W.G.G
Se inició como un sueño efímero, una salpicadura de imágenes de fuego y polvo en las cuales veía al primer y segundo avión incrustándose en las torres gemelas. Luego la gente arrojándose desde las ventanas humeantes. Me desperté en el suelo, con el aliento entrecortado, hecho un nudo entre las sabanas y la almohada.
Me sucedió la madrugada del cuatro de septiembre del dos mil uno, siete días antes del infausto atentado. Entonces no lo comenté con nadie, aunque creo habérselo dicho como al pasar a mi hijo mayor. En definitiva, se trataba de una pesadilla más de las que me venían sucediendo regularmente en los meses anteriores.Por aquel año, trabajaba de bartender en el quincho de la piscina del Hotel Las Palmas, en Miami Beach. Allí mismo, días después, observé estupefacto el desarrollo de los acontecimientos.
—Esto yo lo soñé, igualito—les dije temblando a mis compañeros de laburo, con la vista pegada al televisor.
Las caras de burla e incredulidad, abortaron cualquier intención de brindarles mayores precisiones. En los meses siguientes no volví a mencionar el tema, ni siquiera con mi familia. Lo que menos deseaba era ser tratado como un fenómeno circense.
Intenté convencerme de que había sido todo una alucinación, pero la procesión siguió rodando por dentro. El asunto me torturó, noche tras noche. Al principio hasta evitaba cerrar los ojos, para no encontrarme con los inquietantes pantallazos.
El tiempo fluyó y poco a poco fui olvidándome del singular incidente. No porque las pesadillas desaparecieran, sino porque las nuevas visiones resultaban vagas e inconexas, imposibles de relacionarlas con hechos concretos. Veía personas extrañas, sufriendo accidentes en lugares desconocidos. No sabía, ni me interesaba saber, si estas cosas sucederían realmente.
El gran Tsunami se convirtió en la siguiente revelación. Me fue dada (¿por quién?) con una semana y media de antelación. Vi a los pobres asiáticos sucumbir ante el devastador fenómeno natural. Escuché sus gritos al ser levantados por las olas y arrastrados, junto a edificios y automóviles, tierra adentro. Al despertar comprendí, sin dudas, que se avecinaba otra calamidad. Por los rostros deduje que eran orientales, aunque no tuve ni la más pálida idea de la locación. Esa vez sentí la imperiosa necesidad de comentarlo con alguien.
—En poco tiempo sucederá algo muy feo, —le dije a mi esposa a la mañana siguiente mientras tomábamos mate. — Espero equivocarme mi amor, pero esta cruz es demasiado pesada y no puedo cargarla solo.
—Al fin me vas a contar lo que te tiene de tan pésimo humor en este último tiempo, — exclamó la riojana con cara acusadora, como intuyendo que le iría a comentar algún affaire amoroso.
El alivio que me recorrió al compartir mis aprensiones e incertidumbres, fue inmediato. La expresión que inauguró el rostro de Viviana, indicaba que no creía ni una pizca de lo que le estaba contando (¿quién no?). En pocos minutos su incredulidad se transformó en rabia y terminó en pena.
—No me pidas que te crea, —dijo al comprender por fin que no estaba bromeando.
Al comienzo llegó a pensar que se trataba de otro de esos rebuscados cuentos fantásticos, que le leía de vez en cuando.
—A mí también me gustaría que no fuese verdad, que se tratase de mi cerebro jugándome una mala pasada y que los cables se me estén cruzando. Cualquier cosa sería mejor que este espantoso don. Tocado o iluminado, sos la única persona en quien puedo confiar mi amor, —expresé con un susurro asfixiado.
Me miró con una mixtura de resignación y miedo y por unos segundos sopesó las palabras como si fuera a decirme la frase de su vida.
—No nos queda más que mantener el secreto, por ahora y esperar a ver qué pasa en los días por venir.
—Semana y media después se produjo el Tsunami. Ese día estaba libre, mi mujer me llamó desde el trabajo. Con un fino hilo de voz me preguntó entrecortadamente si había escuchado las noticias. Al borde de la desesperación, decidimos ese atardecer que ante la próxima visión clara de una catástrofe, daríamos a conocer a los medios de prensa las características del suceso por venir.
— ¿Y qué si es un designio divino?, no puedo seguir escondiéndome —le comenté a Viviana, asombrándome al instante por traicionar de esa manera mi hasta entonces estoico ateísmo.
—Al principio te van a tomar por un lunático, pero después de dos otras predicciones cumplidas, el mundo sucumbirá ante la evidencia —me confortó mi adorada, agarrando mis manos y pegando su húmeda mejilla a mi frente.
El silencio áspero y denso nos inmovilizó. Por minutos permanecimos abrazados en la penumbra del comedor. El sonido del antiguo cucú de mi abuelo nos llegaba en un apagado eco lúgubre. Nos recorrió la certeza que toda posibilidad de una vida normal, en familia, se iba esfumando para siempre.
