W.G.G
Aquella alborada de agosto me tomó desprevenido,
estaba más fría y oscura de lo que hubiese imaginado. El día anterior el termómetro
había llegado a pisar los veintisiete grados y la tardecita terminó siendo
bastante agradable. Los charcos sobre la propulsores alvearenses, regalo de una
copiosa lluvia nocturna, lucían congelados y la primera bocanada de vapor me
hizo recular en búsqueda del abrigo apropiado. Mi hermana amenizaba un
concierto de ronquidos tras una trasnochada en Kuka y mi abuela había salido
bien temprano a ayudar a una amiga que se mudaba a nuestro barrio, o algo así.
Aquí
(valga el paréntesis para la acotación) debo hurgar entre mis recuerdos para
darle un anclaje creíble al relato. Han transcurrido treinta y tres años y no
es sencillo reconstruir lo acaecido, mas allá que la esencia de ello quedó
firmada a fuego en mi memoria.
Era
gélida la jornada, lo deduzco porque fue entonces que perdí una gruesa campera
inflable, regalo de mi tía Hilda, que solo usaba cuando pelaba el frio. También
lo de la Chola ausente es dato fidedigno, aunque no su destino. El café con
leche con tostadas y dulce casero esperándome en la mesa del comedor, me
hicieron percatar que ya era demasiado tarde para manguearle unos pesos para el
colectivo y la comida. Podría haber despertado a Sigrid, lo más probable era
que además de ligarme una ristra de insultos, mi hermanita mayor tampoco
tuviese un centavo. No me quedaba otra que patear hasta Alvear Oeste, cruzando
los dedos para que un alma benevolente me diera una cola por el camino.
Hoy a la distancia y con cinco media maratones de
Miami corridas (21 km c/u), la distancia entre el barrio comercio y la escuela
de agricultura me parece un chiste, entonces era para mi un trayecto larguísimo
al que solo había recorrido en ómnibus, o un par de veces en bicicleta
Comenzaban las olimpiadas de la E.A con atletismo
ese sábado y luego en el tinglado se escenificaría el básquet y el vóley y no
me lo pensaba perder por nada del mundo. Me puse un gorro de lana con la
inscripción “Bariloche”, respiré profundo juntando coraje y me largué al helado
asfalto.
Para cuando crucé la Ika Renault y encaré por la
avenida debía ser la hora siete y poquito de una brumosa y poco placentera
mañana. Un gris cerrado achataba el paisaje. A la altura de la municipalidad
comenzó a chispear y no transitaba ni un gato por las calles. Las gotas como aguijones
caían sobre la poca epidermis que me quedaba descubierta. Al instante percibí
que el hacer dedo no era, por lo menos a esa hora, una opción posible.
Ignorando
el clima, dos policías charlaban animadamente apoyados en un gordini, creí
reconocer en uno de ellos al padre de un compañero de la E.N.E.T. Un poco mas
allá me detuve unos segundos a pispiar en la vidriera de la librería Salas, el
Chichi organizaba unos estantes en la pared del fondo. En el cine Alvear habían
comenzado a exhibir Expreso de medianoche, el lunes o martes, aprovechando los
precios reducidos, seguramente iríamos con Gustavo a verla. El Kiosco pegado a
la mueblería, enfrente de la plaza estaba cerrado abortando mi intención de
retirar el fascículo Salvat de la historia del cine. Me gusta leer mientras
camino, más de una vez estuve a punto de ser arrollado debido a mi fanatismo
por la lectura.
Un bullicioso grupete de adolescentes caminaban por
enfrente del Hotel Grosso, el Ricky Kromer, el cabezón Videla y el rata
Oyhenart se distinguían entre ellos. Les di la espalda derritiéndome entre las
baldosas, no deseaba que me vieran tan temprano y tan solo. El Ricky era mi
primo y los otros dos, vecinos del barrio. Apenas llevaba un par de años en
Alvear y conservaba todos los miedos y complejos de un campesinito
jaimepratense. Veía a esos jóvenes, grandes deportistas y exitosos con las
mujeres, con admiración y pensaba que ellos me observaban con cierto desprecio.
El tiempo me enseñaría cuan errado estaba, pues llegaría a tener muy buenos amigos
entre los populares de la ciudad y mis mejores vivencias las disfrutaría con
ellos, aunque con el deporte y las féminas seguiría siempre siendo un perfecto
anónimo.
Transitaba la arbolada ruta a Oeste tarareando
“Quizás porque” de Sui Generis cuando, alrededor de la clínica de un doctor
(cuyo nombre hoy me es esquivo), un auto se detuvo a mi espalda. El sol despuntaba
tibios rayos que atenuaban el frio matutino, al final el tiempo no iba a estar
tan feo, aunque persistía un vientito un poco cansón que me impidió escuchar el
vehículo que pisaba mis talones. Solo percibí su presencia cuando una voz, de
cadencia caribeña y sumamente afeminada, me hablo:
— Oiga joven, ¿no quiere que le de un aventón a
alguna parte?
— dijo con tono tembloroso y entrecortado.
