W.G.G. El Guionista de Dios...¿ O del Diablo?
17/4/18
6/3/18
4/3/18
13/5/17
Noelia
I
La mente extraviada en un
recuerdo, seguramente mucho más placentero que su realidad, robaba una sonrisa
al rostro de la pordiosera. Quien sabe en que instante la patética criatura
había disfrutado, aunque fuese solo un poco, de las mieles de la vida. Esas
cosas, mientras rogaba por que no se le desfondara una bolsa, cavilaba Jorge en
la medianoche neoyorkina al cruzar el ally para tirar la basura del restaurant.
Hacía un frio de pelarse, la llovizna que ahora caía y que pronto sería
aguanieve, ralentizaba los pasos de los pocos que se aventuraban sobre Queens
boulevard. El gris del firmamento, acentuado por el smog lumínico, oprimía aún
más a las babosas humanas de la capital del mundo.
El hombre se acomodó bien
los guantes mientras largaba un profundo suspiro. Se había planteado que nada le estropearía el
buen humor. Su primer bebé acababa de cumplir tres añitos. Además poseía la
mujer más hermosa y comprensiva del mundo. Que otra cosa podía pedir si también
lo habían promovido a jefe de cocina en “Mi catracho bello”, con el aumento de
sueldo correspondiente. Para sumar alegrías sus padres llegaban a la Guardia la
próxima mañana para disfrutar las fiestas junto a ellos.
Tras cerrar el conteiner se
subió la bufanda hasta el comienzo de los ojos, a pesar de la capucha bien
anudada le ardían las orejas, nunca se acostumbraría a este puto clima.
Extrañaba las temperaturas de su dushi Aruba, entre veinticuatro y treinta
grados durante todo el año. Hijo de argentinos, había nacido y vivido sus
primeras dos décadas en la pequeña antilla del reino holandés. Cuando sus
padres retornaron a Mendoza, el decidió ir a probar suerte a la gran manzana.
Diez inviernos después no le había ido tan mal, pero el tiempo invernal de
mierda lo seguía deprimiendo y más al observar tanta gente, como esa infeliz,
abandonada a la cruel intemperie.
Antes de regresar al
restaurant, rodeó el basurero y ocultándose tras un poste de luz la estudió de nuevo. La infeliz no debía
tener ni veinte años, aunque la oscuridad, sumada a la mugre de su cara, hacía
difícil adivinarlo. Parecía ignorar los estiletes helados que caían desde el
cielo. Ni siquiera estaba bien abrigada. Más que su belleza extraordinaria, a
Jorge lo impactaba la expresión angelical del rostro, rayana en lo demoniaco, y
una sonrisa perpetua tan perturbadora como hipnótica. Al punto que le costó una
eternidad desviar las pupilas de ella y decidirse a enfilar hacia la puerta
trasera de “Mi catracho bello”.
1/1/16
ASESINO SERIAL DEL AÑO - Capítulo Uno
Lucas
I
¿Cuántas
cervezas habría tomado esa noche? Tony Camacho perdió la cuenta tras las primeras
doce. Con suerte recordaba la hora aproximada en la que ingresó al pool bar de
la calle doce. Las 10:30 de la noche.
Jugó unos cuantos partidos con gente que ni siquiera
conocía y cuando el alcohol comenzó a ridiculizar sus movimientos, se derrumbó
sobre el sillón más cercano a la barra. Comió solamente un puñado de maníes
servidos con la primer bebida. Le supieron amargos y la piel de uno de ellos se
le quedó atascada en la garganta obligándolo a un constante carraspear.
Alrededor de la medianoche, cuando el humo de los cigarros espesaba el
ambiente, perdió toda posibilidad de medir el tiempo. A las 3:35, el bar
comenzó a despoblarse. El bartender colombiano y el moreno que venía a limpiar
el local lo sacaron arrastrándolo de los brazos. Con muy poca delicadeza lo
tiraron en la vereda.
