13/11/11

EL CURA Y EL JARDINERO (Llevado a la pantalla grande por mi amigo el director dominicano Manuel Paulino)

W.G.Greulach

https://www.youtube.com/watch?v=HLtScAss2Jc (Enlace al trailer de la pelicula)

            Se siente embotado, la cabeza le da vueltas, es como si le estuvieran pegando con las palmas de las manos en los oídos. Comienza a moverse lentamente pero sus pies están quietos. Se eleva entre ruidosos nubarrones cargados de estática, la electricidad entra por todos sus poros. Comienza a percibir una luz, una intensa energía que brota incontenible de su interior buscando una salida. Su cuerpo se hincha pleno de luminosidad. Su tórax, sus brazos, sus piernas comienzan a agrietarse y de repente explota cayendo en mil pedazos. Cada trocito tiene un ojo a través de los cuales ve como la tierra se acerca a mil por hora Presiente el golpe final, el dolor, miles de retinas nublándose, gritos, miedo, impotencia…  
             Entonces, como en tantas pesadillas, está sentado en el borde de la cama matrimonial, con ese ridículo traje de pato Donal que le ponían para ir al jardín de infantes. Ve por centésima vez como su madre humilla a su padre, lo trata de inútil, bruto, impotente. Le dice que gracias a Dios tiene a Julián el vecino que puede satisfacerla cuando ella quiere y que bien merecido se tiene los cuernos por maricón.    
             Como en cámara lenta y con un fondo que va cambiando lentamente del celeste al rojo observa a su querido progenitor.  El ser humano a quien más ama en esta tierra, saca el arma del cajón de la mesita de luz -en cada sueño el revolver es distinto- y le dispara a esa perra dos, tres, cuatro veces hasta quitarle el último halito de vida. El hombre fija luego su mirada en el niño y ese inolvidable rostro es una expresión de súplica, de ruego, un lacónico pedido de perdón. Una lágrima, que siempre le parece gigante, no le alcanza a llegar a la comisura de los labios cuando el tiro -con el que se vuela su padre la tapa de los sesos- retumba en un eco infinito.

          San Nicolás es una pequeña ciudad en el extremo sur de Aruba, isla caribeña poseedora de una condición aparte dentro del reino holandés. Situada a unas treinta millas de la costa de Venezuela, la economía de este pequeño enclave humano está basada en dos pilares: El turismo; arriban a la isla cerca de un millón de personas al año a través de aviones y cruceros, siendo el setenta por ciento de estos visitantes de los EE. UU y el refinado de petróleo; a mediados del siglo pasado Aruba tenía una de las procesadoras petroleras más importantes del mundo.
            Durante la segunda guerra mundial fue un destacado abastecedor de las tropas aliadas. En un hecho histórico aun hoy recordado, un submarino alemán atacó -sin éxito- la refinería. Su posición estratégica -Venezuela es uno de los mayores exportadores de crudo del planeta- hizo que los gigantes de la industria siempre soñaran con poner pie en tierra arubiana. Exxon, Coastel, Valero fueron participes -cada una en su época- de un negocio fabuloso.
             Al norte, la industria sin humo explota playas que están entre las mejores del circuito turístico y en sus costas se apiñan los hoteles cinco estrellas con sus tentadores casinos. Al sur el oro negro es amo y señor del paisaje y en las rocosas riberas se recortan las tiznadas chimeneas.
Al principio y en un porcentaje elevado, los trabajadores especializados que se requerían para la refinería eran extranjeros, en su gran mayoría turcos, venían solos, con contratos preestablecidos y al cabo de unos años se regresaban. Con el tiempo los locales fueron aprendiendo lo gajes de este bien remunerado oficio e incorporándose poco a poco a la actividad. En este ambiente de laburantes temporales florecieron los bares y prostíbulos. La calle grande -así llaman los pobladores a la avenida central- esta tapizada de cabarets con sus puertas estilo lejano oeste y sus mujeres de vida fácil.
Muchas de las muchachas que se ganan el pan con el sudor de sus nalgas son colombianas, trabajan tres meses con el permiso del gobierno y la obligación de sacarse un carné sanitario. Se hacen de unos cuantos miles de dólares y vuelven a sus ciudades a llevar vidas normales como abnegadas madres, esposas o hijas, ocultando a sus íntimos que ejercen en este paraíso la más antigua de las profesiones.
En síntesis, los “refinadores foráneos” y algún que otro arubiano o turista necesitado sustentan la tercera industria más fructífera de la isla.



