No resultaba fácil tomar la decisión de largarlo todo y marcharse a Londres. Atornillado a la barra del Red Shoes y tras el cuarto vaso de Old Grand Dad, el hombre se sentía más cerca de hacerlo. Aquel martes de enero a mediados de los setenta nevaba sobre Leicester y Stuart Sharp era el último cliente en la taberna enclavada en los suburbios.
Se había convertido en un asiduo concurrente del lugar en los meses pasados y si ya no era un alcohólico, debía estar muy próximo a graduarse. Bajó los parpados y tarareó la melodía. Sus ojos, como pasaba desde la primera vez, se atiborraron de lágrimas. El trago de whisky le supo amargo, se le quedó atascado en la garganta obligándolo a carraspear con fuerza. En ese instante asumió que su momento había llegado, la espera le estaba resultando insoportable. A primeras horas de la mañana armaría la valija y en su desvencijado Ford partiría hacia la capital.
Su actitud era imperdonable, por demás insensible y egoísta, pero su misión todo lo justificaba. Se iba dejando a su esposa Jo y a sus hijitas Emma y Kate, con la promesa de que si nada pasaba en seis meses regresaría. Ellas habían sido la razón de su demora, pero ya no más, le dolía en el alma pero debía hacerlo.
Stuart miró el reloj de plástico rojo que promocionaba a Jean Bean, le indicaba las tres menos cuarto. Luego posó la vista sobre el bartender, estudiando su actitud. Willy aun no tenía esa pose de “borracho del diablo ya te tener que pirar de aquí”. Sumergió la mirada en el líquido ámbar que tanto lo reconfortaba y suspiró complacido volviendo a reflexionar sobre los hechos pasados.
Siempre fue un ateo irredimible. Ni, cuando niño, en aquel cruento invierno del 47 cuando vio nevar por vez primera y se le apersonaron los espíritus de Sally y su hijo James, pensó en Dios o en ángeles. Ni siquiera cruzó esa idea por su mente cuando en inviernos posteriores volvieron a atravesársele otras personas de nieve, como le gustaba llamarlas, con mensajes de paz y de amistad. Los veía más como seres de otro mundo o de otra dimensión que como representaciones celestiales. Stuart, un hermoso soñador decían sus padres. Stuart un loquito lindo, inofensivo comentaban vecinos y amigos. Entonces, ¿cómo podría explicar esta especie de designio divino que le había sido encomendado por las criaturas en el momento más cruento de su vida? Un destino imposible de cumplir si se quedaba en ese remoto vecindario de Inglaterra.
Los compases en su cabeza eran persistentes, con un carácter de urgencia que agobiaban. Desde el comienzo asumió que debería dedicar el resto de sus días a escribir la sinfonía ofrendada a través de aquel sueño, sucedido una noche después de la tragedia. Existía un nimio detalle, el talento de Stuart era nulo. En su vida había escrito o tocado una simple nota. En el plano musical era más sordo que una tapia. En algo tenía razón su mujer, cuando le machacaba sobre la insensatez del nuevo proyecto.
—Estas delirando mi amor, tenés que tratarte urgentemente por favor —repetía Jo al borde de las lágrimas.
Demencia parecía ser la única explicación para el viaje que realizaría en solo unas pocas horas.
El aguanieve dificultaba la tarea del limpia parabrisas. Se apartó de la autopista en un miradero de quien sabe que paisaje. El clima imposibilitaba la visión más allá de los dos metros. Stuart manejó casi tres horas bajo esas condiciones y estaba extenuado. Había avanzado solo a un promedio de cincuenta kilómetros por hora. Según sus cálculos le faltaban como treinta kilómetros para ingresar al gran Londres. Decidió descansar hasta que el temporal amainara. Tras correr el asiento y reclinar el respaldo suspiró largamente. Con los ojos cerrados y espoleado por la suave melodía que la radio le acercaba, los recuerdos fueron fluyendo.