Se incorporó con dificultad, enfilando para el lado de
Meridian Avenue. Eligió ese rumbo solo porque el derecho fue el primer pie que
movió. No tenía ni remota idea de donde estaba su casa, ni tampoco le
importaba. Había comenzado a garuar cuando dobló por una de las oscuras
callejuelas intermedias donde circulan los camiones recolectores de basura. Los
ojos casi cerrados y dos hilos de baba colgándole de las comisuras de sus
labios. Serpenteaba de vereda a vereda, sosteniéndose en cada tacho de basura y
tomando impulso para avanzar unos metros más.
La
noche discurría oscura y fría, si es que puede llamársele así al anodino clima
del sur de la Florida. La luna llena, resignada, era asfixiada por una cortina
de grises nubarrones. Algún que otro rayo centelleaba a lo lejos.
Cruzó la nueve partido en dos, con la frente a la altura
de su cintura. Un perro lampiño, por lo sarnoso, que dormitaba a la orilla de
un televisor abandonado, lo hizo tropezar. Cayó de cabeza entre unas cajas de
cartón repletas de trapos viejos y ya en el suelo expulsó cuatro cervezas de
una sola bocanada. Despatarrado sobre el asfalto, Tony Camacho comenzó a
llorisquear como un bebé, suplicando perdón a un Dios imperturbable que nunca
le había prestado la más mínima atención.
18/11/15
Golondría y su cortina
Hay historias en nuestra vida que queremos borrar para siempre, creamos entonces una cortina de hierro y por años no dejamos filtrarse al presente ninguno de esos recuerdos. Pero tenlo por seguro lector que en algún momento antes del fin de tus días, algo tan simple como una imagen, un olor, un sonido, moverá el interruptor y al correrse la cortina, caerán sobre ti (como finas dagas afiladas) aquellas viejas sensaciones que creíste desterradas de tu mente.
En algunas tardes de julio como aquella, después de una fina y rápida llovizna, el sol reaparece entre las nubes. Entonces la humedad parece ensañarse con todo ser vivo aplastándolo y reduciéndolo a una simple masa gelatinosa que resbala por las calles de Miami. Mientras caminaba por Collins Avenue, acercándome al hotel, trataba de encontrar una explicación a esta olvidada sensación que recorría nuevamente mi ser. No lo conocía personalmente, pero a través de mi niñez y adolescencia me había extasiado viendo sus películas de increíbles aventuras. Época de la vida en la que con muy poco argumento elevamos a nuestros admirados a la categoría de ídolos. Vaya si lo admiraba y aunque como actor dejaba mucho que desear, sus cintas que siempre eran despedazadas por la crítica, se convertían en éxito de taquilla seguro.
1/11/15
La víbora y el salto de las rosas
Atardecía cuando bajé del trole. El aire estaba pegajoso y no había dejado de lloviznar en todo el día. Aparte del French Quarter, este es el lugar que más me atrae de New Orleans, quizás porque preserva ese ambiente colonial de siglos atrás, con sus magníficas residencias de madera enmarcadas en solidas columnas y frescos porches vestidos de reposeras y plantas colgantes. Hay templos por todas partes, jesuitas, dominicos, judíos, etc., etc., es como si doscientos años atrás se hubiesen peleado sin cuartel por la incorporación de los feligreses de la zona. Aunque lo que realmente me fascina, es la línea de tranvías que divide en dos a St. Charles, y luego a Carrolton Ave., posee esos encantadores carros naranjas de principio de los mil ochocientos funcionando en su estado original.
Me interno al barrio por una de sus angostas calles, un aire mítico envuelve el paisaje, aquí el reloj se resiste a avanzar, como si mil duendes nos sobrevolaran custodiando la historia. Frente a la casa de Carina, un cementerio ocupa toda la cuadra, por su doble puerta de rejas oxidadas se vislumbran tumbas centenarias. Un cartel me informa algo del pasado del Lafayette Cementery. Fue cerrado por falta de espacio en la segunda parte del siglo diecinueve, aquí hay enterrados un puñado de celebres cadáveres y cientos de muertos normales. Funcionarios públicos, músicos y cantantes de jazz, empleados ferroviarios y algunos tísicos anónimos, entre otros, comparten sus huesos. Si hasta Brad Pitt anduvo aquí en su entrevista con el vampiro.
