality
Inn & Suites ubicado sobre O Keefe
Avenue, en pleno down town. En ese sucucho nos habíamos alojado con Florencia
en nuestro primer viaje a Loussiana, quince años atrás, cuando aun vivíamos en
Frankfurt y solo teníamos a Lucy nuestra hija mayor. Las cucarachas nos
corrieron al tercer día, eran tan grande que mi hija al verlas creyó que se
trataban de tortuguitas. En aquel viaje nos enamoramos de la capital del jazz y
año y medio mas tarde ya estábamos instalados en New Orleans.
Metí todo tan revuelto como
estaba, Fabiana se lavaba los dientes y me rogó que apagara las luces,
chequeara las puertas y me fuese a acostar. Antes de levantarme, mire con
curiosidad la caja de condones que estaba en una esquina del bolso y en eso descubrí
una especie de doble fondo, pegado con velcro.
—Con razón pesaba tanto —musité
asombrado mientras lo despegaba. Su contenido me dejo estupefacto.
Dos hermosos cuchillos y una
daga, que cortaban con solo mirarlos. Con manos temblorosas puse todo en su
sitio y guardé el bolsito en la parte de abajo de la pileta de lavar los
platos.
—Siempre le gustó cocinar —me
dije para serenarme. Acordándome del tiempo en que había hecho un curso de chef
y disfrutaba preparando comidas en nuestro apartamento de estudiantes.
Apenas acostados, le comenté
el descubrimiento a mi esposa y el frio silencio que reinó por un par de minutos solo fue cortado por su carraspeo. Antes de darme la espalda para intentar dormirse
me dijo:
— ¿No será un asesino en
serie tu amiguito el Pablo che?
Cuatro horas pasadas la medianoche teníamos los ojos como un par de huevos fritos. Lo sabíamos bien, algo no funciona en la vida de mi ex mejor amigo y ahora ese algo nos toca a nosotros.
El día despunta espléndido alimentando mi corroído entusiasmo. Aburrido de la
lluvia constante y del cielo encapotado, mi humor cambia cuando esa mañana del
primer lunes de septiembre, al abrir la puerta, el azul acaricia mis retinas. He
decidido, luego del trabajo, pasar por el hotel a devolverle el bolso a Pablo.
Intentaré por lo menos mantener una conversación normal, averiguar cuales son
sus planes y si va a necesitar alguna cosa.
Florencia
se fue con los chicos y el auto, así que no me queda otra que caminar un par de
cuadras y tomar el trole, que por cierto me deja al fondo de canal Street,
enfrente del casino, a pasos del Riverwalk mall donde trabajo
desde hace ya seis años. Entro a las nueve y salgo a las cinco de la tarde, el
salario es un poco mas del básico, pero la propina es excelente y el ambiente
genial. Nunca me imaginé realizando un trabajo de este tipo, fabricando fudge de
chocolate mientras canto tangos a la vista de un público goloso. Mis compañeros
son tres morenos re buena gente y con una voz de la puta madre, la chica canta
pop y los muchachos hip hop y rap. Mientras damos de probar nuestras
exquisiteces a los clientes, los invitamos a que participen cantando o les
hacemos juegos y adivinanzas, creo que nos divertimos más nosotros que ellos. Me
llaman el Gardel del fudge, sin dudas este país es generoso porque antes de
esto, con suerte, tarareaba en la ducha.
Alimento
a los gatos, saco pollo a descongelar y después de revisar puertas y
ventanas enfilo para el laburo.
Coloco el dedo índice entre las gomas que separan los bordes magnéticos de la puerta de la heladera y lo retiro lentamente para lograr un cierre silencioso. Es martes, una del mediodía y estamos organizando la mesa para almorzar, andamos descalzos y con medias para atemperar el tapeteo de nuestros pasos. Aguanto la respiración hasta salir de la cocina y hago señas a Florencia para que apoye con cuidado los cubiertos sobre la mesa.
Estamos
friqueados, como dirían mis hijos en su spanglish. Han transcurrido dos meses y
medios desde que Pablo se mudó con nosotros y la convivencia se ha vuelto
insoportable. Consiguió un trabajo de guachimán (guardia de seguridad) en un
gran condominio y su horario es de lunes a viernes de veintitrés a siete. Duerme
de nueve a diecinueve y para colmo la piecita que le alquilamos, colinda con la
cocina, el sitio con más movimiento, después del living, en cualquier casa de
buena familia.
No
han tardado en bajar sus quejas. Que los portazos de la heladera, que el crick
de las hornallas al prenderse, que el susurro del agua desplazándose por las
canterías, etc. etc. Aunque la perla que completó el collar se agregó la noche
en que nos reclamó que las pisadas de Tita, nuestra gata, lo incomodaban en
sobremanera y nos exigió que no la dejásemos entrar mas a
casa.
Esa
vehemencia por custodiar el silencio a cualquier precio ha colmado nuestra
paciencia, aunque también nos infunde temor y desconcierto pues hemos asumimos
que compartimos techo con un perfecto (y potencialmente peligroso) extraño. Es
como que en las noches se venga de nosotros, azotando la puerta, cantando o
riéndose, a veces aplaudiendo. Creo que piensa que le hacemos bulla a propósito
y nos lo have saber hora a hora, mas que nada en los sábados y domingos, las interminable
dos noches en las que esta libre. Creo que juega perversamente con nuestra salud
mental y va ganando la partida.