Tan desesperado estaba tras la muerte de Ben, su primer hijo varón, que al principio y con su esposa al borde de la muerte en el hospital, hasta pensó en el suicidio. Entonces estos entes angelicales bajaron a sus sueños y le dedicaron la sinfonía más bella que jamás había escuchado. Uno de ellos lo tranquilizó asegurándole que su hijo se hallaba tranquilo y feliz junto a ellos. Que esa música era un homenaje que ellos le regalaban y que él debía presentarla al mundo. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Eran una realidad o solo producto de una mente desquiciada? Se preguntaba Stuart con un desasosiego que hacía temblar su cuerpo.
Al despedirse esa mañana le pidió seis meses de paciencia a su mujer. Ciento ochenta días en los que intentaría, sin saber cómo ni con la ayuda de quién, escribir la sinfonía de Ben.
Cuando entró a la gran urbe, pasado el mediodía, el tráfico era infernal. Empezó a dar vueltas y vueltas sin saber a dónde dirigirse, como si estuviese esperando instrucciones precisas de aquellos seres. Cuando la nafta se le estaba acabando, paró en el estacionamiento de una gigantesca tienda de ropa y siguió aguardando. El frio pelaba los huesos y la calefacción de su Ford andaba solo de a ratos. En un momento se planteó que carajos hacia allí, pero una fuerza inmovilizadora le impedía salir huyendo hacia Leicester.
Nada pasó, ni pasaría en los próximos diez años en que desgastaría sin rumbo las calles de Londres. Dormiría alternadamente en refugios para vagabundos o en la vereda más seca en que lo sorprendiera la noche. Nunca desistió de su insensata idea, nunca dejo de esperar instrucciones y en un espiral de decadencia humana terminó olvidándose hasta de su familia.
A principios de los ochenta Stuart ya era un habitué en las inmediaciones de los estudios de la BBC. El loco de la guitarra se sentaba por horas mendigando una moneda mientras rasgaba torpemente el instrumento. Lo consiguió en una tienda de empeño por un puñado de libras y desde entonces solo había logrado sacarle algunas notas. Comía de salteado y se bañaba muy de vez en cuanto. Aunque algo bueno le dejó su obsesión por plasmar la sinfonía. No había vuelto a beber ni una gota de alcohol por miedo a que se le enturbiara la pieza musical que albergaba su cabeza. Compró también un grabador usado y con su voz y el instrumento fue almacenando una rudimentaria melodía.
Anthony Wade se despertó cansado, le pesaban los parpados y unos pinchazos en la cien lo obligaba cada tanto a cerrar los ojos. Era otra de esas mañanas en que deseaba que se lo tragasen las sabanas para siempre. El ronquido de su esposa lo llenó de envidia. Tras observar el reloj se incorporó y comenzó a vestirse lentamente. Estaba terminando una grabación importante y no podía fallarle al equipo. Se encaminó hacia la puerta de calle, las ventanas con sus vidrios congelados le brindaban una buena excusa para quedarse. Suspiró aburrido y giró el picaporte.
No había un solo lugar libre en el frente de los estudios de grabación donde habitualmente estacionaba, probaría suerte por el frente. Aunque la sala a la que debía asistir le iba a quedar ahora exactamente del otro lado del edificio.
Refunfuñó quedamente y luego de bajar del Audi caminó con pereza comenzando a subir las escaleras que lo llevaban al lobby central. Ensimismado en sus pensamientos no vio al mendigo que recostado contra la pared acomodaba la guitarra en su falda. Le metió un rodillazo en las costillas que hasta a él le dolió. El pobre hombre quedó desparramado sobre los escalones y mientras Wade lo ayudaba a incorporarse le pidió mil y una disculpas.
—No se preocupe señor, lo importante es que ni el instrumento ni el grabador se han estropeado, porque aquí está latente mi gran secreto agregó el homeless acariciando el encordado con cariño.
Anthony le puso diez libras en el vasito y continuó su marcha. El rasgueo lo detuvo justo antes de entrar al edificio. Las simples notas poseían una dulzura inenarrable con palabras. El músico no lograba identificar la composición. Además se le hacía bien difícil porque Stuart repetía una y otra vez la misma parte acompañándolas con su alegre tararear. La puerta automática se abrió y el acogedor ambiente calefaccionado lo invitó a pasar. Sin embargo retrocedió dos pasos obligándola a cerrarse y se dirigió a la base de las escalinatas en donde el oriundo de Leicester se ubicaba.