6/10/15
Sinfonía Angelical (The snow people)
No resultaba fácil tomar la decisión de largarlo todo y marcharse a Londres. Atornillado a la barra del Red Shoes y tras el cuarto vaso de Old Grand Dad, el hombre se sentía más cerca de hacerlo. Aquel martes de enero a mediados de los setenta nevaba sobre Leicester y Stuart Sharp era el último cliente en la taberna enclavada en los suburbios.
Se había convertido en un asiduo concurrente del lugar en los meses pasados y si ya no era un alcohólico, debía estar muy próximo a graduarse. Bajó los parpados y tarareó la melodía. Sus ojos, como pasaba desde la primera vez, se atiborraron de lágrimas. El trago de whisky le supo amargo, se le quedó atascado en la garganta obligándolo a carraspear con fuerza. En ese instante asumió que su momento había llegado, la espera le estaba resultando insoportable. A primeras horas de la mañana armaría la valija y en su desvencijado Ford partiría hacia la capital.
Su actitud era imperdonable, por demás insensible y egoísta, pero su misión todo lo justificaba. Se iba dejando a su esposa Jo y a sus hijitas Emma y Kate, con la promesa de que si nada pasaba en seis meses regresaría. Ellas habían sido la razón de su demora, pero ya no más, le dolía en el alma pero debía hacerlo.
12/9/15
Gera, el revoltoso
El manto que arroja la luna
llena bruñe el paisaje. La brisa concede fragancias a jazmines y albaca, a
menta e hinojo, a eucaliptus y frutas maduras. Cada perfume enciende remembranzas
en mi mente. Pestañeó con fuerza buscando certificar el tiempo y el lugar donde
me encuentro. Todo flota en dulce letargo. Es de noche y aun así llega nítido
el canto de los pájaros. Unas urracas aspaventeras, un cargoso tero, la
algarabía de un lorito barranquero y el ulular de las palomas se mezclan con el
susurro del agua que viene arremangando hojas por la hijuela. Por allá el croar
de un grupo de sapos hace contrapunto con el crickear de los grillos. Sonidos
preñados de vida, tan caros para mí.
Cierro los ojos (aunque sé
que están cerrados) y disfruto del sueño. Solo eso puede ser. Anoche me acosté sin
estrellas, en mi casa allá en el barrio de la Buena Vista, al noroeste de Miami
y aun debo estar durmiendo. Alzo con miedo los parpados, evitando cualquier
movimiento brusco que pueda despertarme. Giro la cabeza y por primera vez
estudio lo que merodea.
22/8/15
GIRASOLES
La sombra que nos tira el arbolito no alcanza ni para cubrir el hormiguero que nos ha desalojado del lugar, obligándonos a recibir al sol de frente y sin filtros. Al costado del sendero de tierra, con Azul a más de trescientos kilómetros tras nuestras espaldas, nos rostizamos esperando el transporte que nos saque de este peladero del demonio. Salimos cinco días atrás de Mar del Plata sin un peso en los bolsillos, con dos mochilas gigantes de las que penden ollas y zapatillas. Como provisión, una bolsa de pan duro y de bebida solo la transpiración, pues a esta altura creo que ni saliva juntamos. El regreso al sur mendocino, que como mucho debería habernos insumido tres jornadas, se está convirtiendo en una verdadera pesadilla.
Tres aguiluchos desplumados esperan pacientes desde el único árbol, además del nuestro, que quiebra la planicie en kilómetros a la redonda. Principios de febrero del ochenta y dos, una de la tarde, cuarenta grados y subiendo. Carlitos voltea la cabeza y me mira sin verme, sus ojos atisban el humeante panorama donde el camino se zambulle en el cielo.
