18/11/11

EL OTRO RAFA (Primera parte)



W.G.G


          -UNO-

          
       —Desde siempre —musitó estirándose en el sofá y encendiendo un cigarrillo, de esos inodoros de plástico.
            —¿Cómo que desde siempre —preguntó el flaco pelón que estaba sentado a su derecha mientras rotulaba una carpeta con el nombre de Rafael Zarate.
            —Bueno, por lo menos desde que me acuerde. Con decirle que en mi cumpleaños número trece mi mejor amigo era un siquiatra y en vez de confites, lo que había para comer eran pastillas antidepresivas. Desde que portaba pañales hubo un cura locos en el centro de mi vida. El ultimo, Don Oscar, fue mi confidente por más de siete años, siento como si hubiese perdido a un padre —agregó el hombre con pesar.
            —Lo sé y espero serle tan útil como lo fue Don Oscar. Días antes de fallecer tuvo la cordialidad de acercarse a mi consultorio con su historia clínica y me pidió por favor que me hiciera cargo de su caso. No se podía marchar tranquilo sin saber que su salud estaba en las manos adecuadas, él también le tenía mucho aprecio —dijo el profesional apoyando la mano en el hombro del recostado.
            —No tiene ni idea lo que ese señor significaba para mí, no sé que voy a hacer ahora sin sus consejos —sollozo el hombre.
            —No se preocupe, confíe en mí, Don Oscar fue, además de mi mentor, un gran amigo y me encargaré de su caso por el tiempo que haga falta y sin cobrarle ni un centavo —dijo Felipe Giqueaux observando a Rafael como si de su ídolo de rock se tratase.
            —¿Gratis y para siempre? —preguntó sorprendido Zarate.
            —Las veces que haga falta, solo necesito un favor a cambio.
            —¿Dígame?
            —Que me permita llevar un registro filmado, perfectamente documentado de todas las secciones para presentarlo y debatirlo  en un futuro con mis colegas de Argentina y de otras partes del mundo. Le prometo el máximo posible de discreción —acotó el sicólogo sabiendo lo difícil que aquello sería.
            —Olvídese de mí, no me interesa su oferta —dijo Rafael incorporándose como un resorte— lo que menos deseo es convertirme en un fenómeno de circo o en una especie de conejillo de Indias. Creí que Don Oscar le había dejado bien claro este punto. Ni aunque me pagara me prestaría a eso. Veo que se equivocó al creer en usted. ¿Podría devolverme mi legajo por favor? —pidió, subiendo la voz ofendido.
            —No se incomode Rafael, usted no me entendió, bajo ninguna circunstancia estaba dispuesto a divulgar su nombre. Olvídese del asunto, esto será peor que un confesionario. Secreto absoluto —se disculpó el sicólogo pensando que en un futuro sabría cómo convencerlo.
            —Solo bajo esas garantías acepto —dijo Rafael con un poco de resquemor, aunque no estaba dispuesto a dejar pasar tamaña oferta— ¿Lo de las consultas gratis sigue en pie?
Giqueaux se sirvió café y le ofreció uno a su nuevo paciente. Mientras llenaba la taza observó con pesar hacia el lado de la ventana. A las dieciocho y treinta, el martes de julio estaba nublado y el frio desamparaba las calles de la capital entrerriana. Tras los escarchados vidrios apenas se dejaban ver las laderas del parque Urquiza sumergiéndose en el Paraná. El pelado suspiró de solo pensar que tendría que volver a su casa caminando. Eran solo cuatro cuadras sobre Rivadavia, pero la ola polar que desde el domingo azotaba el centro del país, hacían de esos cuatrocientos metros una travesía de novela. El maldito del mecánico, ni su nombre sabia, no le había arreglado el auto a tiempo. Centro nuevamente su atención en el individuo que la providencia le había arrojado, el caso clínico que lo sacaría del anonimato, consagrándolo como un profesional de elite. El tipo tenía treinta y nueve años, un pelo negro ensortijado que se unía con una desprolija barba. Sus ojos de un color miel perturbador eran separados por una nariz más que aguileña y sus cejas eran ridículamente finas. Un rostro de caricatura, pensó divertido Giqueaux. Su metro setenta y largos sostenían un cuerpo como de cien kilos. Vestía un jean con agujeros en las rodillas y un anticuado pulóver Bariloche del que sobresalía el cuello de una polera. La campera de tela de avión, blanca y roja, que había colgado en el perchero al ingresar, estaba desgastada y a duras penas se distinguía el logo de Marlboro en ella.
—A ver Rafael, perdona que comience a tutearte, contame como comenzó todo —dijo el sicólogo con los ojos pintados por la expectativa, a la vez que disimuladamente encendía el grabador que llevaba oculto en su bolsillo.
                             
