19/7/15

MAXIMILIANO




La impúdica luna se exhibía descarada con más estrellas que de costumbre. El reciente apagón en gran parte del país favorecía su bacanal nocturno. Enormes cactus alineados al costado del polvoriento camino parecían soldados de un silente ejército preparando su ofensiva.

Apenas terminaba de trabajar en la estación de servicio y retornaba caminando lentamente. No había sido una jornada normal y monótona como tantas pasadas. Lo que acababa de encontrar, y llevaba celosamente guardado en el bolsillo me tenía bastante animado.

Cuando cambié de dirección adentrándome en el escarpado atajo bordeado por aloes, me llegó claro el sonido de las olas en su eterno ataque a las rocas. El olor a algas mezclado con el de la sal y la húmeda arena me obligó a respirar profundo. Amaba ese aroma, me traía imágenes de distintas playas en diferentes épocas.

Como a medio kilómetro del cunucu, no aguanté más y me senté sobre una enorme roca que solitaria vigilaba la costa centro este de la isla. Miré con admiración la piedra azul engarzada en un anillo de… ¿oro? La luz lunar producía rojizas fulguraciones en su pulida superficie. Alcé mi mano y lo moví de izquierda a derecha buscando arrancarle nuevos reflejos. Entonces por un instante, me pareció observar un fino hilo luminoso que se elevaba perdiéndose en el negro infinito. Fue algo casi invisible, que se repetía cada vez que la sortija apuntaba a determinada parte del cielo. Lo que más me intrigó fue el delicioso escalofrío que estremeció mi cuerpo en aquel momento.


Entre sorprendido y asustado guardé la piedra y transité al trote los últimos metros de mi recorrido.

En los días siguientes me quedó poco tiempo para acordarme del anillo. Lo dejé casi olvidado en el viejo estuche de un reloj barato. Mi primer hijo estaba por nacer y esa semana y media anterior al parto fue súper traqueteada. Una complicación en el embarazo me tuvo anclado al hospital, bien lejos de la gasolinera.

Un turno doble de dieciséis horas me estaba esperando el lunes, lindo debut para el flamante padre. Con la idea de devolver la alhaja a su dueño, la metí en el bolsillo trasero de mi mameluco de trabajo.

La tarde estuvo muerta. Después de las festividades de pascuas, los lugareños se relajan y descansan. Es para mí la época más tranquila del año. Poco trabajo pero también pocas propinas. Esto último era preocupante pues los gastos extras que traía el heredero, me tenían al borde del colapso financiero. En síntesis lo único destacable de aquella jornada vespertina, fue el endemoniado viento arubeño. Me arrancó un puñado de billetes de la mano, lanzándolos al medio de la ruta. Dos sapos verdes de cien florines se esfumaron por el aire. Me llevaría tres días recuperar lo volado.

Serian como las tres treinta de la madrugada. La luna llena alumbraba el denso manto de nubes, dándole al firmamento un color gris blanquecino. Si no fuera que me encontraba en pleno Caribe, hubiese creído que se aproximaba una tormenta de nieve. Tirado sobre unos cartones, al lado de la única bomba habilitada, mantenía la pierna derecha enredada en la manguera. Una forma práctica de asegurarme que nadie cargase nafta mientras me echaba un sueñito. Hasta las siete de la mañana no habría otro trabajador en la estación y el tedio se volvía insoportable.

El ruido del compresor de aire me despertó, abrí con pereza los ojos y lo vi. Su encorvada silueta se recortaba sobre el pálido horizonte. Inflaba, con excesiva dedicación, las gomas de su bicicleta. Me pregunté qué haría Betico a esa hora por allí. Era el vagabundo más conocido del barrio de Santa Cruz. Lo conocí mi primer día de trabajo, como dos años y medio atrás. Había sido un prestigioso ingeniero hidráulico que vivió en los setenta y parte de los ochenta en la lejana Ámsterdam. Tras morir su esposa y dos hijos en un accidente aéreo, volvió a Aruba. Aquí encontró en el alcohol el sedante perfecto para su hondo dolor. Totalmente inofensivo, se acercaba casi todos los días a limosnear a la gasolinera. Cuando le decíamos que se tenía que retirar pues su mal aspecto ahuyentaba los clientes, lo hacía sin protestar. A veces, si la jornada había sido provechosa, le dábamos algunos florines. Otras, se marchaba con los restos de nuestras meriendas.

