No fui inmediatamente. Necesitaba
al menos unos días de convalecencia, en los cuales me devoró la ansiedad. Una
semana más tarde, como a las nueve de la mañana, me hallaba parado abajo de la oficina (o de la
covacha) de Cristina la bruja mayor. Buenos Aires, casi llegando a 25 de junio,
pleno microcentro de la ciudad
—Puta que buena locación, —pensé—
le debe ir re bien a la guacha.
Unos escalones de mármol blanco
me acercaron al segundo piso, donde me recibió una maciza puerta de madera, a
media altura y a la derecha, una placa de bronce decía: Gran Maestra Cristina,
Tarotista.
Aspiré con ganas, el
corazón aceleró su tamborileo. Miré la pequeña ventana que coronaba la escalera,
como planeando una vía de escape. Había comenzado a chispear y un grupo de
torcazas buscaban la protección del alero. Me pregunté si es que habría niebla,
o era mi estado de ánimo el que pintaba de gris el paisaje. El dedo no alcanzó
el timbre, lo detuve en la mitad del trayecto.
—¿Que puta hago acá?¿Acaso
creo en esta sarta de huevadas? No puedo ser tan patético —me dije y di la
vuelta decidido a largarme y cortar todo este sin sentido de una buena vez.
El ruido de la puerta al
abrirse, acompañada de una dulce voz me detuvieron.
—Adelante señor Fernández,
La maestra lo está esperando —acotó una flaca de pelo más negro que la noche y con la mirada
perdida tras dos ojeras que le abarcaban media cara.
—Ma si, total ya llegué
hasta aquí y no pierdo nada con probar —murmuré tras pasar el umbral.
Con el correr de los días comprendería
lo equivocado que estaba y todo lo que aun tenía por perder.
El olor a incienso me mareó
de entrada, la sala de recepción estaba en penumbras, solo mitigadas por una débil
luz rojiza aportada por dos veladores de pie, ubicados en las esquinas. La pálida
criatura que me había recibido, se perdió por el fondo tras invitarme a tomar
asiento. Una serie de diplomas adornaban las paredes, certificados por
chamanes, médiums y curanderos de toda laya. Tras cinco minutos de insoportable
espera, una pequeña puerta cubierta con una cortina de cañas, a mi derecha,
acaparó mi atención. Un ritmo de tambores matizado de gritos y suspiros
guturales provenía de ella, más que música africana parecía el sonido de alguna
película porno. No pude con mi curiosidad y asomé la cabeza. Había una bañera
en el centro de la sala, tras ella, una estatua de la santa muerte intimidaba
con sus ojos colorados y su sonrisa diabólica. Cuatro estanterías de aluminio cubrían
los muros laterales. Estaban atestados con collares y adornos de los menos
imaginables componentes. Decenas de frascos con pócimas mágicas, perfectamente
etiquetadas, completaban los niveles bajos. En el medio, una colección de
estatuillas de santos y cuasi santos de yeso y en el estante superior se apreciaban
grandes recipientes de vidrio con ¿formol?, en donde flotaban diversos órganos humanos
y hasta dos fetos con cordón umbilical incluidos. Me quedé un momento pasmado,
observando el siniestro escenario y pensé
“patitas pa que las quiero” saliendo disparado como Usaín Bolt. Solo llegué a
las cortinas, un chistido me inmovilizó.
—No se cual es tu apuro
Luli, si salís de aquí, nadie podrá darte una mano y verdaderamente la necesitas
mi querido —dijo una voz ronca, fingidamente afeminada, que procedía de la
esquina mas alejada de la entrada. Cristina había estado allí todo el tiempo observándome,
tapada por la estatua de la santa muerte, sentada tras un escritorio sobre el
cual se apoyaba una bola de cristal que sobaba casi con deleite.
Se incorporó acercándose, parecía
flotar. Sentí un escalofrió por la cervical, debía medir cerca de dos metros y
era a todas luces un travesti, vestía unos jeans ajustados con una camisola
floreada. Un pañuelo azul y dorado apenas le cotejaba la indomable mota. Poseía
los ojos negros mas perturbadores que he conocido y su sonrisa era amplia, diáfana,
compradora.
Debería haberme largado,
cualquiera con dos gramos de seso lo hubiese hecho, pero algo me retenía, una
soga invisible, un influjo magnético. Tiempo después llegué a pensar que
Cristina me había hipnotizado.
La inmersión en aquel
líquido pastoso, repleto de polvos y hierbas hediondas, duró unos quince
minutos. El brujo travesti caminaba en círculos alrededor de la bañera y me
abanicaba con un atado de ramas de ruda macho. Cada tanto untaba en mi frente y
en mis cienes una pegajosa pomada celeste. Al rato me pidió que saliera y dándome una toalla me señaló una camilla mientras se calzaba unos guantes
de látex.
Entré como en un
letargo, fui sumergiéndome en un poso de sensaciones sin filtros, ya no tenia
voluntad ni para pestañar. Por micro segundos me venia en fogonazos la
idea de escapar, si algo tenía claro era que lo que se avecinaba no sería nada bueno y pese a todo ello... allí seguía.
Las manos de Cristina masajeándome,
el aire denso de jengibre y azufre, los tambores a un ritmo frenético y esos
gemidos próximos al paroxismo que salían ¿de entre mis dientes? Mi mente se
abría y se cerraba. Del negro a la explosión de colores, de la paz total al caótico
disfrute y sus dedos sobando, apretando y de nuevo la inconciencia. Los labios
recorriendo mi piel y esa carencia de fuerzas para gritar ¡basta!, para escapar
volando, para evitar el vergonzoso placer que estremecía mis terminales
nerviosas y que me hacían sentir la basura más grande de la tierra. Entonces
llegó el éxtasis y me sumergí en la completa oscuridad.
El empalagoso olor a
flores me despertó. Cristina ya no estaba y únicamente los ojos de la santa
muerte seguían fijos en mí. Una pesadumbre de plomo me atornillaba a la camilla,
sentí frio, parte de mi cuerpo aun estaba mojado, solo me cubrían pétalos
rojos, blancos y amarillos de rosas mustias. Co esfuerzo logré sentarme, una
punzada a la altura de la resiente cicatriz me partió en dos. Aspiré profundo,
lentamente y cuando el dolor pasó, comencé a vestirme. La cabeza me titilaba,
como si la masa encefálica estuviese a punto de salirse por las cuencas
oculares. En la boca pastosa tenia un dejo agridulce, no recordaba haber tomado
nada, aunque un vaso con un jugo viscoso, que se hallaba en una mesita a mi
derecha, parecía indicar lo contrario.
Un puñado de segundos más
tarde se escuchó una voz desde el otro lado de las cortinas. Me produjo tal repulsión
que sentí como se me agarrotaban los músculos del estomago. Crucé la sala con dificultad,
rengueando, en un movimiento casi pendular. La bruja travesti hablaba por teléfono,
tratando de convencer a otro incauto infeliz. Pasé de largo, ignorando sus ruegos
para que me detuviera y sin mirarle siquiera, me perdí escaleras abajo buscando
con desesperación el viento libre del mediodía... Continuará
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