Tres aguiluchos desplumados esperan pacientes desde el único árbol, además del nuestro, que quiebra la planicie en kilómetros a la redonda. Principios de febrero del ochenta y dos, una de la tarde, cuarenta grados y subiendo. Carlitos voltea la cabeza y me mira sin verme, sus ojos atisban el humeante panorama donde el camino se zambulle en el cielo.
—¿Que hacemos acá mocha, a quien carajo se le puede haber ocurrido subir a ese camión de mierda? —exclama el menor de los Martini con un hilo lastimoso de voz.
—A Carlitos, ¿a quién otro? —contesto más resignado que molesto, carraspeando con fuerza para eliminar un molesto trocito de pan atorado en mi garganta y cierro los ojos obligado por el resplandor.
19/7/15
MAXIMILIANO
La impúdica luna se exhibía descarada con más estrellas que de costumbre. El reciente apagón en gran parte del país favorecía su bacanal nocturno. Enormes cactus alineados al costado del polvoriento camino parecían soldados de un silente ejército preparando su ofensiva.
Apenas terminaba de trabajar en la estación de servicio y retornaba caminando lentamente. No había sido una jornada normal y monótona como tantas pasadas. Lo que acababa de encontrar, y llevaba celosamente guardado en el bolsillo me tenía bastante animado.
Cuando cambié de dirección adentrándome en el escarpado atajo bordeado por aloes, me llegó claro el sonido de las olas en su eterno ataque a las rocas. El olor a algas mezclado con el de la sal y la húmeda arena me obligó a respirar profundo. Amaba ese aroma, me traía imágenes de distintas playas en diferentes épocas.
Como a medio kilómetro del cunucu, no aguanté más y me senté sobre una enorme roca que solitaria vigilaba la costa centro este de la isla. Miré con admiración la piedra azul engarzada en un anillo de… ¿oro? La luz lunar producía rojizas fulguraciones en su pulida superficie. Alcé mi mano y lo moví de izquierda a derecha buscando arrancarle nuevos reflejos. Entonces por un instante, me pareció observar un fino hilo luminoso que se elevaba perdiéndose en el negro infinito. Fue algo casi invisible, que se repetía cada vez que la sortija apuntaba a determinada parte del cielo. Lo que más me intrigó fue el delicioso escalofrío que estremeció mi cuerpo en aquel momento.
8/6/15
Un reencuentro en New Orleans
Cortaba ramas secas de los helechos que colgaban bajo el
balcón del frente de casa cuando lo vi. Había llovido durante la siesta
(siempre garúa sobre New Orleans) y tres horas después, el sol levantaba
vapores asesinos que a punto estaban de tronchar mi espíritu jardinero. Apoyé
la tijerita de podar sobre el borde de la escalera y bajé un par de peldaños
buscando una vista mejor. Pese a los veinticinco años transcurridos, reconocí
al instante el andar cansino, la figura encorvada. Debía haber bajado del trolebús
en St. Charles y venia caminando por Lousiana Avenue con un pequeño bolso
colgando de su mano derecha. Moví la cabeza sin poder escapar del asombro y
salí trotando a su encuentro.
Estaba más gordo y pelado, el escaso cabello, recién recortado, lucia teñido de canas. Sus hundidos ojos resaltaban el narizón de siempre.
Nos fundimos en un abrazo, fuerte y sentido el mío, el suyo frio y lejano, casi obligado.
— ¡Pablo, hermanito del alma, que alegría verte! —exclamé sin retirarle los brazos de la espalda. ¿Por qué carajo no avisaste que venias?, te hubiésemos ido a buscar al aeropuerto.
Estaba más gordo y pelado, el escaso cabello, recién recortado, lucia teñido de canas. Sus hundidos ojos resaltaban el narizón de siempre.