Se venía produciendo en los meses pasados, para alegría de quienes lo apreciábamos, un cambio positivo en la otrora miserable vida de Betico. Estaba bien aseado, mantenía su frondosa barba blanca pulcramente recortada. Las ropas, modestas como siempre, lucían limpias y remendadas. Aparecía muy de vez en cuando para inflar su bicicleta. Ya no mendigaba y había conseguido una changa en el asilo de chollers en Dakota. Su mirada, antes turbia y perdida, era ahora clara y profunda.

Acababa de perder bastante dinero, me sentía deprimido y ni intenté levantarme. Lo observé con curiosidad, escondido tras la bomba. El hombre trataba de localizar algo con desesperación, detrás del área del compresor y la aspiradora. Me llevó segundos adivinar lo que era. Allí mismo, dos semanas antes, había encontrado yo la extraña piedra azul. Sentí pena por él, parecía preocupado. Si hasta creí oír sus lamentaciones. Tentado estuve de acercarme y devolverle su preciada pertenencia. El recuerdo de la dulce energía recorriendo mis huesos, aquella noche en Kadushi Largo, abortó mi honesto cometido.

Por seis madrugadas espié a Betico en su ritual de búsqueda infructuosa. Siempre a la misma hora. Por ratos se ponía en cuatro patas y acercaba su rostro a veinte centímetros del piso, palpando con sus manos cualquier objeto que estuviese a su alcance.

Yo por mi lado, a las doce, cuando quedaba solo y el cielo estaba despejado, alzaba mi mano al cielo anhelando el sutil reflejo. Al final desistí, pensando que lo sucedido había sido solo una ilusión sensorial producida por una mente estresada.
El domingo siguiente, a las cuatro menos diez, una insignificante llovizna amenazaba con transmutarse en chaparrón. Un grupo de libélulas se refugiaban bajo la gran pantalla de la luz del alumbrado público. Sentado sobre la base de cemento de la aspiradora, con la frente hundida en su antebrazo, Betico sollozaba lastimeramente. El sonido aquel pulverizó mis sucios propósitos de quedarme con la piedra color mar profundo.

—Hola Betico ——le dije apoyando mi mano derecha sobre su espalda doblada. —  ¿Puedo ayudarte en algo?

Al comienzo, se sobresaltó un poco. Luego al reconocerme, suavizó su expresión de desconsuelo y esbozó una tibia sonrisa.

—¿Cómo andas Diego? Perdona esta patética escena, pero estoy desesperado  —exclamó mientras unía sus manos elevándolas al infinito, como implorando una respuesta.

—¿Puedo ayudarte? —repetí, sintiendo mi voz entrecortarse. Si había algo que no soportaba, era ver a una persona mayor llorando.

—He perdido algo invalorable, de lo cual depende mi propia vida —susurró compungido. Sus palabras me sonaron dramáticas y exageradas.

— ¿Qué es?

——Un hermoso anillo que mi mujer me regaló —cortó la frase y se quedó unos segundos como dudando continuar la historia. Me enfocó con sus grandes ojos color miel y como más relajado agrego: —No tiene sentido mentirte, si en unas horas ya ni existiré. No intentaré convencerte, sé que no creerás una palabra de lo que voy a contarte. Es mas no me interesa, solo necesito que alguien sepa de mi antes de evaporarme.

— ¿Evaporarte? No entiendo de qué diablos estás hablando —dije confundido.

——Soy un ente de luz Diego —acotó, como si nada. Haciéndome una seña para que me acomodara a su lado— y he perdido contacto con mi mundo.

— ¡Otro más! — pensé aburrido. Últimamente había escuchado bastante sobre estos supuestos seres lumínicos. Más que nada desvariados relatos que me llegaban por boca de Elsa, una conocida argentina. Trataba de evitarla de cualquier forma, pues solía ponerse pesadísima con sus huevadas místicas.

