20/1/15

El peor dedo de mi vida


El peor dedo de mi vida
Amanecía, era agosto y el clima me tomó totalmente desprevenido. Estaba más frío y oscuro de lo que hubiese imaginado. El día anterior el termómetro había pisado los veintiséis grados y la tardecita terminó siendo bastante agradable. Los charcos sobre la propulsores alvearenses, regalo de una copiosa lluvia nocturna, lucían congelados y la primera bocanada de vapor me hizo recular en búsqueda del abrigo apropiado. Mi hermana amenizaba un concierto de ronquidos tras una trasnochada en Kuka y Chola, mi abuela, había salido bien temprano a ayudar a una amiga que se mudaba a nuestro barrio, o algo así.

Aquí debo hurgar entre mis recuerdos para darle un anclaje creíble al relato. Han transcurrido treinta y cinco años y no es sencillo reconstruir lo acaecido, mas allá que la esencia de ello quedó firmada a fuego en mi memoria. Era gélida la jornada, lo deduzco porque fue entonces que perdí una gruesa campera inflable, regalo de mi tía Hilda, que solo usaba cuando pelaba el frio. También lo de la Chola ausente es dato fidedigno, aunque no su destino.


El café con leche con tostadas y dulce casero esperándome en la mesa del comedor, me hicieron percatar que ya era demasiado tarde para manguearle unos pesos para el colectivo y la comida. Podría haber despertado a Sigrid, lo más probable era que además de ligarme una ristra de insultos, mi hermanita mayor tampoco tuviese un centavo. No me quedaba otra que patear hasta Alvear Oeste, cruzando los dedos para que un alma benevolente me recogiera por el camino.

Hoy a la distancia y con siete media maratones de Miami corridas (21 km c/u), la distancia entre el barrio comercio y la escuela de agricultura me parece un chiste, entonces era para mi un trayecto larguísimo al que solo había recorrido en ómnibus, o un par de veces en bicicleta.

Comenzaban las olimpiadas de la E.A, el gran evento deportivo anual, con atletismo ese sábado y luego en el tinglado se escenificaría el básquet y el vóley. No me lo pensaba perder por nada del mundo. Me puse un gorro de lana con la inscripción “Bariloche”, respiré profundo juntando coraje y me largué al helado asfalto.

Para cuando crucé la Ika Renault y encaré por la avenida debía ser la hora siete y poquito de esa brumosa y poco placentera mañana. Un gris cerrado achataba el paisaje. A la altura de la municipalidad comenzó a chispear y no transitaba ni un gato por las calles. Las gotas aguijoneaban la poca epidermis que me quedaba descubierta. Al instante percibí que el hacer dedo no era, por lo menos a esa hora, una opción posible.

Ignorando el clima, dos policías charlaban animadamente apoyados en un Gordini, creí reconocer en uno de ellos al padre de un compañero de la E.N.E.T. Un poco más allá me detuve unos segundos a pispiar en la vidriera de la librería Salas, el Tití organizaba unos estantes en la pared del fondo. En el cine Alvear habían comenzado a exhibir Expreso de medianoche, el lunes o martes, aprovechando los precios reducidos, seguramente iríamos con Gustavo a verla. El Kiosco pegado a la mueblería, enfrente de la plaza estaba cerrado abortando mi intención de retirar el fascículo Salvat de la historia del cine. Me gusta leer mientras camino, más de una vez estuve a punto de ser arrollado debido a mi fanatismo por la lectura.

