8/6/15

Un reencuentro en New Orleans

 Un reencuentro en New Orleans


Cortaba ramas secas de los helechos que colgaban bajo el balcón del frente de casa cuando lo vi. Había llovido durante la siesta (siempre garúa sobre New Orleans) y tres horas después, el sol levantaba vapores asesinos que a punto estaban de tronchar mi espíritu jardinero. Apoyé la tijerita de podar sobre el borde de la escalera y bajé un par de peldaños buscando una vista mejor. Pese a los veinticinco años transcurridos, reconocí al instante el andar cansino, la figura encorvada. Debía haber bajado del trolebús en St. Charles y venia caminando por Lousiana Avenue con un pequeño bolso colgando de su mano derecha. Moví la cabeza sin poder escapar del asombro y salí trotando a su encuentro.

          Estaba más gordo y pelado, el escaso cabello, recién recortado, lucia teñido de canas. Sus hundidos ojos resaltaban el narizón de siempre.

           Nos fundimos en un abrazo, fuerte y sentido el mío, el suyo frio y lejano, casi obligado.

            — ¡Pablo, hermanito del alma, que alegría verte! —exclamé sin retirarle los brazos de la espalda.  ¿Por qué carajo no avisaste que venias?, te hubiésemos ido a buscar al aeropuerto.


          —No quería molestarlos, ya me instalé en un hotelucho a cuadra y media de Cannal Street, solo quería pasar un rato a verte —dijo fríamente, con los ojos clavados en mis canteros con flores. Era como si le incomodara el estar allí.

          — ¿Qué ha sido de tu vida viejo? ¿Qué haces en Estados Unidos, de vacaciones, o qué? ¿Cuándo llegaste? ¿Me hubieses mandado un correo electrónico o u mensaje en Facebook por lo menos? ¿Viniste solo?



           Con esos ojos miel, tímidos y tristes, que tan bien conocía, me estudió por unos segundos mientras parecía meditar la respuesta como intimidado por la metralla de preguntas.

             —De verdad… ni yo sé que hago acá. La cosa allá no está para nada fácil. Me quedé sin laburo tiempo atrás y llevo meses sin encontrar uno. Me estaba consumiendo los pocos ahorros que tengo, así que me la jugué y vine. Aunque con casi cincuenta pirulos, creo que no fue una buena decisión —dijo con voz entrecortada.

             —No te preocupes Pablito, todo va a salir bien. Estamos para darte una mano con cualquier cosa. Quedate a cenar, así conoces a Florencia y los chicos, están por llegar. Además tenemos tantas cosas para contarnos. Dos décadas y media sin vernos… una eternidad —agregué mientras entrabamos a casa y lo invitaba a sentarse en uno de los sillones del living con la idea de ir a buscar un par de cervecitas y algo para picar.

          Hizo dos pasos para atrás y me miró confundido como si se hubiese acordado de algo terrible.

           —No… no gracias tengo cosas que hacer, quizás en otra oportunidad, solo quería pasar a saludarte —dijo tendiéndome su blanda mano.

           Sorprendido, lo acompañé hasta la calle, reiterándole mi invitación. Ni siquiera me contestó. Bajó la mirada y me dio la espalda a la vez que musitaba: —¡Qué humedad de mierda hay en esta ciudad.

          Pablo había sido siempre una persona difícil, introvertida, casi huraña. Tras seis años en que compartimos techo, mientras estudiábamos en la universidad, creí llegar a conocerlo muy bien y hasta (por aquella fecha) se convirtió en mi mejor amigo. Pero ahora estaba más raro que nunca, era un ser extraño, inquietante, loco de bola podríamos decir.

            Su pesada silueta se perdió por la avenida, tuve que esforzar la vista para ubicarlo minutos después en la esquina de St. Charles, en la parada del Trolley. Lloviznaba otra vez, y la noche descendía barriendo las sombras de Faubourg Deassize. El barrio lucia desierto aquel domingo de agosto del 99 y yo, lejos de alegrarme por la llegada de mi viejo amigo, me encontraba desconcertado por su insólito comportamiento, choqueado de una forma tal que, media hora después, cuando mi mujer me tocó con vehemencia la bocina, aun me encontraba estático y mojado en el medio de la vereda.



          Más tarde, a la hora de la cena, le relaté a mi esposa lo acontecido. La linda noche animaba confidencias y después de acostar a los chicos salimos al balcón con dos cafecitos en las manos abandonándonos en las reposeras.


         —En lo poco que lo vi me pareció bastante retraído, un poco perdido, como si no encontrase un rumbo a su vida —acotó la sanjuanina recordando las tres veces que se cruzó con él en San Luis cuando, aun de novios, solía irme a visitar.


