19/2/10

EL PATO Y SUS PATITOS

Walter G. Greulach

La brisa cordobesa silbaba desganada, desgreñando los carcomidos flecos de la bandera argentina. Hubiese resultado un sacrilegio descolgarla. Ubicada en la esquina del techo de nuestro edificio (por el lado de calle Laprida), era el símbolo vivo de la hazaña mundialista consumada unos cuantos meses atrás.

Caminábamos la primavera del ochenta y seis, quizás diciembre. Lo afirmo porque al entornar los parpados, recuerdo el aroma de las gardenias enredadas en la ventana del living. Estaríamos disfrutando unos buenos mates, José María sería el cebador, seguro que en el centro de la reunión un kilo de pan criollo (con un frasco de dulce casero) esperaría el ataque inminente.

La reunión era impostergable, importantísima. Sin embargo, solo cuatro de los cinco ocupantes del departamento de barrio Observatorio nos hallábamos presentes. Sobre el ausente hablaríamos la tardecita aquella.
 Las edades rondaban entre los dieciocho y los veinte años, todos estudiantes de comunicación social en la Universidad de Córdoba. Se me hace que de fondo sonaría el programa deportivo del negro Brizuela por LV3. (Siempre lo escuchábamos)

Alfonso Carrillo tendría unos treinta y pocos años, se doblaba de flaco y llevaba en la cabeza un enjambre de rulos. Aparte de esto, era gay hasta el tuétano. Debíamos ser los únicos que no se habían dado cuenta de ello. Hasta el día que comenzó a cerrar con llave la puerta de la cocina, para (según nos decía) poder dedicarse, sin interrupciones, a preparar sus alumnos de secundaria. Cuando llegó el tiempo de vacaciones, las “clases” comenzaron a ocupar tardes enteras. La cuestión se tornó preocupante, no tanto porque nos importase que cuernos sucedía allí, si no porque nos era vedado el acceso a la heladera, ni siquiera agua para el mate podíamos calentar. Alfonso era el único mayor de edad, por lo tanto fue quien firmó el documento del alquiler (por un año) y estaba en el derecho de corrernos a patadas. El tema era que en dos meses, habría que renovar dicho contrato y entonces Osvaldo ya estaría en condiciones legales de hacerlo.

Unas pocas averiguaciones en la facultad y caímos en cuenta que más de uno especulaba también sobre nuestra dudosa condición sexual. No concebían otra explicación para el hecho de que conviviéramos con el pato mayor y no fuésemos patitos. La situación nos traumó profundamente. A mediados de los ochenta, en Argentina, el tema de la homosexualidad era un tabú intocable. Todavía hoy nuestra sociedad se niega a debatir abiertamente este espinoso tema. Imagínense el pánico que nos agarró ante la idea que comentarios como los que corrían por el claustro estudiantil, desembarcaran en los oídos de nuestras familias.



José María chupó con furia la bombilla, como si se tratase del último mate de su vida y en un susurro dijo:

—La única que nos queda es agarrarlo con las manos en la masa.

—O con el trozo en la mano, —acoté cagándome de la risa.

—¡Deja los chistes, esto es bien serio che! —me censuró Osvaldo medio atorado con un pan criollo.

Recuerdo que fue Sergio (el inefable Sergio Coniglio), quien tiró la idea de subirnos al techo de nuestros vecinos santiagueños y desde allí, parapetados detrás del tanque de agua, espiar lo que pasaba. Tendríamos una excelente vista sobre la ventana y la puerta trasera de la cocina que apuntaban a una aislada terracita.

—Supongan que lo descubrimos…y después ¿qué? —preguntó escéptico Carlitos, el hermano menor de José María.

—Después le tomamos fotos y lo chantajeamos con dárselas a la policía, —sugirió Sergio temerario.

—¿Y qué si el flaco es un psicópata?, ninguno de nosotros lo conoce bien. ¿Qué si nos agarra a cuchillazos limpios? —exageré, con el tinte trágico que ya, desde aquellos años, me caracterizaba.

Inesperadamente, recibí el respaldo de Carlitos, al que consideraba el más valiente de todos y que dormía en la misma pieza con José María y Alfonso. Razón por la cual ellos, más que ninguno, necesitaban desesperadamente demostrar su hombría.