Me subí el gorro que lo tenía hundido hasta
la nariz y lo miré intrigado pues ya me
había resignado a llegar caminando. Andaría en los cincuenta años, cabeza
rapada y tupidas cejas grises sobre unos ojos incómodamente claros. Sus orejas
puntiagudas me habrán traído a la mente al capitán Spok. En definitiva uno de
esos rostros difíciles de olvidar.
— ¿Vas a las olimpiadas? Subí que voy para aquel
lado, tengo una finquita por allá cerca —insistió el extraño y pestañó repetidas veces como
aquejado por un tic nervioso.
Relojié mi casio negro de plástico, las
competencias empezaban en cinco minutos y mi mejor amigo, el tripa Néstor
Prieto saltaría en alto a primera hora, no podía fallarle. Abrí la puerta del
Renault 12 blanco y me senté. Una calaverita blanca con dos huesos negros, que
llevaba colgando del espejo retrovisor, fue lo primero que captaron mis ojos.
Un perfume dulzón me asaltó desde el asiento contiguo. No volví a fijar la
vista en el, me sentía cohibido, temeroso, tentado estuve de bajarme corriendo,
pero el tipo ya había arrancado y comenzaba con una tanda de preguntas.
Que cuantos años tenia, que a que escuela
iba, que si estaba de novio, etc. etc. Apenas le contestaba con la cabeza mientras
miraba el diario Los Andes tirado a mis pies entre envoltorios de Titas y Rhodesias.
Afuera todo se oscurecía, el paisaje lucia opaco, siniestro, la ruta estaba más desierta que nunca. Pese al frio, sentía las gotas de transpiración aflorando por los poros de la frente y la nuca, una sequedad en la garganta, me impedía pronunciar una silaba.
Me acuerdo que en esos minutos eternos, en los que el sicópata seguía su interrogatorio, con cosas cada vez mas intimas, sufría imaginando la forma en que perdería mi virginidad. Tantas noches soñando con el momento mágico y allí iba a suceder, pero en reversa. Apreté instintivamente las nalgas y una puntada me recorrió desde el coxis por toda la tripa gorda.
El criminal puso un casete de Héctor Lavoe, el tema que sonó ingresó al instante en mi recuerdoteca y siempre lo he asociado con aquella traumática experiencia. Se llama “El cantante” y la letra es de Rubén Blades.
Comenzó a cantar a viva voz, entonaba lindo el desgraciado. Fue entonces que apoyó una mano en mi rodilla (recién allí caí en cuenta que llevaba guantes negros de cuero) y me sonrió mostrándome sus blancos dientotes, con una ternura propia de la madre Teresa de Calcuta. Pegué tal salto que mi cabeza rebotó en el techo y caí acurrucándome contra la puerta. Íbamos rápido y ni pensar en escaparme, especulé con hacer señas, pero los vidrios eran oscuros.
Un kilometro antes de la curva a Alvear Oeste doblamos por un atajo de tierra que, según me explicó, nos llevaba derechito a la entrada de la E.A. Sopesen mi grado de desesperación, si hasta creo que ya tenia los calzoncillos con regalo.
Cuando rebusco entre las vivencias de mi adolescencia en mi bella General Alvear, no veo momento más escalofriante que el que sufrí esa mañana de invierno.
El camino se iba estrechando, parecía terminar en un muro de álamos y eucaliptos. No se porque la mente se empecina ahora en pintarme el momento como nocturno. Será que los sentimientos tiñen los recuerdos de una forma irreparable. Solo mantengo el sol prendido porque estoy seguro que iba rumbo a las olimpiadas, por lo tanto era de día. Además no deseo darle la razón a mi turbia memoria. De última soy yo el que escribe y no esa maldita hipócrita.
—No era tu momento —dijo mi esposa cuando se lo conté.
Una camioneta Ford F 100 roja, con una línea amarilla (increíblemente me acuerdo hasta de la combinación de colores) me salvó el pellejo. Tres hombres arreglaban un alambrado y me dieron el instante de distracción que necesitaba para abrir la puerta y salir corriendo como un endemoniado por la despareja hijuela.
Creo que la anécdota no se la conté a nadie por aquellos días, quizás porque imaginé que alguien especularía con que no estaba diciendo el verdadero final de la historia, uno mucho mas doloroso. En fin, sin que nada me pasara entré en la dinámica de los golpeados y abusados que rara vez denuncian al sometedor.
Nunca mas vi al pelado caribeño, ni tuve
noticias de otras violaciones por el sur provincial. Tiempo después nos
cagaríamos de risa con mis amigos alvearenses por lo cerca que estuve de
entregar el marrón un frio agosto del 79.
Estaba abierto en la sección
policial y su noticia principal captó mi curiosidad. Un identikit de una
persona sumamente familiar termino de petrificarme. Al loco que tenia alado (al
cual describían de marcado acento extranjero) lo andaban buscando por violación
de menores. Algo había sentido del caso, pero no le preste mucha atención. En
los pasados cuatro meses se venían sucediendo estos crímenes sexuales con el
mismo modus operandus (seguía describiendo el pie de foto). Levantaba
muchachitos que se hallaban haciendo dedo y los llevaba a un sendero apartado
donde luego de forzarlos, los abandonaba. Los hechos habían ocurrido por todo
el sur provincial.