          —Imaginate que ya en esa época le decíamos Pablito el ermitaño. Parece que no cambió mucho en todo este tiempo, más bien empeoró —subrayé sintiendo pena por mi ex mejor amigo, alguien por el cual había sentido gran aprecio en mis años mozos.


          —Vos me contaste que por más de dos décadas no supiste nada de él, como si la tierra se lo hubiera morfado, y de repente, un año atrás, te mandó una invitación de amistad por Facebook, pero luego no te contestó ni un mensaje. ¿Habrá seguido viviendo en San Luis tras nuestra salida al exterior? —preguntó Florencia a la vez que se levantaba y sacudía el toldo que lucía pandeado por el agua de lluvia.


          —Por aquellos lejanos años lo telefoneé desde Alemania, me contestó las primeras dos o tres llamadas. También le escribí y nada. En el noventa y tres supe por un amigo compartido que abandonó su departamento y ya nadie lo volvió a ver por la capital puntana. ¿Te acordás que me comuniqué con sus padres una navidad y me dijeron que se había mudado a Bahía Blanca, que sabían poco de su vida? Como que no me dieron mucha bola —agregué mientras me servía otro café y aprovechaba para inclinarme sobre la baranda para apreciar el cielo. Conté nueve estrellas. En una noche así, tan despejada, se hubiesen visto millones en mi Valle grande natal.

          — ¿Qué pensás hacer? —inquirió la cuyana y se acercó abrazándome por detrás y apoyando su mentón en mi cabeza.

          —Ni idea, me gustaría ayudarlo a que se acomode y consiga algún laburo, si es que es eso a lo que vino, porque todavía no me he enterado. ¿Sabés que cuando estudiábamos en la facu, unas cuantas veces me sacó de apuros económicos? Sus padres eran más pudientes que los míos. Además, pese a todos sus traumas, todos tenemos los nuestros ¿no?, es mi amigo y compartimos buenos momentos—dije acordándome más que nada de las truqueadas y de las inolvidables peñas.


          —Pero… ¿qué quería, a que vino? ¿Solo a saludarte? ¿Porque desapareció tan pronto? No te dejó ni siquiera una dirección, un teléfono donde ubicarlo —preguntó frunciendo el ceño intrigada.


En ese momento me acordé del bolsito y mi mente lo visualizó alejándose de casa con las manos vacías.

Serian alrededor de las veintidós treinta cuando me senté junto a la mesa de la cocina dispuesto a revisar el misterioso equipaje.

El bolso resultó ser una caja de pandora. Cualquier cosa podía salir de allí adentro. Entre otras inutilidades se encontraban: Un par de auriculares rotos. Un libro de Coelho con la mitad de las páginas arrancadas. Un puñado de tickets del subte de Buenos Aires. Una caja de condones que parecía tener varias unidades… ¿usadas? Un despertador a cuerda. Una tarjeta de biblioteca… ¿del servicio penitenciario nacional? El pasaje de Lan Chile junto al pasaporte y el D.N.I. ¡Ahh! y por suerte la llave magnética del hotel donde estaba Pablo alojado.

          Conocíamos bien el Quality Inn & Suites ubicado sobre O Keefe Avenue, en pleno down town. En ese sucucho nos habíamos alojado con Florencia en nuestro primer viaje a Loussiana, quince años atrás, cuando aún vivíamos en Frankfurt y solo teníamos a Lucy nuestra hija mayor. Las cucarachas nos corrieron al tercer día, eran tan grande que mi hija al verlas creyó que se trataban de tortuguitas. En aquel viaje nos enamoramos de la capital del jazz y año y medio más tarde ya estábamos instalados en New Orleans.

          Metí todo tan revuelto como estaba, Fabiana se lavaba los dientes y me rogó que apagara las luces, chequeara las puertas y me fuese a acostar. Antes de levantarme, mire con curiosidad la caja de condones que estaba en una esquina del bolso y en eso descubrí una especie de doble fondo, pegado con velcro.

          —Con razón pesaba tanto —musité asombrado mientras lo despegaba. Su contenido me dejo estupefacto.

          Dos hermosos cuchillos y una daga, que cortaban con solo mirarlos. Con manos temblorosas puse todo en su sitio y guardé el bolsito en la parte de abajo de la pileta de lavar los platos.

          —Siempre le gustó cocinar —me dije para serenarme. Acordándome del tiempo en que había hecho un curso de chef y disfrutaba preparando comidas en nuestro apartamento de estudiantes.


          Apenas acostados, le comenté el descubrimiento a mi esposa y el frio silencio que reinó por un par de minutos solo fue cortado por su carraspeo. Antes de darme la espalda para intentar dormirse me dijo:


          — ¿No será un asesino en serie tu amiguito el Pablo che?

          Cuatro horas pasadas la medianoche tenía los ojos como un par de huevos fritos… Continúa prontito…

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