—¿Qué más puede necesitarse
para ser feliz? —comentaba cuando veía a alguien complicarse inútilmente la
vida.
Desde los catorce años
laburaba de albañil, doce horas al día, seis días a la semana. Heredó el oficio
de su padre y se lo legó a sus cuatro hijos varones.
—Si uno trabaja mucho, se
entretiene y no le sobra el tiempo para ponerse a pensar en tonterías — repetía
a sus nietos.
Poseía el paranaense una
gran pasión por el caminar y eran la huerta y el partido radical sus únicos
vicios permitidos. A pie, iba y volvía de la construcción, no importaba lo
lejos que está se encontrase. A veces lo separaban de la obra, diez, quince o
hasta veinte kilómetros, no eran nada para él. Salía de madrugada y regresaba
con la luna como compañera.
En un anochecer, al comienzo
de su último retorno, es donde lo ubica mi relato. Había trabajado en la
construcción de la cabaña de un amigo a la vera del rio, unos cientos de metros
arriba de la toma vieja. Apenas seis kilómetros lo distanciaban de su casa en
la esquina de Soler y Vucetich. Salió más temprano de lo habitual pues era
noche de miércoles, noche de comité y se acercaban las elecciones. Encontró en
el camino una viga de buena madera que le vendría de perlas para apuntalar el
techo de su galponcito, enclenque desde la pasada tormenta y sin pensarlo dos
veces se cargó el pesado listón al hombro.
Los domingos después de
dedicarle un par de horas a la huerta, verdadera envidia de todos los vecinos,
almorzaba con hijos y nietos (su mujer había muerto un par de años atrás), y
tras el ritual impostergable de la siesta, salía a estirar un poco las piernas
(como le gustaba decir) y se recorría, como quien no quiere la cosa, la
distancia de una media maratón. Caminaba muchas veces sin destino, desgastando
las veredas de su querida Paraná, adentrándose muchas veces en los pueblos de
la campaña. A su paso la gente lo saludaba con enorme respeto, y él se tocaba
el ala de su sombrero dedicándoles una leve reverencia.
—Ahí pasa Emilio, el
caminante —murmuraban los vecinos con un tono de jocosa admiración.
De regreso aceleraba sus
pasos, lo acicateaba la imagen de las personitas que estaban esperándolo, sus
nietos, un puñado de chiquitines que se pelearían por prepararle la palangana
con agua hirviendo y sal para que descansase sus pies. En ese trámite, Emilio
se comería una sandía acompañada de media docena de naranjas.
Los pilluelos se apretujaban
en su falda para escuchar las historias asombrosas que sobre sus caminatas él
les contaba. Las niñas peinaban su pelo cano, sus pobladas cejas y alguna
atrevida hasta se atrevería a arrancarle con una pinza los pelos de las orejas
y la nariz. En esa rutina el anciano era feliz, siete hijos complicados pero adorables
y todo el tiempo del mundo para caminar.
Supo tener mucho dinero, dos
veces ganó el gordo de navidad de la lotería nacional. Se compró primero tres
pares de buenos calzados, luego la casa grande para meter a toda la familia y
por último dos inmensos campos con cientos de vacas. Tras la insistencia de sus
hijos, al fin se compró un auto, aunque nunca se subió a él y lo termino
regalando, ni siquiera aprendió a manejarlo.
—Con mis dos piernas tengo
más que suficiente, no hay que andar echando humo al aire sin sentido —repetía
el humilde albañil.
Nadie supo nunca bien que
pasó con las tierras y el ganado, dicen que un supuesto amigo, abusando de su
confianza, lo estafó y se quedó con todo. A él poco le importó y nunca más
quiso comentar el asunto.
—La plata solo ensucia y
envilece. Salud, amor familiar y lo necesario para que no te falte ni techo ni
comida, no pido más, así estoy bienisimo —argumentaba Emilio, defendiendo el
que era su principal axioma de vida.
Durante el poco tiempo que
fue rico, no cambió ni un ápice su forma de vivir, no alteró ni un centímetro
su rutina diaria y se sintió profundamente feliz cuando volvió a subsistir con
lo justo. Era tan desprendido que la segunda vez que obtuvo el premio, lo
compartió con un hermano que había sabido jugar el entero con él por mucho
tiempo, pero que llevaba ya años sin hacerlo. Eso sí, le cobró los billetes anteriores. El hermano adquirió cuatro casas y
vivió de rentas por el resto de su vida.
Bordeó el rio por un par de
kilómetros y cuando la paja brava le impidió el paso, subió al camino por un
sendero custodiado por sauces llorones. Aspiró hondo, llenándose los pulmones
con el perfume de su amado Paraná. Antes de perder de vista el majestuoso cause
de agua, viró la cabeza y lo observó con cariño, como despidiéndose de él.
La noche le acercaba fragancias
de algas y jazmines, se arriaba el telón y comenzaba el concierto de ranas,
sapos, grillos y chicharras. Miró el viejo reloj Omega, y se acordó de su padre que se lo regaló al
cumplir los dieciocho. Tantas veces lo
había acompañado canturreando chamarritas por ese mismo camino. Era tarde y no
llegaría a tiempo al comienzo del mitin en la casa del partido. Se acomodó la
viga en el otro hombro y arriesgó un pequeño trote, la luna lo observaba,
acostumbrada ya a sus gestas maratónicas.
El borracho que conducía la
camioneta Ford F100 blanca con las luces apagadas fue el encargado, en aquella
hermosa noche primaveral, de ponerle punto final a la última caminata de
Emilio.
Dicen que, a expreso pedido
de él, los ángeles lo dejaron en la entrada del infierno. Deseaba irse
caminando hasta las mismas puertas del paraíso.
3 comentarios:
Teovaldo Angel Pesce Pawlow
Como siempre, muy bueno. Feliz Año 2013.
Aída Ayarra
Felcidades Walter Gerardo Greulach, que sigas tan inspirado como hasta ahora- feliz 2013-
Mil gracias por los buenos deseos de todos los lectores de mi blog.
Espero contar con ustedes el año entrante y aqui les mando todas mis buenas ondas para que tengan un 2013 exelente.
¡Mil gracias nuevamente!
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