— ¿Qué carajos decís? —exclamé rudamente como queriendo darle un corte a aquella conversación sin sentido

—Te la hago corta Diego, antes de que me mandes a la mierda por loco. En un lugar del espacio, en un sitio tan remoto que no entra en tu imaginación, existe la civilización más avanzada del universo. Un inmenso planeta compuesto por trillones de células energéticas, girando en torno de un núcleo central. Autónomas, pero perfectamente coordinadas. Somos puro espíritu, el desarrollo máximo aspirable por una especie viviente. Hace cientos de miles de años nos desprendimos de cualquier dependencia material o corpórea, o casi —finalizó diciendo con inocultable orgullo.

A punto estuve de marcharme y dejar al chalado ese llorando solo, pero vislumbré un excelente argumento para uno de mis relatos. Desde niño me encantaba escribir y si todo iba bien, en uno o dos años estaría publicando mi primer libro de cuentos. Trataría pues de sacarle hasta la última gota de jugo a la prodigiosa inventiva del nuevo Betico.

—Y si no requieren de un cuerpo, ¿Qué es lo que tengo enfrente mío? —pregunté divertido, con evidente sarcasmo.

—Dije casi, y allí voy ahora —exclamó, feliz de haber captado al fin mi atención. —— Toda energía necesita recargarse o con el tiempo desaparece. Es entonces donde entran en juego las pasantías, por nombrarlo en un término humano. Todos los entes lumínicos estamos obligados, cada veinte años de los tuyos, a recolectar carga en alguno de los incontables planetas con especies inferiores.

— ¿Cómo la tierra?

—Exactamente. Nos establecemos por unos meses y construimos un amplio campo de energía positiva.

— ¿Cómo consiguen crear el campo este? —indagué más interesado que nunca.

—Usamos el cuerpo de una criatura inteligente, el cual se transforma en un guía, un líder. A través de distintas actividades, de las que ustedes llaman “por amor al prójimo”, vamos elaborando un tejido denso de espiritualidad positiva. Se me hace muy difícil explicártelo Diego, son cosas incomprensibles para la simple mente humana.

—Solo entiendo —dije fingiendo un creciente enojo— que con su accionar parasito, fagocitan la bondad y el amor cuando empiezan a surgir en algún lugar del planeta —le recriminé, como echándole la culpa de todos los males de la humanidad.

—Ustedes están construyendo solos un pavoroso futuro. Nosotros actuamos limitada y esporádicamente. Es mucho más lo que aportamos, que lo que tomamos. Tratamos de no afectar negativamente en el desarrollo de las civilizaciones.

— ¿Tratamos?

—Si, en contadas ocasiones no nos ha salido tan bien. Te cuento —dijo entusiasmadísimo, hasta parecía haberse olvidado del anillo azul —al obtener la carga precisa, el ente se libera del cuerpo y regresa a nuestro planeta con toda la nueva energía. Es imprescindible que el ser lumínico realice este desprendimiento para poder volver. Hay quienes deciden quedarse un tiempo más prolongado, sin el consentimiento del núcleo central. Es como si se encariñaran con la vida en estos primitivos astros.

— ¿Hubo casos famosos en la tierra? —le pregunté, sabiendo de antemano a quienes me nombraría.

—Zoroastro, Mahoma, Jesús, Leonardo da Vinci, Nostradamus, Mahatma Gandhi, la madre Teresa de Calcuta, Martín Luther King, no sé si me olvido alguno, no son muchos.

—El Dalai Lama, Nelson Mandela, el papa Juan Pablo II, Maradona —agregué, cada vez más divertido.

—No, esos son productos humanos genuinos.

— ¿Entonces?  No encuentro nada malo en las personas ejemplares que me mencionaste.

—Hay uno del que no te hablé, construyó un campo espiritual tan negativo que al regresar, a punto estuvo de desestabilizar la perfecta armonía de nuestro sistema.

—¿?

—No sé si te suena el nombre. Adolf Hitler.

— ¿Hitler fue un ser de luz?

—Se descarrió totalmente, se volvió adicto a la mala energía. Solo al morir el cuerpo que había tomado pudimos recuperar al diabólico ente.

— ¿Qué pasó con él?