Se apagaba el día, la noche como un poderoso solvente diluía los colores finales de la tarde. El cura sofocado por el calor, se desprendió los botones de la sotana, no recordaba un agosto tan pesado como este en muchos años. Cerró las pesadas puertas de roble de la entrada principal de la iglesia y dio vuelta las tres llaves metiéndoselas en el bolsillo izquierdo del pantalón. Chequeó las trabas superiores e inferiores y se dirigió a prender las velas que en el altar aún estaban apagadas. “Las ocho menos diez” se dijo, tiempo de abandonar este sagrado lugar. Se moría por tomar algo fresco, sentarse en la mecedora situada en el porche de su pequeña casa y meditar sobre los extraños acontecimientos que se venían desarrollando en los últimos meses.

Mientras colgaba la sotana en la percha situada atrás del pulpito, echó una mirada al libro que descansaba sobre una silla. Había llegado por correo desde Holanda este mediodía, era una Biblia ilustrada en papiamento que él había traducido del holandés. La diócesis le pedía que la revisara antes de poner las otras copias en circulación. Estaba realmente orgulloso, le tomó cinco años terminar este trabajo que se convertiría en la primera edición de los tres libros santos en el idioma nativo. Dejaría la inspección para otro momento, ahora no tenía la concentración necesaria
Abrió casi con desesperación la pequeña puerta de la heladera y se sirvió de una jarra de cristal un gran vaso de manzana parchita, junto al de guanábana eran sus jugos preferidos, le agregó los últimos dos pedazos de hielo de la cubetera y se preparó un sándwich de jamón y queso con tomate, lechuga y mayonesa. No estaba de ánimo para hacer nada elaborado, aunque quien siempre cocinaba en esa casa era Félix.
La iglesia tenía un gran terreno en el frente, con árboles frutales y un jardín digno de compararse hasta con el del mismísimo Hyatt. Quien había organizado y mantenido a lo largo de los años este verdadero vergel era Félix, jardinero oficial de la parroquia, pero además cocinero, chofer, consejero y hasta a veces monaguillo del sacerdote. Dormía en un cuartito independiente a la vera del galpón, pero usaba el baño, la cocina y el living de la casa principal. Se conocieron en la época de la escuela primaria, en un orfanato católico ubicado en Oranjestad, ciudad capital situada en el centro de la isla. Con el tiempo se hicieron amigos inseparables y cuando uno de ellos acogió los hábitos, se las rebuscaron para que el otro consiguiera también un trabajo en el mismo lugar. Aquella noche se encontraba en el barrio de Dakota, había ido a ver un festival de danza brasilera en Cas di Cultura junto a su hermana y sus sobrinos, volvería como a la una y media le había dicho.

