4/12/12

Emilio, el Caminante




 
w.g.g
              Al abuelo de Daniela, mi esposa

            Colapsaba el día, se derretían las alturas chorreando colores sobre el rio Paraná. Un abanico de naranjas, rojos y amarillos opacaba  todo lo demás volviendo difuso el horizonte. En ese  instante no existía nada, solo aquel atardecer, y el dolor de la belleza obligó al hombre a detener su marcha y apoyar la viga sobre la arena. Entrecerró los ojos buscando el enfoque perfecto y disparó el obturador incorporando el paisaje al álbum mental donde almacenaba los instantes sublimes de su existencia. Con que poco se conformaba Emilio, aquel era otro de esos momentos que justificaban su poco apego a lo material. A los setenta y siete años derrochaba fuerza y optimismo. Poseía una salud de toro y el cariño de una inmensa familia.

—¿Qué más puede necesitarse para ser feliz? —comentaba cuando veía a alguien complicarse inútilmente la vida.


Desde los catorce años laburaba de albañil, doce horas al día, seis días a la semana. Heredó el oficio de su padre y se lo legó a sus cuatro hijos varones.


—Si uno trabaja mucho, se entretiene y no le sobra el tiempo para ponerse a pensar en tonterías — repetía a sus nietos.


Poseía el paranaense una gran pasión por el caminar y eran la huerta y el partido radical sus únicos vicios permitidos. A pie, iba y volvía de la construcción, no importaba lo lejos que está se encontrase. A veces lo separaban de la obra, diez, quince o hasta veinte kilómetros, no eran nada para él. Salía de madrugada y regresaba con la luna como compañera.


En un anochecer, al comienzo de su último retorno, es donde lo ubica mi relato. Había trabajado en la construcción de la cabaña de un amigo a la vera del rio, unos cientos de metros arriba de la toma vieja. Apenas seis kilómetros lo distanciaban de su casa en la esquina de Soler y Vucetich. Salió más temprano de lo habitual pues era noche de miércoles, noche de comité y se acercaban las elecciones. Encontró en el camino una viga de buena madera que le vendría de perlas para apuntalar el techo de su galponcito, enclenque desde la pasada tormenta y sin pensarlo dos veces se cargó el pesado listón al hombro.
 
            Los domingos después de dedicarle un par de horas a la huerta, verdadera envidia de todos los vecinos, almorzaba con hijos y nietos (su mujer había muerto un par de años atrás), y tras el ritual impostergable de la siesta, salía a estirar un poco las piernas (como le gustaba decir) y se recorría, como quien no quiere la cosa, la distancia de una media maratón. Caminaba muchas veces sin destino, desgastando las veredas de su querida Paraná, adentrándose muchas veces en los pueblos de la campaña. A su paso la gente lo saludaba con enorme respeto, y él se tocaba el ala de su sombrero dedicándoles una leve reverencia.
—Ahí pasa Emilio, el caminante —murmuraban los vecinos con un tono de jocosa admiración.

De regreso aceleraba sus pasos, lo acicateaba la imagen de las personitas que estaban esperándolo, sus nietos, un puñado de chiquitines que se pelearían por prepararle la palangana con agua hirviendo y sal para que descansase sus pies. En ese trámite, Emilio se comería una sandía acompañada de media docena de naranjas.

Los pilluelos se apretujaban en su falda para escuchar las historias asombrosas que sobre sus caminatas él les contaba. Las niñas peinaban su pelo cano, sus pobladas cejas y alguna atrevida hasta se atrevería a arrancarle con una pinza los pelos de las orejas y la nariz. En esa rutina el anciano era feliz, siete hijos complicados pero adorables y todo el tiempo del mundo para caminar.

Supo tener mucho dinero, dos veces ganó el gordo de navidad de la lotería nacional. Se compró primero tres pares de buenos calzados, luego la casa grande para meter a toda la familia y por último dos inmensos campos con cientos de vacas. Tras la insistencia de sus hijos, al fin se compró un auto, aunque nunca se subió a él y lo termino regalando, ni siquiera aprendió a manejarlo.

—Con mis dos piernas tengo más que suficiente, no hay que andar echando humo al aire sin sentido —repetía el humilde albañil.

Nadie supo nunca bien que pasó con las tierras y el ganado, dicen que un supuesto amigo, abusando de su confianza, lo estafó y se quedó con todo. A él poco le importó y nunca más quiso comentar el asunto.

—La plata solo ensucia y envilece. Salud, amor familiar y lo necesario para que no te falte ni techo ni comida, no pido más, así estoy bienisimo —argumentaba Emilio, defendiendo el que era su principal axioma de vida.

Durante el poco tiempo que fue rico, no cambió ni un ápice su forma de vivir, no alteró ni un centímetro su rutina diaria y se sintió profundamente feliz cuando volvió a subsistir con lo justo. Era tan desprendido que la segunda vez que obtuvo el premio, lo compartió con un hermano que había sabido jugar el entero con él por mucho tiempo, pero que llevaba ya años sin hacerlo. Eso sí, le cobró los billetes  anteriores. El hermano adquirió cuatro casas y vivió de rentas por el resto de su vida.

Bordeó el rio por un par de kilómetros y cuando la paja brava le impidió el paso, subió al camino por un sendero custodiado por sauces llorones. Aspiró hondo, llenándose los pulmones con el perfume de su amado Paraná. Antes de perder de vista el majestuoso cause de agua, viró la cabeza y lo observó con cariño, como despidiéndose de él.

La noche le acercaba fragancias de algas y jazmines, se arriaba el telón y comenzaba el concierto de ranas, sapos, grillos y chicharras. Miró el viejo reloj Omega,  y se acordó de su padre que se lo regaló al cumplir los dieciocho.  Tantas veces lo había acompañado canturreando chamarritas por ese mismo camino. Era tarde y no llegaría a tiempo al comienzo del mitin en la casa del partido. Se acomodó la viga en el otro hombro y arriesgó un pequeño trote, la luna lo observaba, acostumbrada ya a sus gestas maratónicas.

El borracho que conducía la camioneta Ford F100 blanca con las luces apagadas fue el encargado, en aquella hermosa noche primaveral, de ponerle punto final a la última caminata de Emilio.

Dicen que, a expreso pedido de él, los ángeles lo dejaron en la entrada del infierno. Deseaba irse caminando hasta las mismas puertas del paraíso.



        


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Teovaldo Angel Pesce Pawlow

Como siempre, muy bueno. Feliz Año 2013.

Anónimo dijo...

Aída Ayarra

Felcidades Walter Gerardo Greulach, que sigas tan inspirado como hasta ahora- feliz 2013-

Walter G. Greulach dijo...

Mil gracias por los buenos deseos de todos los lectores de mi blog.

Espero contar con ustedes el año entrante y aqui les mando todas mis buenas ondas para que tengan un 2013 exelente.

¡Mil gracias nuevamente!