Un bullicioso grupete de adolescentes caminaban por enfrente del Hotel Grosso, el Ricky Kromer, el cabezón Videla y el rata Oyhenart se distinguían entre ellos. Les di la espalda derritiéndome entre las baldosas, no deseaba que me vieran tan temprano y tan solo. El Ricky era mi primo y los otros dos, vecinos del barrio. Apenas llevaba un par de años en Alvear y conservaba todos los miedos y complejos de un campesinito jaimepratense. Veía a esos jóvenes con admiración, como grandes deportistas, exitosos con las mujeres y pensaba que ellos me observaban con cierto desprecio. El tiempo me enseñaría cuan errado estaba, pues llegaría a tener muy buenos amigos entre los "populares" de la ciudad y mis mejores vivencias las disfrutaría con ellos, aunque con el deporte y las féminas seguiría siempre siendo un perfecto anónimo.

En la farmacia Alvear, el farmacéutico (¿Recia?) abría el local bostezando, enfrente el Gordo Mathez y la Lola me saludaban con cariño preguntándome por mis viejos. Por un instante me ilusioné con que inquirieran por mi destino y se ofrecieran a llevarme. En Galver y Salinas comenzaban a llegar los trabajadores, el día se desperezaba, había parado la lluvia y un Peugeot 404, un Renault 6 y un Ami 8 circulaban por la rotonda del libertador, mas ninguno enfilaba hacia mi camino y se perdían en la 188.

Transitaba la arbolada ruta a Oeste tarareando “Quizás porque” de Sui Generis cuando, alrededor de la clínica de un doctor (cuyo nombre se me retoba), un auto detuvo su andar a mi espalda. El sol despuntaba tibios rayos que atenuaban el fresquete matutino, al final el tiempo no iba a estar tan feo, aunque persistía un vientito un poco cansón que me impidió escuchar el vehículo que pisaba mis talones. Solo percibí su presencia cuando una voz, de cadencia caribeña y sumamente afeminada, me habló:

 —Oiga joven, ¿no quiere que le dé un aventón a alguna parte?— dijo con tono entrecortado y tembloroso. 

 Me subí el gorro que tenía hundido hasta la nariz y lo miré  intrigado pues ya me había resignado a llegar caminando. Andaría en los cincuenta años, cabeza rapada y tupidas cejas grises sobre unos ojos incómodamente claros. Sus orejas puntiagudas me habrán traído a la mente al capitán Spok. En definitiva uno de esos rostros difíciles de olvidar.

 — ¿Vas a las olimpiadas? Subí que voy para aquel lado, tengo una finquita por allá cerca, en Carmensa —insistió el extraño y pestañó repetidas veces como aquejado por un tic nervioso.

Relojié mi casio negro de plástico, las competencias empezaban en cinco minutos y mi mejor amigo, el tripa Néstor Prieto saltaría en alto a primera hora, no podía fallarle. Abrí la puerta del Renault 12 blanco y me senté. Una calaverita blanca con dos huesos negros, que llevaba colgando del espejo retrovisor, fue lo primero que captaron mis ojos. Un perfume hediondamente dulzón me asaltó desde el asiento contiguo. No volví a fijar la vista en el tipo aquel, me sentía cohibido, temeroso, tentado estuve de bajarme corriendo, pero ya había arrancado y comenzaba con una tanda de preguntas.

 Que cuantos años tenía, que a qué escuela iba, que si estaba de novio, que si me gustaban las chicas, etc. etc.

            Apenas le contestaba, con la cabeza, miraba el diario Los Andes tirado a mis pies entre envoltorios de Titas y Rhodesias. Estaba abierto en la sección policial y su noticia principal captó mi curiosidad. Un identikit de una persona sumamente familiar terminó de petrificarme. Al loco que tenia alado (al cual describían de marcado acento extranjero) lo andaban buscando por violación de menores. Algo había sentido del caso, pero no le presté mucha atención. En los pasados cuatro meses se venían sucediendo estos crímenes sexuales con el mismo modus operandus (seguía describiendo el pie de foto). Levantaba muchachitos que se hallaban haciendo dedo y los llevaba a un sendero apartado donde luego de forzarlos, los abandonaba. Los hechos habían ocurrido por todo el sur provincial.