Nos fundimos en un abrazo, fuerte y sentido el mío, el suyo frio y lejano, casi obligado.
— ¡Pablo, hermanito del alma, que alegría verte! —exclamé sin retirarle los brazos de la espalda. ¿Por qué carajo no avisaste que venias?, te hubiésemos ido a buscar al aeropuerto.
9/5/15
La madre de las malas suertes
Cuando estás de culo...
—¿Qué te pasa ahora? —inquirió Luciana esforzándose por despegar sus lagañosos ojos y mantenerlos abiertos.
Me encontraba de rodillas sobre las baldosas, como rezando, con los antebrazos apoyados sobre la cama y las pupilas borrosas por el llanto. Puños y dientes apretados y esa hiriente punzada bajo el hígado que me convertía en un patético bicho bolita humano.
—No sé qué mierda tengo, es un pinchazo fuertísimo, como a la altura del apéndice —contesté con voz forzada conteniendo la respiración.
—¡Hay mi querido, te han caído las siete plagas de Egipto! — acotó mirándome con pena mientras se incorporaba cubriéndose los hombros con un sweater de lana blanca.
Afuera, un clima gélido había cristalizado las calles de la ciudad capital de Entre Ríos. Unos rayitos de sol se filtraban por entre las nubes, calentando apenas el aire paranaense. Era domingo, finales de febrero, año 2012 y me encontraba coronando los peores cinco meses de mi vida.
26/4/15
De sinsentidos y calamidades
W.G.G
La luna, inquietantemente roja, presagiaba
tragedias. Encaramados al alto pasaje de cemento que cruzaba los diez carriles
de la I 95, los hombres aguardaban el tiempo oportuno. Dos de ellos se alejaron
del resto y tras bajar pisaron peligrosamente el borde de la autopista. Uno
llevaba en sus manos un par de trapos y una botella de vidrio. De a ratos
miraban para arriba como esperando una señal que partiera del grupo.
José Ramón Samaniego cerró
los ojos antes que el sudor los inundase y mientras aspiraba profundamente, con
un dedo estrujó sus cejas. Dio un par de pasos laterales buscando atemperar el
temblequeo de sus tobillos. Todo lucia de un color ocre oprimente, el peso de
la vía láctea reposaba en sus hombros. Por tercera vez, en menos de un minuto,
maldijo el instante en que aceptó la apuesta que lo había traído a este punto
sin retorno.
9/4/15
A ORILLAS DEL MAR DE TIMOR
W.G.G
-UNO-
—Desde siempre —musitó estirándose en el sofá y encendiendo un cigarrillo, de esos inodoros de plástico.— ¿Cómo que desde siempre —preguntó el flaco pelón que estaba sentado a su derecha mientras rotulaba una carpeta con el nombre de Rafael Zarate.
—Bueno, por lo menos desde que me acuerde. Con decirle que en mi cumpleaños número trece mi mejor amigo era un siquiatra y en vez de confites, lo que había para comer eran pastillas antidepresivas. Desde que portaba pañales hubo un cura locos en el centro de mi vida. El ultimo, Don Oscar, fue mi confidente por más de siete años, siento como si hubiese perdido a un padre —agregó el hombre con pesar.
—Lo sé y espero serle tan útil como lo fue Don Oscar. Días antes de fallecer tuvo la cordialidad de acercarse a mi consultorio con su historia clínica y me pidió por favor que me hiciera cargo de su caso. No se podía marchar tranquilo sin saber que su salud estaba en las manos adecuadas, él también le tenía mucho aprecio —dijo el profesional apoyando la mano en el hombro del recostado.
—No tiene ni idea lo que ese señor significaba para mí, no sé qué voy a hacer sin sus consejos—sollozó el hombre.
—No se preocupe, confíe en mí, Don Oscar fue, además de mi mentor, un gran amigo y me encargaré de su caso por el tiempo que haga falta y sin cobrarle ni un centavo —dijo Felipe Giqueaux observando a Rafael como si de su ídolo de rock se tratase.