Junto valor y antes de terminar el vaso de cabernet, me decido a
enfrentarlo… en la mañana siguiente por
supuesto.
Apenas me llega el ruido de su Kia Rio salgo a la puerta, me saluda parcamente y le hablo.
—Pablo,
estamos haciendo todo lo posible para que puedas descansar tranquilo, pero
parece que no podremos lograrlo. Considerá que nosotros tenemos una vida a la
luz del sol y es imposible interrumpirla por diez horas todos los días. No me
gustaría que termináramos peleados, así que tenés toda la libertad para
conseguirte otro lugar si lo crees conveniente, menos ruido ya no podemos
hacer.
Me
observa con pena, aunque su voz se halla deformada por la
ira.
—No
pienso moverme de aquí, creo que te ayudé mucho cuando estudiábamos juntos. Solo
pido comprensión y tranquilidad, hagan un esfuerzo por el amor de Dios. Te estoy
pagando ¿no? ¿Que les pasa no le corre sangre por las venas? —agregó furioso y
me apartó de la entrada con un manotazo.
Comprendo
que lo que cobra en el edificio es una miseria y que no conseguira sobrevivir si
debe moverse de aquí. Es entonces por compasión que no digo nada y me quedo
parado cuando se aleja refunfuñando hacia el dormitorio, para pegar luego un
tremendo portazo. O tal vez es la imagen del bolso y sus cuchillos la que me
inmoviliza, sellando mis labios…
Este
no es ni remotamente el ser humano que yo conocí. En aquella lejana época Pablo
era complicado, pero dentro de la normalidad y yo sabía bien como manejarlo.
Algo traumático, algo terrible debía haberle sucedido por esos años en que
estuvimos separamos. Un acontecimiento que lo hinchó de un odio y un
resentimiento sin límites. Me propongo averiguar que es y minutos después llamó
a San Luis, para hablar con un amigo en común que aun vive a cuadras de la casa
de sus padres. Poco sabia Andrés, pues Pablo había desaparecido del vecindario
sin dejar rastros y sus progenitores tampoco (como a mí en el pasado) le
quisieron comentar nada, pero quedó que iba a averiguarlo y no tardaría en
llamarme.
Mi
mujer, mientras lavábamos los platos, me conmina (al borde de las lágrimas) a
echarlo de nuestro hogar, a mas tardar en una semana.
Lo sabíamos bien, aunque no actué en consecuencia, tendría que haberlo sacado a la fuerza esa ultima mañana cuando le hablé, apenas bajado del auto, y me ignoró. Debería haber escuchado a mi esposa cuando me dijo que ya nada mas podíamos hacer para ayudarlo, que estaba tocado de muy mala forma y era una bomba de tiempo. Hoy ya es demasiado tarde, tarde para reflexionar sobre la llamada de hace segundos, en donde Andrés me informa que tenga cuidado con Pablo, que estuvo preso diecisiete años por un doble asesinato. Ultimó a cuchilladas a dos vecinos porque no lo dejaban dormir tranquilo. Tarde para conocer que la policia investigaba su posible conexión con los crímenes que se venían sucediendo en las pasadas semanas en el French Quarter, aquí en New Orleans.
La
enorme casa está vacía, estudio por vez final su querida fisonomía, ya no viviré
más aquí y duele el silencio. Lastima
esa paz absoluta que Pablo tanto buscaba y que al fin consiguió anoche, cuando
entre truenos y relámpagos de una tormenta temible, a las dos de la madrugada,
un rayo iluminó su silueta saliendo de la pieza de los niños y deteniéndose bajo
el marco de nuestro dormitorio. Cuando su daga ensangrentada centelló amenazante
al alzarse sobre su cabeza, dándome el segundo exacto para ultimarlo de un par
de balazos.
4 comentarios:
Sera que alguna vez podras subir el final de esta historia, por fa!!!
Julito el del jopo
Me he quedado así como esperando que no sea cierto el final, pero lo es, vaya si lo es¡
Uno no sabe a quién mete en su casa, por muy amigo que haya sido, son 25 años sin saber qué fue de él; es una pena que no hicieras nada entonces, en aquella conversación, cuando te respondió "¿Que les pasa no le corre sangre por las venas?
Terrible la última escena, con la sangre y las balas. Tenía que acabar así¡
Buen relato, Walter, amigo mío :)
Un abrazo desde España, en crisis crisis....mucha crisis
Ío
Mi querida Io, es solo un cuento en primera persona, pero nunca me sucedio algo asi, ni remotamente.
Me encanta escribir en primera persona, es mas intimista.
Lo sé, amigo mío, nunca pensaría que todo esto pudiera haberte sucedido a ti; estoy acostumbrada a eso, a leerte y que seas tú el protagonista de tus cuentos, y tienes razón, se lee de otra manera, y me gusta, cuando es el autor el pobre hombre a quien le ocurren todas estas desgracias que imaginas, que escribes.
Y supongo que si fuera verdad, estarías en la cárcel, y no por aquí jejejejejee
Un abrazo grandote, Walter
Ío
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