W.G.G
Detuvo
sus pasos por unos segundos y antes de cruzar la avenida alzó la vista
fijándola en el reloj que coronaba el Bank of America. Oficiaba también de
termómetro y era esa la medición que a Peter Serbello le interesaba. Cincuenta
y ocho grados a las once treinta y siete de la noche.
—La
cosa pinta fresquita —susurró abotonándo la camisa hasta el último botón y
alzandose el cuello con torpes dedos.
Estudió
la peatonal a la vez que pensaba en la manera de suavizar un poco el frio y
pegar un ojo, aunque fuese por unas pocas horas. Solo el viento, acompañado de
algunos papelitos, transitaba por Lincoln Road. Un perro toreó entusiasmado y
de repente un trio gatuno pasó rozándole las botamangas y obligándolo a
retroceder un par de pasos. La temperatura bajaría aun un par de grados y
maldijo el momento en que olvido el sweater en la estación de policía esa
mañana. La calefacción estuvo siempre encendida y los detuvieron por más de
tres horas. No porque los consideraban sospechosos en alguna forma de la muerte
del muchacho, sino porque allí adentro parecía haber poco trabajo y Peter y
Scott ayudaron a mitigar el tedio con sus desopilantes anécdotas.
En
la esquina con Washington, el tacho de basura del Mac Donald le ofrendó dos
mini hamburguesas casi enteras y unas cuantas frazadas de diario para
cobijarse. Ahora solo restaba encontrar el negocio que lo iba a honrar con su
frente. Al final optó por uno de sus preferidos, una tienda de calzados y
carteras cuyo amplio y profundo hall era el dormitorio ideal, además, y eso era
lo que realmente le interesaba, no existían colegas con quien compartirlo. Se
sentía solo pero no deseaba estar con nadie. Una gran parte de los homeless de
South Beach, si es que tenían más sangre que alcohol en las venas para entablar
una conversación, eran aburridos por ser extremadamente monotemáticos. En
cambio con Scott, cuando estaban sobrios, podían hablar de cualquier tema.
Tenían afinidades diversas, más allá de la cerveza y el ron, como el cine, los
deportes, la literatura y más que nada el clima. Como les fascinaba seguir el
hora a hora de las tormentas monstruos que se cernían sobre el sur floridiano.
Era una pasión morbosa, como que gozaban con la proximidad de un gran desastre
que igualara a todos en la desgracia, con la íntima esperanza de que el huracán
se los llevase para siempre.
Comenzó
a acomodar los cartones que algún generoso le había dejado al costado de un
cantero de yucas y aloes, sacó el libro de Dean Koontz, se hallaba en una
pequeña mochila que lo acompañaba siempre y albergaba otros dos o tres libros,
un jabón, cepillo y pasta de dientes, champú y alguna que otra botellita
de jugo de naranja o ananá, mezclado con
ron o vodka para disimular el olor y el color. Con suerte habría también una
remera y un calzoncillo. No se podía dar el lujo de acarrear algo más pesado o
con cierto valor pues no pasaba una semana sin que le robaran algo.
Debía
tener cuidado con el libro, la lluvia le destruyó un ejemplar de John Grisham y
otro de Ken Follet en junio pasado. La biblioteca le había suspendido su
membresía como por tres semanas hasta que pudo juntar los treinta dólares de
multa. Al fin y al cabo esa tarjeta era la única identificación que poseía, el
resto de sus papeles los fue perdiendo a lo largo de los años y a diferencia de
Scott que mantenía su documento de identidad y su seguro social, Peter era un
perfecto indocumentado. La biblioteca constituía su verdadero hogar, con Scott
pasaban horas en ese lugar público. Cuando a la nueve de la noche cerraba, los
sacaban casi a la fuerza, por esa manía de querer leer otra página, aunque sea
solo un renglón más. Para ser honesto, vale acotar que la casa de libros de
Miami Beach estaba siempre inundada por los sin techo. El aire acondicionado y
los mullidos sillones eran una panacea para los desamparados. Más allá de estas
bondades, Peter y Scott iban verdaderamente a leer.
Se
ubicó en la esquina derecha, al lado de la puerta de entrada, hoy no tendría
que disputar con nadie la mejor ubicación. Su afortunado amigo pasaría algunas
noches entre cuatro paredes y un techo. Durmiendo sobre una cama, con sábanas y
almohada limpias, todo un lujo. Verdad que se había sacado la lotería con esos
dos críos alemanes que tenía. Se casó en Columbia, durante su segundo año de
estudio, con una germana compañera de la carrera de antropología en la
universidad de South Carolina. Apenas recibidos, en 1983, se fueron por unos
años a vivir a Alemania, allá tuvieron mellizos. En el 89 volvieron a South
Carolina, esta vez se radicaron al sur del estado hasta el día en que,
dieciséis años más tarde, devino la tragedia y Scott se perdió en la bebida.
Cada tanto sus hijos bajaban de Europa y se lo llevaban a un hotel por unos
pocos días. Dos veces, una en Stuttgart, otra en New York, le pagaron clínicas
de desintoxicación, pero después de una semanita de compostura, volvía a la
bebida con más virulencia que antes. A Peter le desgarraba el alma la mirada de
aquellos jóvenes cada vez que se despedían de su padre.