“Por suerte estoy solo” pensó. Necesitaba repasar los hechos, tratar de encontrar otra respuesta, todo parecía un cúmulo de sinsentidos. La disyuntiva a la que había arribado era demasiado terrible como para poder solucionarla. Al tercer mordisco ya no tenía más apetito, guardó el sándwich y se sirvió otro poco de jugo. Las puertas corredizas de la entrada del porche chirriaron al separarse, tuvo la intención de buscar el pomo de aceite que estaba en el galpón, pero aquella parte del edificio- hoy como nunca- le infundía temor. Bajó los dos escalones y se abandonó sobre la mullida reposera.
Algunas calientes noches como aquella el viento aumenta su fuerza y apunta hacia el poblado, entonces, el nauseabundo hedor de la destilería destruye los olores, achatando formas y alargando distancias, como si todo sucumbiera ante tamaño adversario. A lo lejos, bajo la luz de la luna llena, la silueta de dos Divi Divis se recortaban contra la blanca playa, llegaba el rumor del mar que golpeaba con ferocidad la rocosa costa. El hombre respiró hondo, como buscando esa paz que ya nunca más volvería a ser suya, y susurró ahogadamente “no puede ser Dios, has que exista otra explicación.”
Repasó mentalmente los hechos. Cuatro muchachas colombianas habían sido asesinadas en San Nicolás en los últimos siete meses. A principios de febrero apareció la primera víctima. La encontraron en una casa abandonada en Sabaneta. No fue violada, ni golpeada, cuatro tiros a quemarropa y diez puñaladas. No hubo testigos, ni rastros o pista alguna y el caso terminó  allí.  
El tema se hizo preocupante cuando en abril otra mujer fue hallada muerta en las inmediaciones del circuito de carreras de Palo Marga. Las mismas características, y de nuevo ausencia total de sospechosos. Esta vez el mismo gobierno tomó cartas en el asunto, el turismo podría verse afectado si aparecían más cadáveres. En julio otra colombiana amaneció muerta en un estanque a tres cuadras de la iglesia y esto fue el detonante para que renunciara el jefe de policía quien no pudo mostrarle al primer ministro ni siquiera una línea posible de investigación.
Hasta el tercer crimen el cura no se preocupó más de lo que un arubiano medio lo hubiera hecho, alarmándose por el aumento de la criminalidad en la hasta entonces tranquila comunidad. El problema comenzó cuando al ver una foto se percató que conocía a la tercera víctima, quien le había revelado sus secretos dos días antes de ser asesinada. Al religioso le gustaba llevar un registro de las personas que entraban a su confesionario. Día, nombre, razón, penitencia, todo estaba anotado con prolija meticulosidad en un cuaderno que mantenía en su escritorio cerrado con doble llave. El motivo que -para él- justificaba este extraño proceder, era saber si sus feligreses se arrepentían en serio y no cometían de nuevo el mismo pecado. Era como llevar unas estadísticas para evaluar si la calidad moral de su comunidad estaba mejorando y en resumidas cuentas si su accionar como consejero espiritual daba resultados.      


Fue ayer nomás cuando averiguó el nombre de las dos primeras mujeres asesinadas y repasó con detenimiento sus notas para descubrir algo que ya presentía; también habían visitado en algún momento su confesionario. Sacó de su billetera un papel que había escrito el día anterior y lo leyó por décima vez.
JUANA GOMEZ- 27 años-colombiana- Día de confesión: 4 de febrero- Motivo: extraña a sus hijos en Colombia y se siente culpable de tener que prostituirse para mantenerlos.  
           CARMEN MONTANER- 24 años- colombiana- Día de confesión: 14 de abril- Motivo: está engañando a su marido arubiano con un colombiano y teme que se entere y le quite a su hijo  
        ALEJANDRA FONSECA-29 años- colombiana- Día de confesión: 1 de Julio- Motivo: infidelidad repetida, tiene un hijito muy enfermo.
Era demasiado evidente, los datos como certeras puñaladas se le incrustaban en la conciencia. Solo había una explicación; el asesino tenía acceso a su cuaderno y escogía de allí sus objetivos, en cierto modo él era cómplice de estas atrocidades. Rompió las páginas del cuaderno en mil pedazos e imploró a Dios para que todo terminara allí, pero tenía el presentimiento de que aun vendrían momentos terribles. Esperó con ansiedad la llegada de Félix, decidido a enfrentarlo y sacarse las dudas, si es que aún le quedaba alguna. A las dos y cuarto de la mañana al cerrarse sus parpados desistió de su intento. 



