Cortaba ramas secas de los helechos que colgaban bajo el
balcón del frente de casa cuando lo vi. Había llovido durante la siesta
(siempre garúa sobre New Orleans) y tres horas después, el sol levantaba
vapores asesinos que a punto estaban de tronchar mi espíritu jardinero. Apoyé
la tijerita de podar sobre el borde de la escalera y bajé un par de peldaños
buscando una vista mejor. Pese a los veinticinco años transcurridos, reconocí
al instante el andar cansino, la figura encorvada. Debía haber bajado del trolebús
en St. Charles y venia caminando por Lousiana Avenue con un pequeño bolso
colgando de su mano derecha. Moví la cabeza sin poder escapar del asombro y
salí trotando a su encuentro.
Estaba más gordo y pelado, el escaso cabello, recién recortado, lucia teñido de canas. Sus hundidos ojos resaltaban el narizón de siempre.
Nos fundimos en un abrazo, fuerte y sentido el mío, el suyo frio y lejano, casi obligado.
— ¡Pablo, hermanito del alma, que alegría verte! —exclamé sin retirarle los brazos de la espalda. ¿Por qué carajo no avisaste que venias?, te hubiésemos ido a buscar al aeropuerto.
Estaba más gordo y pelado, el escaso cabello, recién recortado, lucia teñido de canas. Sus hundidos ojos resaltaban el narizón de siempre.
Nos fundimos en un abrazo, fuerte y sentido el mío, el suyo frio y lejano, casi obligado.
— ¡Pablo, hermanito del alma, que alegría verte! —exclamé sin retirarle los brazos de la espalda. ¿Por qué carajo no avisaste que venias?, te hubiésemos ido a buscar al aeropuerto.