  —Bueno, al menos no los mata  —me dije respirando entrecortadamente, como si esto pudiese servirme de Consuelo. El trayecto, sin dudas, se me iba a hacer interminable.

Tremenda desfachatez del tipo, pensé, mira que tener abierto el periódico en el artículo que lo nombra. Si su intención era dejar choqueado a la futura víctima, vaya que lo había logrado, pues yo no podía ni pestañear del miedo.
  
Afuera todo se oscurecía, el paisaje lucia opaco, siniestro, la ruta estaba más desierta que nunca. Pese al frio, sentía las gotas de transpiración aflorando por los poros de la frente y la nuca, una sequedad en la garganta, me impedía pronunciar una silaba.
  
Me acuerdo que en esos minutos eternos, en los que el sicópata seguía su interrogatorio, con cosas cada vez mas intimas, sufría imaginando la forma en que perdería mi virginidad. Tantas noches soñando con el momento mágico y allí iba a suceder, pero en reversa. Apreté instintivamente las nalgas y una puntada me recorrió desde el coxis por toda la tripa gorda.
 
El criminal puso un casete de Héctor Lavoe, el tema que sonó ingresó al instante  en mi recuerdoteca y siempre lo he asociado con aquella traumática experiencia. Se llama “El cantante” y la letra es de Rubén Blades. Comenzó a entonarlo a viva voz, rimaba lindo el desgraciado. Fue entonces que apoyó una mano en mi rodilla (recién allí caí en cuenta que llevaba guantes negros de cuero) y me sonrió mostrándome sus blancos dientotes, con una ternura propia de la madre Teresa de Calcuta. Pegué tal salto que mi cabeza rebotó en el techo y caí acurrucándome contra la puerta. Íbamos rápido y ni pensar en escaparme, especulé con hacer señas, pero los vidrios eran oscuros.
 
Un kilometro antes de la curva a Alvear Oeste doblamos por un atajo de tierra que, según me explicó, nos llevaba derechito a la entrada de la E.A. Sopesen mi grado de desesperación, si hasta creo que ya tenia los calzoncillos con regalo.
 
Cuando rebusco entre las vivencias de mi adolescencia en mi bella General Alvear, no veo momento más escalofriante que el que sufrí esa mañana de invierno.
 
El camino se iba estrechando, parecía terminar en un muro de álamos y eucaliptos. No se porque la mente se empecina ahora en pintarme el momento como nocturno. Será que los sentimientos tiñen los recuerdos de una forma irreparable. Solo mantengo el sol prendido porque estoy seguro que iba rumbo a las olimpiadas, por lo tanto era de día. Además no deseo darle la razón a mi turbia memoria. De última soy yo el que escribe y no esa maldita hipócrita.

 —No era tu momento —dijo mi esposa cuando se lo conté.

—Seguro que te salvo la providencia divina Waltercito —habrá aseverado mi abuela Chola.
 
Solo sé que el frasco de vaselina no se destapó aquella jornada, pues el destino me reservaba un desvirgue normalito un par de años mas tarde. 
Una camioneta Ford F 100 roja, con una línea amarilla (increíblemente me acuerdo hasta de la combinación de colores) me salvó el pellejo. Tres hombres arreglaban un alambrado y me dieron el instante de distracción que necesitaba para abrir la puerta y salir corriendo como un endemoniado por la despareja hijuela.
 
Creo que la anécdota no se la conté a nadie por aquellos días, quizás porque imaginé que alguien especularía con que no estaba diciendo el verdadero final de la historia, uno mucho mas doloroso. En fin, sin que nada me pasara entré en la dinámica de los golpeados y abusados que rara vez denuncian al sometedor.
 
Nunca mas vi al pelado caribeño, ni tuve noticias de otras violaciones por el sur provincial. Tiempo después nos cagaríamos de risa con mis amigos alvearenses por lo cerca que estuve de entregar el marrón un frio agosto del 79.

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