—Fue evaporado  —dijo tranquilamente, como si yo tuviera idea de que carajos estaba hablando.

— ¡Otra vez con lo mismo! Me podes explicar que es eso.

—Se lo desconecta de la fuente central y se lo deja morir.

En aquel momento pensé que ya tenía más que suficiente para una buena historia. Comenzaba a cansarme de escuchar tantos disparates juntos. Me incorporé, palmeándole el hombro en señal de despedida y deseándole suerte. Ya me estaba marchando cuando me acordé de la enigmática piedra azul.

— ¿Y el anillo Betico? ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—Creí que te ibas y no podría contarte lo principal —dijo el curioso individuo y suspiró aliviado. —El anillo es la puerta Diego, el contacto, la fuente. Sin él no puedo volver a mi mundo, ni entregar la carga acumulada.

Su mirada volvió a vidriarse y dos grandes lagrimones surcaron las mejillas del curtido rostro.

— ¿Tanto adelanto y no tienen un mecanismo para rastrearlo cuando se les pierde? —le pregunté. Su llanto me obligó a atemperar el tono irónico.

—Después de un corto tiempo en que la piedra mantiene una mínima energía, se desconecta automáticamente. Es una cuestión de seguridad —terminó la frase inhalando aire con fuerza.

— ¿Cómo es eso?

—Si el anillo estuviese conectado y por ejemplo vos te lo pusieses, tu espíritu y el de los más de seis mil millones de terráqueos seria engullido de un toque y mandado a nuestro mundo. ¿Te parece una razón suficiente para que esté desactivado?

—Resumiendo… ¿Qué puede pasarte sin él?

—En contadas horas me convertiré en un evaporado más. Hay miles de casos en nuestra historia. Idiotas descuidados que terminan así su existencia. —agregó resignado.

— ¡Pobre loco!, está delirando”, pensé con lastima. Más le convendría volver a la bebida y ser el vagabundo perdido y mudo que conocí no hace mucho tiempo.

—Sabes Diego que en mi círculo familiar, allá lejos, tengo doscientos cincuenta mil hijos —musitó, con la ternura pintada en el rostro.

— ¡No me jodas, esto ya es demasiado! —me dije con cierto grado de fastidio y exclamé socarronamente: —Entecitos lumínicos… ¡Que hermosos! ¿Y la mamá?

—Somos diez mil padres, sin sexo. Afecto y cariño es lo que nos sobra. No te imaginas como los extraño. No volveré a verlos nunca más —sollozó afligido.

No sé por qué lo hice, si estaba convencido que el anillo lo había robado en algún lugar y a mi realmente me gustaba mucho. La cuestión es que se lo puse en la mano y nos dimos un fuerte abrazo. Me agradeció más de mil veces. Había empezado a llover con ganas y sin embargo no nos movimos de allí como por tres minutos. Les juro que por ese lapso sentí el mismo estremecimiento de la primera noche.

Al despedirse, me dio un cariñoso beso en la frente y dijo pletórico de dicha: Me marcho en dos días Diego. En veinte años aplicaré para otra pasantía en la tierra y volveremos a vernos, te lo prometo.
— ¿Será en Aruba? —pregunté por compromiso.

—Ya no estarás viviendo aquí, te encontraré más al norte.

— ¡Mierda!, también es adivino —exclamé para mis adentros mientras lo veía alejarse con su bicicleta al lado. — ¡Buen viaje Betico! Que todo te vaya bien —grité con fuerza y el buen augurio esta vez sí fue sincero.

—Gracias. Buena suerte para vos también y llamame Maximiliano, es el nombre de este planeta que más me gusta.

 El rojo sol estallaba sobre el pequeño caserío tras la estación. Una bandada de pelícanos se dirigía al puerto buscando los primeros pescados del día. El agua dejo de caer en el mismo momento en que me refugié bajo el alto techo de zinc. Me acerqué a mi bomba, estirando con dificultad mis mojados y entumecidos huesos. Largué una puteada al viento al descubrir que un oportunista había puesto veinticinco florines de nafta en su tanque… y yo ni enterado.

No importa, —me dije sonriendo- la historia de Betico valdrá más en unos años cuando la publique.


Continuará prontito...


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