Se
sentó sobre dos cajas desarmadas de Idaho potatoes y apoyó su espalda sobre la
parte baja de la vidriera, pese al reparo sentía la brisa que se encañonaba y
lo obligaba a arrinconarse. Se puso en posición fetal y abrazó sus rodillas, un
escalofrío, una especie de soplo gélido, recorría su interior helándole el
alma. En la primera mitad de su vida había alternado etapas buenas y malas.
Ciclos de poco más de diez años, meditaba Peter con la vista atada al dibujo de
una papa enmarcada por un mapa. La vida le ofrecía cosas bellas y después se las
cobraba, a veces como al final de la última década positiva, con intereses
usureros y por lo que veía, impagables. Se había roto la secuencia, entrando en
una desgracia permanente. Veinte y pico de años en la mishiadura. Un estado
anímico calamitoso, que rara vez se alteraba y que lo llevaba a pensar que la
mejor noticia podría ser la muerte. Aunque no se le cruzaba la idea del
suicidio, era demasiado cobarde para darle una salida tan digna a su
existencia.
Ni
tres cánceres habían podido facilitar su macabro deseo. En el 2001le
diagnosticaron uno de piel, le siguió el de testículos y medio año atrás la
remató con uno de estómago, el más grave de todos. No había mes en que no
entrara al Mont Sinai por la puerta de emergencias, más muerto que vivo. Lo tenían
cuatro o cinco días a suero y antibióticos, le ofrecían cuatro comidas por día
y después lo largaban a la calle gordo y lustroso. Al poco tiempo empezaba de
nuevo a vomitar bilis, orinar sangre, se le enronchaba todo el cuerpo y la piel
se le tornaba de un color verde grisáceo, pero no había forma de ir a alimentar
los gusanos. Estos médicos judíos de South Beach deben ser medios brujos, le
comentaba Scott cuando lo veía aparecer como nuevo.
—Tal
vez sigo respirando porque tengo asignado algo especial para realizar en esta
vida, un designio divino —repetía buscando esperanzarse en noches como aquella,
pero al momento descartaba el pensamiento. No hallaba razones para creer en
Dios, no podía existir un ser tan perverso que durante veintisiete años le
hubiese estado asestando palo tras palo y con encarnizada saña. Por lo menos lograba
evadirse a través de los libros y Dean Koontz lo reconfortaba haciéndole pensar
que existía gente más desdichada que él.
Amoldó
una caja para utilizarla como almohada, se acostó con los pies apuntando a
Lincoln Road para luego taparse las piernas con hojas del Nuevo Herald y del
New Times. Arriba, en la vidriera se exhibía obscenamente una cartera Louis
Vuitton de 1775 dólares. Era aproximadamente la plata que Peter gastó en los
dos últimos años. Como cambia la percepción según la situación en la que uno se
encuentra, meditó el hombre mientras buscaba la página doblada de “Odd
interlude”. Hoy por hoy veinte dólares le parecían una fortuna, si cuando en
mayo pasado el argentino que trabaja en el National Hotel le regaló cincuenta
dólares para su cumpleaños, solo faltó que le diera un beso en la boca para
mostrarle lo agradecido que estaba. Le sonaba de otra vida el que un cuarto de
siglo antes hubiese estado pagando 1.000 dolares por el alquiler de una casa y
300 por la cuota de un auto.
Escuchó
ruido de pasos y dirigió la vista hacia la salida del hall. Dos homeless lo
observaban como esperando su aprobación para ingresar. El navajo empujaba una
silla de ruedas donde estaba ubicado el cubiche Pedro. Quien sabe que cuernos
le había sucedido ahora, se la pasaba accidentado el pobre infeliz. Luego de
saludarlos con un tenue movimiento de cabeza, buscó la expresión que indicase
que no eran bien recibidos. A los pocos segundos se marcharon maldiciendo por
lo bajo, no estaban en condiciones de enfrentarse a nadie, ni siquiera a Pete.
El
cigarrillo dejado a medias al rato de salir de la biblioteca se le deshacía en
el bolsillo de la camisa, lo extrajo con cariño acomodándolo con suaves
golpecitos contra la palma de su mano, era un Camel, su marca favorita. No lo
fumaria hasta que el suspenso de la novela así lo ameritara. Se acomodó de
costado buscando atemperar un insipiente ardor de estómago. Cirrosis, úlcera,
cáncer. Qué más le faltaba a su pobre panza para cantar cartón lleno. Se sentó
fastidiado, la billetera hurtada del cadáver del joven se le incrustaba en la
cadera. La inspeccionó con detenimiento, era hermosa, le encantaba el olor a
cuero que despedía. Descubrió bajo la marca un pequeño compartimiento secreto
de poco más de una pulgada. Difícil
saber si contenía algo pues el sello de Guchi dificultaba su acceso. Usando el
pulgar presionó con fuerza la base del bolsillito y vio emerger una tarjeta
negra de memoria con una M pintada. La observó con curiosidad, ¿serian fotos?,
¿alguna filmación? Tras unos instantes la guardó nuevamente en su sitio
introduciendo la billetera en la mochila. Mañana vería el contenido en una
computadora de la biblioteca.
Se
recostó con cuidado y abrió la novela del oriundo de Pensilvania perdiéndose en los intrincados vericuetos de
la vida de Odd Thomas. A la medianoche
del martes, Peter Michael Serbello no tenía ni idea de cómo, en apenas unas pocas horas, la rutina de su
insulsa y miserable vida se vería trastocarse para siempre. Continua en el libro...
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