El hombre caminaba arrastrando los pies, como si la pena que lo embargaba fuera un peso imposible de sobrellevar.  En cada esquina las luces de la calle imprimían su perfil aguileño sobre las blancas paredes de las casas del barrio y el lastimero silbido del eterno viento arubiano terminaba de delinear un cuadro fantasmagórico. Los sucesos acaecidos en los últimos meses le habían producido  una angustia insostenible, su salud se estaba deteriorando seriamente y no le encontraba salida a esta locura,  todo carecía de sentido, de explicación.
             Un remolino de suplicas, gritos, tiros y sangre inundaba su presente y lo sumergía un poco más con cada crimen. ¿Cuándo empezó todo? ¿Cómo encontrarle una matriz a las atrocidades que se venían sucediendo? ¿En qué momento una buena persona, amante de Dios, respetuosa de sus semejantes se convierte en un despiadado criminal?
Bordeó el estadio Guillermo Trinidad y enfiló por Ferguson straat buscando la parada de bus, por suerte era lunes y a esa hora -5:30- el servicio a San Nicolas ya se regularizaba porque los domingos a la noche pasaban cada muerte de obispo. Se sentó en el banco de la izquierda ignorando al choller* que roncaba plácidamente en el de la derecha y puso entre sus piernas la bolsa de plástico que enterraría al llegar a casa. Como en las otras ocasiones se había tomado más de una hora en borrar, obsesivamente, hasta el mínimo rastro en la escena del crimen.
Imbuido en sus recuerdos ni sintió la fina llovizna que había empezado a caer. Evocó la época del orfanato en donde se encontró con Tito, con quien compartiría los siguientes cuarenta años de la vida. Venían de sufrir desgracias similares y eso los había unido. Disfrutaron de una amistad sin fisuras, crecieron juntos. Primaria y secundaria en el colegio La Salle, la natación como deporte y el amor por el cine. Época de luchas sociales por el estatus aparte que significaba una independencia económica de Curasao manteniéndose en el Reino Holandés y que al final se lograría a mediados de los ochenta. Años en que la vocación religiosa se les iba afirmando poco a poco. Llegó la oportunidad para hacer el seminario en la madre patria y allá fueron. Hermoso tiempo de descubrir una Europa fascinante y misteriosa. Hicieron cursos en Italia y España, todo iba sobre rieles hasta que una poderosa hepatitis lo mantuvo postrado por 10 meses, interrumpió los estudios que ya nunca terminaría. Tito recibió los hábitos y se volvió a Aruba, el no aguantó ni tres meses solo en el viejo continente y pegó la vuelta. Se había vuelto Tito dependiente.
Subió al bus, era uno de esos dobles que tenían como un acordeón en el medio, nunca le agradaron, siempre le gustaba sentarse en la fila del fondo y la idea de pasar esa unión en continuo movimiento le causaba temor. Tenía la sensación que en el momento en que caminara por allí, el vehículo se partiría en dos. Optó por la segunda fila y se dejó caer con desgano, lo que menos deseaba era volver a la iglesia, hubiese querido bajar en el Reina Beatrix y tomar el primer vuelo adonde fuese, dejando para siempre su dushi terra, convertida ahora en un auténtico infierno. No tenía sentido huir, en cualquier lugar del planeta la pesadilla seguiría con él. Lo que había comenzado con un hermoso espectáculo en Cas di Cultura junto a los seres que más quería -después de Tito- culminó en un horrendo asesinato en la playa. Tenía que terminar con todo esto a como diera lugar y por primera vez la idea del suicidio no le pareció tan descabellada.



El canto del gallito de riña del vecino de enfrente lo despertó, eran las seis menos ocho, tres gotitas jugaban carreras en el cristal de la ventana y por sus senderos se filtraban las primeras luces del día. Se puso un par de jeans, unas zapatillas de tela blanca y una remera del mismo color que tenía escrito en letras rojas un versículo de la biblia en papiamento. Abrió la puerta, extendió la mano para cerciorarse que ya no llovía y salió a dar su vueltita habitual alrededor de la iglesia para ver que todo estuviera en orden. A las seis se paró nervioso en la puerta del edificio. No eran los pastechis lo que aguardaba con más ansias esa mañana. El hijo del portugués del barrio le traía siempre a esa hora uno de atún, uno de jamón y queso y uno de carne que acompañaba con un café con leche. Era la espera por el Bon Día Aruba lo que alimentaba su ansiedad. Al no encontrarlo a Félix en su departamento temió lo peor. Más que un presentimiento era una certeza, sabía lo que iba a encontrar en la primera plana del diario.
"Noticia de último momento" rezaba la nota al pie de página. "El asesino serial ataca de nuevo: Unos turistas norteamericanos que caminaban por la playa de SurfSide encontraron el cadáver de una mujer encallado en unas rocas. Esto sucedió alrededor de las cuatro de la madrugada y no hay dudas - según la policía- de que sería la cuarta víctima de este macabro ejecutor de jóvenes colombianas. Ampliaremos la información en la edición de mañana."   
     