—No conozco este tema que está interpretando mi amigo, es realmente muy lindo. ¿Cómo se llama?
—Lo he bautizado sinfonía angelical. Me fue dictada en una visión hace muchos años. Ellos se la regalaron a mi hijito Ben —dijo el sin casa a la vez que sacaba el grabador de la bolsa.
—Ellos… ¿Quiénes? —preguntó el intérprete de jazz buscando en su interlocutor algún rastro de demencia que le indicara que estaba perdiendo el tiempo.
—Seres etéreos. Ángeles o alienígenas. ¡Qué sé yo! Los llamo mi gente de nieve. Inocularon en mí esta música y me ha sido imposible desprenderme de ella. Hasta que no la escriba en su totalidad no podré dormir tranquilo. Pero me cuesta tanto pues no tengo los elementos ni la capacidad para hacerlo.
—Está loquísimo el tipo este —pensó Tony y se despidió secamente.
La puerta se abrió y por segunda ocasión un sonido volvió a inmovilizarlo. Como si una briza fresca oxigenara sus poros llenándolo de paz, optimismo, insuflándole un chorro de vida. Esa melodía que desprendía el grabador no era de este mundo. No podía ser tan dolorosamente bella.
—La
melodía es hermosa, fantástica. Veamos que se puede hacer. Algo bueno tiene que
salir de todo esto —le dijo Tony mientras le abría la puerta.
La
mujer tras saludarlos lo fulminó con la mirada. Estaba acostumbrada a las extravagancias
de su marido, pero esto ya era demasiado. Traerle un andrajoso y maloliente
homeless a almorzar, no, se le había ido la mano.
No
solo a comer se quedaría Stuart, sino que conviviría con los Wade por las
próximas siete semanas. Días en los cuales el músico extraería hasta la última
nota de la cabeza del soñador, hasta llegar a escribir, a grandes trazos, la
partitura de la sinfonía angelical. Anthony no salía de la sorpresa de como la
mente de aquel total neófito podía albergar tan excelsa creación.
—¿Y
ahora qué? —preguntó ansioso el sin casa.
—Ahora
tenemos que conseguir una orquesta que la toque y para eso necesitamos dinero
mi estimado amigo.
—Este
homenaje a mi Benji tiene que ser tocado por la filarmónica de Londres —aseveró
el barbudo a la vez que posaba sus labios sobre los manuscritos de la pieza
musical.— No voy a rebajarme a menos.
Tony
lo estudió con incredulidad, haciéndose dos pasos al costado como para
apreciarlo mejor. Aguardó esperanzado la risa del otro. Nada pasó, hablaba en
serio. La posible locura de Sharp volvía al escenario. Le propuso alternativas
lógicas para estrenar la obra, pero el sin casa se plantó firme. Sino era con
la máxima orquesta londinense, sin dudas una de las tres o cuatro mejores del
mundo, no sería con nadie.
—Entonces
querido tratá de conseguir un millón de libras. Porque no va a salirte menos de
eso el antojito. Eso si el director, por cierto muy exigente, aprueba la
sinfonía de un novato —agregó sin disimular su fastidio.— Tanto desvelo durante
casi dos meses para que ahora me salgás con esta utopía.
Totalmente
frustrado metió las hojas en un sobre y se las dio a Stuart mientras le
señalaba la puerta de salida.
—Cuando
hayas conseguido el dinero regresa —lo despidió con un dejo de ironía en la
voz, seguro de que no lo vería nunca más. El mundo acaba de perderse una
bellísima composición pensó entristecido el músico de jazz.
—No
te quepa dudas que lo haré. Mil gracias Tony, eternamente en deuda amigo mío
—acotó y luego de regalarle una reverencia, lo abrazó afectuosamente.
Anthony
Wade nunca hubiese imaginado que ese hombre afeitado y bien peinado, con traje
caro y una sonrisa blanca y refulgente era el mismo homeless que habitó su casa
diecisiete años atrás. Lo miró extrañado, tardando un par de minutos en
reconocerlo. Stuart Sharp le ponía en la palma de la mano un cheque abierto por
un millón de libras esterlinas.
