Siempre
(desde niñito) tuve una tremenda curiosidad por conocer la historia de mis
ancestros paternos. En cada ocasión que sacaba el tema a colación, mis mayores
se iban distraídamente por las ramas y terminaban aportándome poco o nada.
Llegué a pensar que ni siquiera mi padre sabía con certeza cuál era su origen.
Me había contado que mi abuelo Adolfo García nació en el sur, cerquita de
Bariloche, que administraba un hotel a orillas del Nahuel Huapi, y que allí
conoció a mi abuela Maria que trabajaba limpiando los cuartos. Que se casaron
en el 66 y en el 67 se mudaron a Rosario, donde unos meses después vino al
mundo Edgardo, mi padre. Aquí al sur de esta ciudad, en el barrio Saladillo Sud,
echamos anclas los García y hemos llevado hasta ahora una vida linda,
relativamente tranquila. De mis bisabuelos solo pude sacarle que se llamaban
Julio y Eva y que llegaron desde la madre patria, no sabe de que zona, ni
siquiera si tenían hermanos o dejaron algún otro hijo allá en su tierra.
Tecleo
estas letras en mi laptop, protegido por las penumbras de la habitación. Han
pasado dos días desde la revelación y aun mi espíritu se sacude henchido de
culpa y vergüenza. ¡Como si yo, mi padre o mi abuelo tuviésemos la culpa de
algo! Creo, es más estoy seguro, que nadie leerá estas líneas jamás. Este
testimonio irá derecho a la lata que haré desaparecer por el mismo hueco del
que nunca debió haber salido. Una lata que me reveló la podredumbre que corre
por mis venas. Mantendré el doloroso silencio de los míos, que más me queda.
Es
extraño, afuera llueve a rabiar y aunque los cristales están empañados, puedo
ver la luna llena apoyada en una esquina de la ventana. Un lunón hermoso,
intimidante, como el pasado que me asfixia y me obliga a descargar mis
sentimientos en una hoja de cuaderno.
Me llamo Luis Adolfo García,
tengo diecisiete y curso el último año de la Roque Sáenz Peña. Una mañana de
agosto del 2012, en una de sus aulas (maldigo el momento, extraño la
tranquilidad que conllevaba mi ignorancia) la profe de relaciones humanas
incentivó, aun mas, mi curiosidad. Ante mi expuesta afición por los árboles
genealógicos, me prometió que aprobaría con creces su materia, si hacia una
buena exposición (frente a la clase) del árbol de los García, debía tenerla
terminada a más tardar a fines de octubre. No estaba dispuesto a abrir ni un
libro en las vacaciones y se me presentaba la oportunidad de sacar la única
clase que me estaba dando dolores de cabeza, así que acepté inmediatamente y me
puse manos a la obra.
Mi
trabajo de investigación no alegró mucho a mis progenitores, por el contrario
trataron, principalmente mi padre, de disuadirme, proponiéndome tópicos
alternativos mucho menos seductores. Mientras más se oponían, más me
entusiasmaba. ¿Cuál era el secreto de los García? ¿Por qué mi viejo decía saber
tan poco de sus abuelos? ¿Conocía la historia, o también se la habían negado a
él? ¿Qué escondía esa familia que arribó de España, o por lo menos eso me
habían dicho, a mediados de los cuarenta escapándole a un país destruido por
una guerra civil? Entonces por un instante me hacia la película sobre algún
extraordinario y prohibido antepasado, más al momento pensaba que quizá solo
fuese desinformación y apatía por parte de mi padre.
Con el
apellido Pistoini no tuve problemas, provenían de Catanzaro, en el viejo reino
de Nápoles, mi abuelo materno aún vive y me proveyó de toda la información
necesaria, pude remontarme hasta ocho generaciones sin mucho inconveniente. Por
ese lado el árbol familiar lucia verde con ramas frondosas de datos. Completé
también la línea de mi abuela materna y de la paterna sin ningún inconveniente.
Cuando lograba extenderme hasta cinco generaciones quedaba más que satisfecho.
Por el
lado de los García, el árbol lucia raquítico, con un solo tronco y sin ramas,
por lo menos hasta donde yo alcanzaba a verlo. Por centésima vez apunté los
cañones hacia el mayor ser viviente de nuestra dinastía, Edgardo, mi papá.
Nuestra familia es prodiga en hijos únicos. Mi abuelo, mi viejo y yo reunimos
ese calificativo
Aproveché
la noche del sábado pasado, estaba sentado en el living viendo boxeo en la tele
y se veía de muy buen humor. Saqué dos Quilmes de la heladera y le ofrecí una a
él.
—Papi,
—le dije luego de saborear las primeras burbujas— ¿no te dejó el abuelo, allá
en Bariloche, algunas fotos, cartas, documentos o lo que fuera, en la que
hubiese información de nuestros ancestros en España? Algo debe haber
sobrevivido, ¿no? Todos vivieron en la misma casa a la orilla del lago, es poco
creíble que no haya nada. ¿Ni un papelito que diga algo de los bisabuelos
quedó?
Se le
esfumó la alegría del rostro y con ceño aburrido me miró de reojo.
