W.G.G
—Hoy se
cumplen veinticinco años desde aquello, hermanito y aun te seguimos extrañando
—dijo Silvia y con su mano derecha le retiró un mechón rubio que pendía entre
sus cejas.
Fue un
domingo frío, húmedo y nublado, recordó Federico. Había asistido, junto a Pepe,
Tito y pachorra López, a una carrera de turismo nacional en Balcarce. Era de
tardecita cuando volvían, ese momento en que el sol te da en los ojos y no hay
forma de esquivarlo. Todavía no podía explicarse de donde salió el caballo
aquel. Pegó un volantazo y lo esquivó por centímetros, pero la Ford F-100
derrapó y fue a estrellarse contra un centenario roble tras un zanjón de riego.
No llevaba el cinturón puesto y atravesó el parabrisas, aterrizando como diez
metros más adelante en un campo arado, con tal mala suerte que su cabeza
impactó contra la única piedra en toda la hectárea.
Entró en
un coma profundo, del que salió, milagrosamente, dos meses y medio después.
Esto hubiese resultado una bendición para cualquiera, si no fuera por un
pequeño inconveniente…Federico era el único ser humano consciente de este
acontecimiento.
—A veces
pienso que sería mejor que todo terminara. ¿Qué sentido tiene prolongar nuestro
sufrimiento? Hace tiempo que vos ya no estas hermanito y mantenerte enchufado
por nada, nos está llevando a la bancarrota —murmuró la mujer fríamente
mientras se levantaba de la silla y descolgaba un saquito de lana del perchero,
ubicado junto a la puerta de salida.
Pudo
realizar únicamente un movimiento en todos estos años, levantar los parpados al
emerger del coma. Luego, parálisis total, ni un pestañeo. Gracias a una
sugerencia de su madre le ponían gotas en los ojos regularmente y eso salvó su
visión. Por un tubo conectado a su esófago le suministraban agua y alimentos.
Cada ocho horas, aproximadamente, lo cambiaban de posición para evitar el
anquilosamiento.
Una mente
sana, prisionera en un cuerpo muerto. Era la situación más terrorífica a la que
un humano podía estar sometido. Lo que a Federico le resultaba
desgarradoramente increíble, era que tras un sinfín de pruebas, realizadas al
principio, nadie hubiese detectado que su intelecto estuviera intacto. ¿O es
que acaso sus ondas cerebrales no podían ser medidas?
Angustia,
desesperación, impotencia, abandono, no se encontraría un término que
describiese las emociones que castigaban al pobre hombre.
Sus ojos
y sus oídos fueron testigos del lento proceso por el cual, luego de unos
primeros meses de esperanza, lo declararon “vegetal”, arrojándolo
indefinidamente en aquel cuartucho de hospital. Dieciocho años atrás le habían
realizado las últimas pruebas.
—La
escala Glasgow, la maldita escala Glasgow —pensó Federico con tristeza,— es la
culpable principal de mi horrible soledad.
Esta
escala es un método “supuestamente” confiable para diagnosticar el grado de
coma en un paciente. Cuantos médicos y enfermeros habían circulado por su
habitación, para terminar declarando, una y otra vez, la muerte cerebral.
—¿Es que
nadie va a chequear nunca mis impulsos mentales? —se preguntaba el desahuciado
individuo.— ¡Estoy vivo, pienso, sufro! ¿No pueden verlo en mis ojos? ¡Por
favor, rescátenme! ¡Dios Mío, sáquenme de aquí!
La madre
fue una de las pocas personas que siempre creyó en él. Se quedaba horas junto a
sus despojos humanos, contándole sobre acontecimientos familiares, sobre la
vida de sus amigos, los sucesos del país, el clima, lo que había comido, etc.,
etc. Gracias a ese ángel, se le hizo más tolerable el infierno y cuando un día
murió, deseo poder irse con ella, pero el suicidio era algo inalcanzable para
Federico. Su impiadoso corazón seguía latiendo soberano.
Aprendió
a dormir con los ojos abiertos, cuando de noche, la mayoría de las luces del
cuarto estaban apagadas. Contaba los minutos que faltaban para que variaran su
posición, con la esperanza que no lo pusieran mirando el techo o las sabanas y
con mucha suerte, sus pupilas pudiesen entonces enfocar la ventana. Si las
cortinas estaban abiertas podría ver el cielo azul o las hermosas nubes y
alguna que otra ave pasajera.
Antes,
por lo menos, su mamá le dejaba la radio bajita. Escuchaba música, noticias y
hasta algún partido de futbol. Por aquellos días, podía saber la fecha en que
estaba. Ahora no tenía ni idea, y el saberlo se convirtió en una verdadera
obsesión. El único torturante sonido del presente era el respirador artificial
de otro colega vegetal, instalado meses atrás en la misma pieza y del que solo
lo separaba un destartalado biombo amarillo.