Había
trabajado todo ese tiempo, veinte horas por día, en una profesión para la que
resultó estar altamente capacitado. Consultor de negocios. El empresario ingles
Danny Edgar vio un gran potencial en Stuart y lo empleó a mediados de los
noventa. Hizo muy buena plata y ahorró hasta el último centavo. El oriundo de
Leicester resultó ser un genio de las finanzas.
El
músico miraba el cheque con incredulidad. Resultaba absurdo que el vagabundo
que mendigaba enfrente de los estudios de la BBC, hubiese juntado tamaña
cantidad. El, con treinta años de carrera, no tenía ni la quinta parte
depositada en su cuenta. No solo eso, Stuart acababa de comprarse un estudio de
grabación y vivía en una hermosa mansión recién estrenada en central London.
Dos
semanas después y al borde del nuevo milenio, terminaron el demo que mostrarían
a Allan Wilson, conductor de la filarmónica de Londres. Tiritando, más de los
nervios que del frio, una mañana de abril se presentaron en su oficina del
Opera house. El tipo los observó con desconfianza. Nunca había escuchado el
nombre del compositor aquel y era poco propenso a grabar operas primas. A no
ser que viniesen altamente recomendadas. Les pidió referencias, trabajos
anteriores, algo que lo motivara a gastar su precioso tiempo en escuchar el
demo y estudiar la partitura. En un momento, agobiados por el interrogatorio,
confesaron lo increíble. La fábula de la gente de nieve y su homenaje a Ben.
El
director no pudo contener la risa. Este par de cómicos le estaban tomando el
pelo. Si no se iban en un instante tendría que llamar al guardia de seguridad.
No estaba para estupideces y menos a un par de días del comienzo de una
importante gira. No se explicaba como su secretaria le había agendado esa
entrevista sin sentido.
—Por
favor señor, escúchelo aunque sea por unos pocos segundos. Me ha tomado los
pasados veinticinco años de mi vida llegar hasta aquí. Por favor!!!! —susurró
Stuart con voz entrecortada.
Esos
ojos que le imploraban, diáfanos, sinceros, poseían una fuerza tal que
imposibilitaron la negativa del director. Ya había perdido bastante tiempo, un
par de minutos más no harían gran diferencia. Agarró el demo y tras
introducirlo en el reproductor apretó el play y se colocó los auriculares.
Con
los ojos nublados y el corazón oprimido, Alan Wilson miró por primera vez a
Sharp con respeto y le dijo:
—Si
esto es verdad y no se trata de un simple plagio, entonces solo me queda
inclinarme ante usted mister Sharp. Su obra es una pieza magistral, única —acotó mientras repasaba ávidamente la
partitura.— Aunque debo confesarles que mi mente se resiste a creer en el
origen fantasioso de esta sinfonía. Sin embargo, es extraña la poca
capacitación del creador. Es como si una cirugía cerebral compleja hubiese sido
realizada por alguien que ni siquiera empezó la carrera de medicina. —dijo
sonriendo admirado y tras dirigir sus ojos a Tony terminó diciendo: — Estamos,
señor Wade, en presencia de una auténtica obra de arte.
Después
de dos décadas y media de la muerte de Ben, al fin su sueño se materializó.
Stuart, con el rostro mojado por las lágrimas, escuchó la música que la gente
de nieve le regaló a su hijo. Fue nada menos que en los estudios de grabación más
importantes del mundo. Todavía no terminaba de aterrizar. La sinfonía angelical
había sido ejecutada por la filarmónica de Londres en los Abbey Roads Studios
(ex EMI), allí donde tocaron
losBeatles y Pink Floyd entre
otros. Al terminar la interpretación, los músicos le ofrendaron de pie una cerrada
ovación. Apenas podía mantenerse parado con el pecho apretujado por tanta
emoción.
Había sacrificado todo en la vida para alcanzar ese
momento, era como asistir nuevamente al nacimiento de su hijo, pero esta vez
sabiendo que todo saldría bien. Que Benji estaría feliz escuchando su sinfonía
rodeado por los seres de nieve…
https://www.youtube.com/watch?v=mfwEK9nPkX8
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