A una cuadra y media de distancia, al lado de la estación de servicio, su amigo se bajaba del bus. El corazón empezó a latirle con fuerza como taladrándole el pecho, se le cayó el periódico de las manos y ni se molestó en recogerlo, salió corriendo rumbo a su casa, necesitaba tomar algo frío, respirar profundamente, serenarse. Tenía que enfrentar a Félix y obligarlo a que se entregara, sino lo hacía, le llamaría a la policía, no podía encubrirlo ni un segundo más. Anoche por tres veces estuvo a punto de denunciarlo, pero el teléfono le quemaba las manos y el cariño que sentía por el terrible verdugo había sido mayor que su deber con Dios y con su comunidad. Por su culpa otra joven e inocente vida había sido truncada. Cargaría con esa cruz por el resto de su vida, pero era más terrible aun el tener que separarse de su entrañable compañero.


Subió los tres escalones y empujó con desesperación la puerta del apartamento. Era tan tranquilo el vecindario que rara vez lo cerraba con llave. Dejó la bolsa debajo de la cama y se pegó una ducha rápida, se cambió la ropa y buscó algo de plata, le pareció que alguien lo espiaba por la ventana y se abalanzó hacia ella pero no descubrió a nadie. "Paranoia" pensó, esa sensación que lo perseguía desde que comenzaron los asesinatos. Se apuró en salir y ahora si cerró bien la puerta, no tenía certeza de si alguna vez volvería a ese lugar, de algo si estaba seguro, no quería encontrarse con Tito nunca más. Buscó la pequeña pala en el galpón y se encaminó al lugar donde había enterrado las evidencias anteriores.


El trago de agua helada le quemó la garganta, contuvo la respiración y exhaló con fuerza el aire. Estaba empapado en sudor y eso que no era una mañana tan calurosa. Se tocó el pecho, el corazón seguía su desbocada cabalgata. "¡Tranquilo Tito!" musitó a lo bajo. Le vino a su memoria el pre infarto que había sufrido hace unos tres años y como Félix le salvó la vida obligándolo a ir al hospital pese a su empecinada negativa. Bebió otro sorbo y guardó la jarra en la heladera. En aquel momento por el sendero de los frutales su amigo pasaba, trató de interceptarlo pero iba tan rápido que ni se enteró cuando lo llamó dos veces antes de entrar al departamento.
             Al acercarse a la puerta sintió el agua de la ducha y decidió esperarlo afuera, sentado en un banco de cemento situado entre una planta de papaya y una de aguacate. Cerró los ojos y el aroma de las frutas maduras inundó todo su ser. Se imaginó hablando con Félix, escuchando la explicación que este le brindaba, quedaba bien claro que no había tenido ningún tipo de participación en los crímenes. Lo abrazaba con fuerza mientras le hacía una de las acostumbradas bromas sobre el estado lamentable del jardín y lo invitaba a tomar una taza de café.