—Bueno, al menos no los
mata —me dije, como si esto pudiese
servirme de consuelo.
Tremenda desfachatez del tipo, pensé, mira
que tener abierto el periódico en el artículo que lo nombra. Si su intención
era dejar choqueado a la futura victima, vaya que lo había logrado, pues yo no
podía ni pestañear del miedo.
Afuera todo se oscurecía, el paisaje lucia opaco, siniestro, la ruta estaba más desierta que nunca. Pese al frio, sentía las gotas de transpiración aflorando por los poros de la frente y la nuca, una sequedad en la garganta, me impedía pronunciar una silaba.
Me acuerdo que en esos minutos eternos, en los que el sicópata seguía su interrogatorio, con cosas cada vez mas intimas, sufría imaginando la forma en que perdería mi virginidad. Tantas noches soñando con el momento mágico y allí iba a suceder, pero en reversa. Apreté instintivamente las nalgas y una puntada me recorrió desde el coxis por toda la tripa gorda.
El criminal puso un casete de Héctor Lavoe, el tema que sonó ingresó al instante en mi recuerdoteca y siempre lo he asociado con aquella traumática experiencia. Se llama “El cantante” y la letra es de Rubén Blades.
Comenzó a cantar a viva voz, entonaba lindo el desgraciado. Fue entonces que apoyó una mano en mi rodilla (recién allí caí en cuenta que llevaba guantes negros de cuero) y me sonrió mostrándome sus blancos dientotes, con una ternura propia de la madre Teresa de Calcuta. Pegué tal salto que mi cabeza rebotó en el techo y caí acurrucándome contra la puerta. Íbamos rápido y ni pensar en escaparme, especulé con hacer señas, pero los vidrios eran oscuros.
Un kilometro antes de la curva a Alvear Oeste doblamos por un atajo de tierra que, según me explicó, nos llevaba derechito a la entrada de la E.A. Sopesen mi grado de desesperación, si hasta creo que ya tenia los calzoncillos con regalo.
Cuando rebusco entre las vivencias de mi adolescencia en mi bella General Alvear, no veo momento más escalofriante que el que sufrí esa mañana de invierno.
El camino se iba estrechando, parecía terminar en un muro de álamos y eucaliptos. No se porque la mente se empecina ahora en pintarme el momento como nocturno. Será que los sentimientos tiñen los recuerdos de una forma irreparable. Solo mantengo el sol prendido porque estoy seguro que iba rumbo a las olimpiadas, por lo tanto era de día. Además no deseo darle la razón a mi turbia memoria. De última soy yo el que escribe y no esa maldita hipócrita.
—No era tu momento —dijo mi esposa cuando se lo conté.
—Seguro que te salvo la providencia divina
Waltercito —habrá aseverado mi abuela Chola.
Solo sé que el frasco de vaselina no se
destapó aquella jornada, pues el destino me reservaba un desvirgue normalito un
par de años mas tarde. Una camioneta Ford F 100 roja, con una línea amarilla (increíblemente me acuerdo hasta de la combinación de colores) me salvó el pellejo. Tres hombres arreglaban un alambrado y me dieron el instante de distracción que necesitaba para abrir la puerta y salir corriendo como un endemoniado por la despareja hijuela.
Creo que la anécdota no se la conté a nadie por aquellos días, quizás porque imaginé que alguien especularía con que no estaba diciendo el verdadero final de la historia, uno mucho mas doloroso. En fin, sin que nada me pasara entré en la dinámica de los golpeados y abusados que rara vez denuncian al sometedor.
12 comentarios:
Hola
Me llamo Carla y tengo un directorio web. Me ha encantado tu blog! Tienes unos post muy interesantes, te felicito!. Buen trabajo, por ello me encantaría contar con tu sitio en mi directorio, para que mis visitantes entren a tu web y obtengas mayor tráfico.
Si estás de acuerdo házmelo saber.
PD: mi email es: mendezcarla90@gmail.com
Carla.
Un abrazo Carla y gracias por tu invitacion y tus comentarios...
Maria Julia Olivera:
Te salvaste por un pelin amigo, Que relato mas delicioso. Un beso, te leo siempre.
Omar Alonso Camacho
Vale. esperamos y de paso te ayudamos con los nombres de los comerciantes alvearenses que no te acordás.Fuera de broma...
Armando Antonio Amieva
JA....! Soy otro que deberá esperar una semanita mas...!
Teovaldo Angel Pesce Pawlow
...y hay que esperar una semana...???
Ya les puse el final para que no desesperen. Gracias por leer mis divagues...
Teovaldo Angel Pesce Pawlow
UUUUFFFF...¡¡¡ Menos mal que te escapaste.
Algunos de los comentarios de este blog, los traigo de mi facebook...
Jose Luis Durán-ender:
Por los pelos, jejeje
Omar Alonso Camacho:
Muy buen cuento. Walter no dejes de lado tus relatos lugareños me gustan mucho.Vale. Un abrazo.
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