                           -DOS-

Revoleo las zapatillas para el lado del ropero, me saco la campera y la tiro al piso antes de acostarme vestido y taparme hasta la nariz con tres frazadas de lana. Odio el frio y esta puta humedad que te vacía los huesos. Junio, julio y agosto me deprimen, en este tiempo ando con un humor de perros. Si pudiese invernar como un topo o como un oso y despertarme en octubre, o volar al solcito del norte como las golondrinas, o tener la máquina del tiempo para saltearme estos meses inbancables. Me cubro la cabeza con la almohada, mis ojos miran con desgano la puerta de la cocina, tendría que ir a calentar agua para la bolsa de los pies pero la casa esta helada y desistiré del intento, ni siquiera me voy a levantar a comer algo. Solo dormir, aunque eso tampoco me convence tanto.
La charla con sicólogo había sido fructífera, al principio parecía tener un interés comercial en mí, aunque después pusimos los tantos en claro y al salir del consultorio me hallaba mucho más calmado que cuando entré. El tipo sabe cómo tranquilizar mis bestias internas. El hablar del tema con otra persona diferente a mi querido Don Oscar me hace bien, alguien que me escuche con curiosidad y que le dé un nuevo enfoque a mi bolonqui, da esperanzas.
El pelado me preguntó cuándo comenzó la cosa. Solo sé que fue recién como a los cuatro o cinco años cuando pude elaborar un discurso mínimamente creíble y contárselo a mis viejos. Decirles que todas las noches al bajar mis parpados seguía despierto pero en otro lugar bien lejos de aquí. Irles confiando poco a poco que tenía otra vida, otros padres, otra casa, diferentes amigos. Que era todo tan vivido, tan dolorosamente real.
La vida entre mis sabanas transcurre a orillas del mar de Timor en la ciudad de Darwin, Australia, una perdida región conocida como el Top End. El otro Rafa, en realidad se llama Stuart Gibsen, tiene mi misma edad, un rostro idéntico al mío pero sin barba y es flaco, atlético. El otro Rafa, a diferencia de mí, es feliz, tiene una esposa preciosa y tres ángeles de hijos. A nivel profesional hace lo que le gusta y gana buen dinero, come sano, trata de ayudar a todo el mundo y anda siempre con una sonrisita en el rostro. Es todo lo que yo no soy y quisiera ser. Su existencia en mis noches ha terminado por frustrarme tremendamente. En una época intenté asimilarlo, disfrutar sus días, compartir su dicha. Pensar en realidad que soy ese Stuart y no este patético paranaense, este infeliz diabético que para nada sirve. Trate de convencerme que mi vida real era solo una pesadilla del sonreidor, pero mientras más lo trataba, más envidia y asco me producía el otro Rafa.
No hay explicación científica para lo que me sucede.  En los primeros años mis padres se hartaron de hacerme exámenes de toda índole y siempre el mismo resultado. “Su hijo es aparentemente normal” decían confundidos, “probablemente esté inventando todo, creando una especie de amigo imaginario. Normal a su edad” agregaban los ineptos. Al ingresar a la adolescencia esgrimieron otra teoría. Desdoblamiento de personalidad con tintes esquizofrénicos… “Quizás ni siquiera duerma en las noches” llegaron a inventar. Fastidiado de tantos disparates, de tantos cura locos y afines, de tantos cocteles de prozac y otras yerbas, cuando cumplí los veintiuno fingí curarme, decidido a bancarme yo solito al otro Rafa. Solo al conocer a Don Oscar sentí la urgencia de destapar nuevamente mi volcán interno y ese viejito supo contenerme de mil maravillas. Ahora el ya no está y no creo que este tal Giqueaux, por más que me reconfortó la sesión, pueda ocupar su lugar.
Creo que lo que más me bajonea de este eterno sueño, de este Stuart Gibsen, es el hecho de que parece no ser consiente de mi existencia. Sufro por su culpa y él ni siquiera me tiene en su presente onírico. Aunque sería ilógica esta correlación, en definitiva el otro Rafa, solo es una creación de mi demiurgo jodón. Creo no estar loco, sé que mis sueños son reales. Aunque tal vez un poco tocado debo estar, o como se definiría sino a alguien saturado de rencor y envidia por un sueño.