—¡Vuelve
la burra al trigo! ¡Mira que sos pesado Dolfi! Si supiera algo te lo diría. Tu
abuelo nunca quiso hablar de sus padres, vaya a saber porque, y pese a que me
mataba la curiosidad, respeté su decisión y punto. No es bueno escarbar en un
pasado que por alguna poderosa razón ha sido sepultado para siempre. Por
nuestro bien te lo ruego ¡no jodas más!, inventale algo a tu profe y punto
final. Total nadie va a corroborar de donde provienen estos insignificantes
García, ¿no? Ahora déjate de romper los huevos y vamos a ver esta pelea que
promete estar buenísima. No pierdas más tiempo en esas pelotudeces mi querido.
Me quedé estudiándolo por
unos segundos. No eran ningunas pelotudeces, protesté en mi interior. Allí supe
con certeza que mentía. Mi padre ocultaba un secreto inconfesable, que por
alguna circunstancia estigmatizaba a los García. Podría haber acatado su orden
y olvidado todo aquello, pero el bichito de la curiosidad tejía su nido expandiendo sus dominios y ya no podría conciliar
el sueño hasta no averiguar la verdad.
No veo la luna, el aguacero
ha parado y solo el crujir del gomero que cubre el techo de mi dormitorio me
acompaña. Rosario agoniza en las veredas sucias de humedad. Me abate una sensación
de tristeza y de abandono. La verdad resultó al final ser mil veces más dañina
que la mentira.
El domingo mis viejos se
fueron a lo de unos amigos, me quedé en casa con la excusa de que tendría un
partido al vóley en la escuela. La idea era zarandear todo, buscar hasta en el
lugar más recóndito. Algo debía existir. En el galpón había dos baúles y unas
cuantas cajas con porquerías viejas traídas del sur, que rara vez se tocaban y
a las cuales yo ya había revisado con anterioridad. Me esperancé con la idea de
que quizás se me hubiese escapado algo.
Recuerdo
que llovía, como casi siempre en esta ciudad, y se había levantado un fuerte
viento que estremecía la lata de la puerta del garaje, creando un ambiente
fantasmagórico. Estaba nublado, diríamos que bastante oscuro para la hora del día.
Pasadas las doce, comí algo y comencé a revolver el contenido sureño. Todo era
sobre mis abuelos. El hotel, la parentela de María, los amigos, los huéspedes
distinguidos. Nada sobre los bisa. Revisando las fechas con cuidado, llegué a
la conclusión que todo comenzaba a fines de los años cincuenta, con Adolfo
García adolescente y sus padres ya fallecidos. Antes de eso… el agujero negro.
Después
de acomodar todo en el mismo orden, mi padre se enfermaría si se enteraba que
había andado chismeando, me levanté fastidiado dispuesto a falsear de una vez
la historia familiar para completar mi trabajo investigativo. Fue en ese
preciso momento cuando descubrí el reflejo tras el pequeño hueco en el mosaico
de la esquina, bajo el armario de las herramientas. Había puesto el velador
apuntando para ese lado y eso me permitió percibir el leve fulgor metálico.
Pegué un salto excitadísimo y corrí a buscar un escoplo y un martillo con los
que despegué el pedazo restante de mosaico. Había un generoso vacío en la base
de la pared y adentro se encontraba una viejísima caja de lata, chata y
alargada, como de chocolates o galletitas.
Aspiré
profundamente, intuyendo que me aproximaba a la resolución del enigma, a la
rama que le faltaba a nuestro árbol. En su interior había decenas de fotos y
una especie de diario escrito en un idioma que no reconocí inmediatamente. La
cerré con cariño y volví a colocar el mosaico en su lugar, trabándolo con
cuidado para que nadie descubriese mi maniobra. Luego me llevé esa caja de
Pandora para analizarla meticulosamente en mi dormitorio. Al fin conocería el
origen de la sangre que irrigaba mi cuerpo.
Me tomó
unos cinco minutos aceptar la monstruosidad que me enseñaban mis ojos. Al
principio el rostro que aparecía en la mayoría de las fotos me lucia muy
familiar, quizá por el parecido a mi abuelo, pensé al principio. Pero no, había
algo más, algo que me producía un tremendo desasosiego, erizando los bellos de
mis antebrazos y acelerando las palpitaciones de mi corazón.
Ese
hombre, mi bisabuelo, el supuesto Julio García, el que salía en las fotografías abrazado o
besando a su esposa Eva y su hijo Adolfito. Ese hombre era (como lo corroboré
al descubrir su firma al final del diario), y me tiembla la mano al aproximarme
a su nombre, el peor asesino en la historia de la humanidad… un tal Adolf
Hitler.
4 comentarios:
Mirtha Varas
Walter, muy bueno!!! como siempre, todas tus cosas me llegan hondo...
Mari Gio
muy bueno Walter !! Como siempre tus relatos me encantan !!! Gracias por permitirnos leerlos !!un abrazo ..
Madre mía, Walter, que buen relato; he ido leyendo, cada vez con más ganas de llegar al final, de saber...., pero no imaginé uno como este.
Muy bueno, sí¡¡¡¡, y me gustó mucho, como siempre, :)
Espero que el año nuevo te esté tratando bien, amigo mío.
Mis mejores deseos para todos tus días.
Abrazos enormes.
Ío
Vimon (de Falsaria)
Muy buen relato. Muy interesante y muy bien llevado, para mantener el suspenso hasta el final. Saludos y mi voto.
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