27/3/15
El regreso de Oscar Fritz Hertztog
W.G.G
El primer
atardecer de primavera, Oscar Fritz Herztog retorna al terruño que lo acunó de
niño. Es el doceavo año del tercer milenio. Un verde frescor de Olmos y
casuarinas sale a recibirlo. Abre la tranquera y se encamina hacia la casa que
él mismo (junto a su abuelo, padre y hermanos) edificó a finales de los cuarenta.
Sobre Línea de los palos, a unos seis kilómetros del pueblito de Jaime Prats, se encuentra la finca de nueve hectáreas, aunque en su niñez a él le parecieran todo un continente. Poco luce diferente, allí está la hijuela entre dos filas de membrillos, el lugar en donde con Rainer su primo mayor, y en una play boy robada a otro primo, vieron la primera mujer desnuda. Por allá, el roble dividiendo los chiqueros vacíos y los restos de madera del sagrado refugio que, hasta con puertas y ventanas, erigieron con Edgardo y Roberto sobre el árbol amigo. Los mismos ladridos (otros perros) proveniente de las casuchas emplazadas en los tres puntos estratégicos, según su abuelo para custodiar la casa. El horno a leña al costado del gallinero (que como mucho alberga hoy seis gallinas y uno o dos gallos) y la visión instantánea de las nochecitas de empanadas lechón y pan casero que solían disfrutar con la alemanada de la zona. A su derecha el bosquecito de pinos junto a la vivienda y el momento de escoger la rama más derecha para la Noche Buena o la belleza de verlos emblanquecidos por alguna nevada.
Hertzog regresa tras medio centenar de inviernos. Setenta y tres años matizaron sus cabellos. El paso largo y decidido disfraza la edad, va sin miedos, convencido de lo que debe hacer. Sin tristezas, con la curiosidad de un bebé que vuelve a introducirse al vientre materno. No hay nostalgia, se dice una vez más, no se añora lo que uno no puede volver a vivir. O por lo menos eso se forzó a creer cuando puso el primer pie en Alemania. Creer que allá en la selva negra, en la fría y distante cuna de sus antepasados, estaba el único futuro posible.
Sobre Línea de los palos, a unos seis kilómetros del pueblito de Jaime Prats, se encuentra la finca de nueve hectáreas, aunque en su niñez a él le parecieran todo un continente. Poco luce diferente, allí está la hijuela entre dos filas de membrillos, el lugar en donde con Rainer su primo mayor, y en una play boy robada a otro primo, vieron la primera mujer desnuda. Por allá, el roble dividiendo los chiqueros vacíos y los restos de madera del sagrado refugio que, hasta con puertas y ventanas, erigieron con Edgardo y Roberto sobre el árbol amigo. Los mismos ladridos (otros perros) proveniente de las casuchas emplazadas en los tres puntos estratégicos, según su abuelo para custodiar la casa. El horno a leña al costado del gallinero (que como mucho alberga hoy seis gallinas y uno o dos gallos) y la visión instantánea de las nochecitas de empanadas lechón y pan casero que solían disfrutar con la alemanada de la zona. A su derecha el bosquecito de pinos junto a la vivienda y el momento de escoger la rama más derecha para la Noche Buena o la belleza de verlos emblanquecidos por alguna nevada.
Hertzog regresa tras medio centenar de inviernos. Setenta y tres años matizaron sus cabellos. El paso largo y decidido disfraza la edad, va sin miedos, convencido de lo que debe hacer. Sin tristezas, con la curiosidad de un bebé que vuelve a introducirse al vientre materno. No hay nostalgia, se dice una vez más, no se añora lo que uno no puede volver a vivir. O por lo menos eso se forzó a creer cuando puso el primer pie en Alemania. Creer que allá en la selva negra, en la fría y distante cuna de sus antepasados, estaba el único futuro posible.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)