                                                -TRES-

      Inquietud, curiosidad, ¿miedo? No encuentro la definición de lo que me estremece. Estoy sentado en la cama, inmóvil durante los últimos minutos, con los ojos aun cerrados pero de este lado del mundo. Como comprender lo increíble, como  enmadejar los hilos de la cordura mientras me adentro en un pantano del que creo no poder salir. Stuart sabe quién soy, no se desde cuándo, pues no compartimos pensamientos. Quizá me soñó recién en estos días y si no es así lo odio aún más. ¿Cómo hizo para ignorarme tan rotundamente? ¿Cómo logro no contar nada, ni siquiera a sus padres o a su esposa.
No sé por qué me amargo tanto si es solo una creación de mi imaginación como dice Giqueaux, el otro Rafa viene a ser una obra maestra de mi enfermiza mente. Pero es tan real que me cuesta verlo como algo mío, tan independiente, tan emprendedor, tan asquerosamente exitoso. Aunque nunca me lo dijo directamente para no dañarme, Don Oscar (y sé que también el nuevo) pensaba que yo era bipolar, o sea que para ellos, para todos, estoy del retomate.
Lo que sea pero sabe de mí, lo vi buscando en internet, lo sentí palidecer y hasta escuche su desbocado corazón al pronunciar mi nombre. Su respiración se entrecortó y busco con ansias la jarra de agua de la heladera, bebiéndose la mitad de tres tragos. Luego pasó como una hora estudiando las fotos en mi Facebook. ¡Chismoso de mierda! Me resisto a hacer lo mismo porque sé que él no existe fuera de mi mente, me da pánico el solo pensar esa posibilidad. A veces he puesto su nombre en google, pero no me he atrevido a darle al enter. He buscado fotos de Darwin, de sus calles y edificios, de su gran puerto, de sus espaciosos lugares públicos Todo aterradoramente igual a mi sueño. Pero nunca busqué nada de Stuart.
—No podes imaginarte las cosas que puede elaborar la mente, no conocemos su potencial. La sicología se ha nutrido de casos inexplicables para nuestra acotada razón Rafael —me decía Don Oscar cuando su teoría de mi prodigiosa memoria y no sé qué tipo de filtros subconscientes, no le alcanzaba para desentrañar el origen de todos mis conocimientos. Por ejemplo: ¿Cómo se explica el hecho de que hable el inglés australiano a la perfección, si nunca lo estudié? Ahora que lo pienso bien, estoy seguro que el otro Rafa me conoce desde hace rato, habla un español argentino sin fisuras. Nunca me puse a dilucidar en que momento lo había aprendido. Usó mí mismo método, seguro que conoce Paraná como la palma de su mano el muy cretino.
¿Qué se propone? ¿Por qué recién ahora me saca a la luz? ¿Qué es lo que sigue?... Tranquilo Rafael, no hay lógica en los sueños, Stuart es tu criatura —me digo y aspiro una bocanada de aire gélido. Enciendo un cigarrillo de en serio, de los buenos, de esos que dan cáncer y camino como un poseído dándole círculos a la cama. Llamo a Gicaux pidiéndole por favor una cita para hoy. Estoy cansado, extenuado síquicamente. No tengo ganas ni de pestañar. Fisgonea en mis días, me acompaña en las noches, su cara sonriente es como una daga clavada en la aorta. No sé si pueda aguantarlo mucho tiempo más, no sé si podré soportar ver su rostro nuevamente. Solo quisiera desaparecer y ser él por toda la eternidad.
Continuará...

3 comentarios:

Walter G. Greulach dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

¿Sigue esta historia? No tengo paciencia para esperar..
Andres

Vero dijo...

Me encantó, misterio, un toque de miedo y promesa de un gran relato. Veremos como sigue...