Por meses, ignoré las decenas de alucinaciones nocturnas. Por suerte no reconocí a nadie de esos pobres infelices que terminaban su existencia de manera trágica. Mal que mal seguía con mi rutina diaria.
La tercera premonición me llegó a principios de este 2010. Vi espantado como Puerto Príncipe era asolado por el peor terremoto de la historia moderna. En esta ocasión reconocí la ciudad. Vivo cerca de Little Haití en Miami, he trabajado con numerosos haitianos y en más de una ocasión observé fotos y videos de la ciudad isleña. Esa mañana me quedé hasta tarde en la cama, mi mente a mil, planeaba los pasos a seguir. Decidí esperar unas horas, cuando Viviana volviera del trabajo, me ayudaría a redactar las gacetillas que enviaríamos a los medios de prensa. No me pude contener y como a las seis de la tarde, llamé a mi gran amigo haitiano Jean Mendiell. Me costó encontrar una forma creíble de convencerlo para que sacara a su familia de la capital caribeña. No necesité abundar en detalles, dijo solo una frase y luego me corto la llamada con la voz coagulada por el llanto.
—Si se trata de una broma, es de muy mal gusto mi señor —exclamó con el respeto con que siempre me trataba.
Allí me enteré que el terremoto había pasado minutos antes y que esta vez el aviso me fue dado solo con medio día de antelación. Figúrense como me sentí cuando aquella noche, frente al televisor, era herido por una metralla de crudas imágenes. No sé si pude haber hecho algo en tan corto tiempo, es probable que no, pero nadie sacaría ya de mi conciencia, las decenas de miles de muertos que provocó el sismo.
Pasé semanas enteras habitado por un zombi, caminaba de un lado al otro sin musitar palabra alguna. Mi esposa mandó a los niños dos meses a Argentina y trató de darme soporte anímico, aunque ella estaba tan destruida como yo. No hallábamos explicación ni salida para lo que nos sucedía. Mi psiquis era una madeja sin punta para desenredar. Ni dos horas dormía por día, obligando a mi compañera a despertarme cada quince minutos. Así y todo, pequeños flashes de ignota gente acudían a mí.
En marzo pareció arribar la solución. El siquiatra de un amigo, me recetó unos poderosos somníferos que cortaron de cuajo los malditos sueños. Por más de ocho meses viví sin las postales del averno. Dentro de lo lógico, comencé a recuperarme, retorné al hotel y volví a sonreír. Hasta aceptamos la invitación de una pareja amiga para salir a pasear, a comer algo, quizás al cine (las dos familias) una noche de estas.
Fue un espejismo, traté de convencerme que todo había concluido, pero lo veía venir. Era como que el efecto de las pastillas disminuía progresivamente y algo borroso de sonidos guturales luchaba por aflorar, como un monstruo anestesiado reaccionando lentamente.
Anoche al fin pasó. Tuve la premonición más escalofriante de todas. Después de ella, da lo mismo avisar o no, resulta igual que lo crean o no. Es tan inverosímil como espeluznante, nada se puede hacer. Sucederá pasado mañana, en la noche buena del 2010. Observé pinitos de navidad por todos lados. Luces multicolores en los frentes de las casas. Rostros alegres, risas, música. Una verdadera celebración a la vida. Sucedía en Miami, pero también en Nueva York, Los Ángeles, Chicago, Londres, Roma, Rio, Bs. As. etc. etc. El planeta resultaba invadido por cientos de ovnis, de los cuales descendían miles de extraterrestres chiquitos y grises, de ojos rasgados. Masacraban en solo un par de horas a toda la humanidad, para poblar luego ellos una tierra en ruinas.
Nada queda por hacer, no quiero esperar su llegada. Escribí este testimonio con la remota esperanza que algún sobreviviente lo lea en el futuro, aunque en mi visión ni uno quedaba. Me encuentro junto a Viviana y mis dos niños, es noche buena, acabamos de bailar un vals a la orilla del pino y sobre la mesa del comedor hay unos turrones y cuatro vasos con sidra. Ellos no saben que en su interior cuatro pastillas de cianuro burbujean desintegrándose.
Augusto Cardinalli – Miami – 24 de diciembre del 2010
Los cuatro cuerpos caídos de las sillas. El mantel arrastrado hacia el piso, los vasos quebrados. Un triste villancico de navidad se desprende desde la casa vecina y las notas musicales ondulantes penetran mansas recorriendo los cadáveres. El teléfono comienza a sonar y el contestador automático graba el siguiente mensaje:
— ¿Cómo está la familia Cardinalli? Les deseamos una hermosa navidad. Quizás más tarde pasemos a saludarlos. Como sea, Agustín, te aviso que ayer compramos las entradas para el cine ¿En eso habíamos quedado no? El viernes a las 21:30, después de cenar, para que salgas y despejes un poco la mente. ¿Les parece bien? Es de las películas que te solían gustar mi querido amigo. Purita ciencia ficción, platos voladores y hombrecitos grises por todos lados, se llama “No habrá otra navidad”, dicen que está buenísima. Chaucito, nos vemos…
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