Entonces
un día lo escuchó y vio sus pies…
Hacia
unos minutos que Silvia, la única persona que lo visitaba regularmente, se había
marchado. Lo tumbaron mirando las gastadas baldosas. Se entretenía siguiendo el
recorrido de dos hormiguitas negras que parecían jugar carreras por la
descolorida junta.
Le llegó
una voz nítida que lo subyugó al instante, denotaba confianza y autoridad. Los
pasos sonaron firmes al acercarse a su cama. Usaba unas zapatillas azul claro y
un jean gastado, por lo menos hasta donde los podía observar Federico.
—Descríbame
este caso señorita —ordenó cortésmente
.—Federico
Orticoechea, cuarenta y siete años, lleva más de veinte en condición vegetal.
En los primeros años se le hicieron las pruebas rutinarias que confirmaron su
coma irreversible —dijo la enfermera como recitando un discurso aprendido de
memoria.
.—¡Tu
abuelita está en coma, desgraciada de mierda! —pensó con rabia el pobre
infeliz.
—Tiéndalo
boca arriba por favor Amanda —dijo la seductora voz.
.— A ver,
don Federico —agregó el doctor Gutiérrez,— ha transcurrido mucho tiempo desde
que alguien te prestó un poquitito de atención.
.Federico
analizó aquel rostro de mandíbulas generosas y barba recién retocada. Había
algo en esa persona que le infundía una intensa paz. Tras revisarle los ojos,
ahora palpaba con detenimiento su cuerpo, centímetro a centímetro, buscando
esperanzado algún tipo de reacción.
.—Pese a
llevar más de dos décadas en este estado, su físico no tiene el deterioro que
se hubiese esperado — le dijo sorprendido a la mujer, haciéndole señas para que
se acercara con la planilla y los elementos involucrados en el test programado.
.—He
recorrido todo el país analizando casos como el tuyo Federico y ni te imaginas
con las gratas sorpresas que me he topado —le dijo Joaquín Gutiérrez,
insuflando esperanza en el alma del pobre infeliz.
.Acercó
una pequeña aguja al dedo gordo del postrado y mientras lo pinchaba agregó:
—Comencemos
con la bendita escala Glasgow, que aunque no termina de convencerme, es lo que
tenemos para lograr una autorización que nos habilite a realizar chequeos más
sofisticados.
.La
ilusión de Federico se desmoronó al instante de escuchar el nombre de la odiada
prueba. Otros exámenes anteriores, del mismo tipo, habían fracasado. ¿Por qué
tendría que ser diferente ahora? se preguntó descorazonado.
.—Si aún
hay algo de ti ahí adentro, mi amigo, está puede ser una de las últimas
oportunidades en darlo a conocer. Concéntrate y pon tu mayor esfuerzo en
mandarnos una señal —expresó el bondadoso galeno, mirando a los ojos de
Federico sin desviar la vista ni un momento.
.Por
cuarenta minutos realizaron los procedimientos de rutina. Un doloroso silencio
asfixiaba el ambiente, solo interrumpido por la voz de Gutiérrez afirmando cada
tanto: No responde.
.—Muéstrame
algo, lo que sea, tan solo una señal —imploraba el médico tras cada nuevo
fracaso.
La
enfermera puso al abatido hombre otra vez bocabajo y lo tapó hasta el cuello
con la sábana.
.—Sus
zapatos son hermosos —pensó Federico al observar los mocasines de cuero blanco
que se alejaban rumbo a la puerta.
.—Apúrese
Amanda —dijo el doctor, — debemos estar en el Hospital Italiano antes del
mediodía, hay dos casos más esperándonos. No se olvide ningún papel, por favor.
.Gutiérrez
miró el inerme cuerpo y suspiró afligido. Nunca se acostumbraría a su nuevo
oficio de sepultar almas por toda la eternidad.
.—Una
pena, creí ver algo en sus pupilas —musitó mientras se acercaba dos pasos para
pegarle un último vistazo.
.Un
segundo antes de darle la espalda, vio deslizarse por el pómulo del postrado un
grueso lagrimón. Esperó un momento, confundido. Su mirada clavada en la gota
salvadora que alcanzaba la comisura de los labios. Luego, una más por la
mejilla contraria y otra y otra…
.—¡Dios mío,
sabía que estabas allí adentro! —susurró el barbado galeno, apretando con
fuerza las manos de un felicísimo Federico.
.Gutiérrez
sintió como sus ojos también se ahogaban en llanto…
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