El ruido del picaporte lo sobresaltó, al pararse se secó una lágrima que descendía por su mejilla derecha. "¿Por qué no?" se dijo, "el sería incapaz de hacer algo así." La ilusión duró los dos minutos que le llevaron encontrarlo en la parte de atrás del galpón, junto al antiguo aljibe. Estaba enterrando unos guantes de plástico manchados con sangre, un cuchillo y...ya no vio nada más, un dolor tremendo le recorrió los dos brazos, pareció que mil kilos reposaban sobre sus hombros y una puntada le destrozaba el pecho, se desplomó hecho un ovillo golpeándose la cadera con el borde de un cantero de margaritas.
Félix escucho el ruido y corrió a brindarle ayuda, lo levantó con fuerza, pese a sus 95 kilos, y lo apoyó suavemente sobre el césped, recostándole la cabeza sobre su falda. Sacó el celular y llamó al servicio de urgencias del Hospital Horacio Oduber a la vez que secaba con un pañuelo la frente del caído. Tito comprendió que se moría, ya no tenía fuerzas ni ganas de luchar más. Era el tiempo preciso para decir adiós, una buena forma de no tener que confrontar a su compañero de toda la vida y mandarlo a la cárcel, Dios con toda su indulgencia le evitaba ese terrible momento.  Pese al insoportable dolor físico que sentía, estaba tranquilo. La mirada fija en los ojos del ser más amado, un acuerdo tácito de no decirse nada. Cariño, comprensión y perdón por sobre todas las cosas. Ya juzgaría el creador en el momento oportuno.


Desde lo alto del viejo tamarindo dos chuchubis y un pechito gel eran los únicos testigos del suceso.  Transcurrían los últimos segundos de existencia compartida, dos hombres sellaban un pacto eterno conllevando un secreto hasta el final.
El jardinero entornó los parpados del cura y posó un beso sobre la frente de su eterno compinche.  Agradeció al altísimo que todo terminara allí, no hubiese podido soportar ni un instante más, estaba síquicamente extenuado.

Tito sufría de esquizofrenia bipolar, enfermedad que se le había manifestado en los últimos meses. Cada tanto y siempre de noche, se transformaba en una persona totalmente diferente, era como si un espíritu endemoniado se apoderase de él. Había hecho lo imposible para que nadie se enterase de su nocturno mal. De día era completamente normal. Muchas noches esperaba que se durmiese, entraba a la casa y escondía las llaves para volver a ponerlas en su lugar minutos antes de que amaneciera, pero algunas veces se escapaba de su férrea custodia y comenzaba una verdadera pesadilla. Si al comienzo no lo interno fue porque mantuvo viva la esperanza de que todo acabaría pronto, que su problema era solo pasajero. No quería correr el riesgo de perderlo, pero después de la primera muerte, comenzaron a transitar un camino sin retorno. Se convirtió en cómplice involuntario de un despiadado homicida. Cuando ya no lo podía contener más, lo seguía a distancia y luego se dedicaba a limpiar el tétrico escenario, borrando pistas que pudieran comprometer al sacerdote.                                                          
Anoche se lo cruzó en el momento justo en que se subía a un minibús para dirigirse a Oranjestad, faltaban diez minutos para las tres y Félix volvía -más tarde de lo pensado- de una hermosa velada familiar. Como las otras veces se subió a un taxi y comenzó a seguirlo.
Sabía que el trauma motivador de todo este descalabro tenía su génesis en la niñez de Tito y la tortuosa relación con su madre colombiana. Poseía un amor sublime hacia su padre y la culpaba a ella del suicidio de este.
         Terminó de sepultar rápido las cosas, la sirena de la ambulancia ululaba a lo lejos. Se palpó el bolsillo izquierdo, esta vez no enterraría el revólver, aún no había podido descubrir donde su amigo lo conseguía-. Quizá le serial útil más adelante...
                                              El director dominicano Manuel Paulino


Relato incluido en "El guionista de Dios...¿o del Diablo? Artnovela, Bs As, 2008

5 comentarios:

Delia (Maitri) dijo...

Vuelvo a felicitarte con todo mi corazón!!!

Que sigan los éxitos, amigo!!!

Walter G. Greulach dijo...

Gracias Delia, un beso...

Anónimo dijo...

Walter hicieron una pelicula con un cuento tuyo?....Wow
felicidades amigo....un abrazo, jackie

Mastropiero dijo...

Ya lo habia leido en el libro, pero lo volvi a ver ahora. Para mi es uno de tus relatos mas lindos.
En hora buena que se haya hecho un film con el. ¡Buena suerte Walter!
¿Cuando lo podremos ver?

Walter G. Greulach dijo...

La idea, estimado amigo, es que participe en algun que otro concurso de mediometrajes en el próximo año y despues si ponerla al alcance de todos. Un abrazo y gracias por los buenos augurios...