Sí, —dijo el menor de los Cardozo— tiene una vieja pistola y una caja de balas guardadas en algún lugar de su cómoda, recuerdo haberlas visto tiempo atrás.

Un silencio monolítico nos galvanizó. Por medio minuto, hasta Brizuela y el turco Wehbe parecieron callarse en la radio. Nadie estaba dispuesto a jugarse el pellejo por el mugroso departamento.

—Que se quede con sus orgias académicas, ¡me largo ya! —exclamó José Maria, haciendo gala de su habitual coraje.

—¡Para un poco cagón! —lo amonestó Osvaldo, la mente del grupo y que desde sus veintiún años aportaba la experiencia— Otra alternativa sería pescarlo infraganti y luego pedirle diplomáticamente que se vaya, porque la situación es insostenible. Sin fotos, sin denuncia a la policía

—¿Y si dice que nos larguemos nosotros? —preguntó Carlitos pragmático.

—Que tal si le contamos que hay rumores en el barrio y que los vecinos están descontentos, —acoté, aprovechando el desconcierto general para agarrar dos mates seguidos.

Mi idea cuajó y quedamos en que el lunes a la tarde, si había clases en la cocina, realizaríamos la temeraria escalada. El flaco estaba en su pueblo natal (Montero) por el fin de semana, pero regresaría el domingo a la noche. Por las dudas, Carlitos se comprometió a buscar y a esconder la pistola y las balas.



—Que calor insoportable! —protestó Osvaldo, colorado como una granada, mientras se encaramaba al muro lateral del departamento de los santiagueños.

Elegimos la mejor hora para el arriesgado deschabe, las 15:35. El asfalto y los blancos muros estaban incandescentes. La humedad, según exageró Carlitos, sobrepasaba fácil el ciento cincuenta por ciento. El viento no nos regalaba ni una briznita de brisa.

—¿Y si lo dejamos para otro día? —insinuó José María mirando con desgano la escalada del compañero.

—¡No, ya no aguanto más está situación! Tenemos que limpiar nuestra imagen y seguir viviendo aquí, —dije alzando la voz.— No sé si les pasa a ustedes, pero yo estoy obsesionado. Si está mañana, hasta me pareció que los de la construcción de al lado me miraron con cariño las nalgas. —agregué, provocando la espontanea risa de Sergio.

—¡Ahora o nunca! —exclamó Carlitos y se aferró con ganas a un ladrillo que sobresalía por la mitad de la pared, mientras yo le hacia la escalerita.

—¿Escondiste la pistola? —le pregunté, descartando su respuesta afirmativa.

—¡Ni puta idea donde la escondió! —dijo sin que se le moviera una pestaña al desgraciado, dejándonos a todos escarchados.

—¿O sea que…? —chilló José María dispuesto a emprender la retirada inmediatamente.

—¡No seas tan cagón! No va a pasar nada. Seguro que el revólver ni funciona. ¡Apurate y trepá! —lo conminó Osvaldo.

—¿El tanque de agua para las balas? —inquirió mi amigo Sergio, medio en chiste, medio en serio.

—¡A callarse! Que si nos escucha la vamos a embromar lindo, —ordené, sintiendo como una gota de transpiración entraba por mi oído, alojándose en lo más profundo.

En el techo, enceguecidos por el reflejo del sol, avanzamos lentamente. Nos estábamos achicharrando y ni agua fresca pudimos tomar en las últimas dos horas.

—Todo sea por la recuperación de la heladera, —gruñí con la boca seca y pastosa, a la vez que, cautelosamente, nos acercábamos al bendito tanque desplazándonos en cuatro patas. Por suerte su tamaño nos permitió acurrucarnos, invisibles a la vista del supuesto psicópata.

—Íbamos a escudriñar la terraza cuando Sergio, que tenia la vista clavada en la calle Rio Negro, me tocó un hombro.


—¡Che Walter, mirá! —dijo señalando la esquina de enfrente.

Alrededor de veinte obreros de la construcción, mientras terminaban un asadito refugiados bajo los dos únicos arbolitos de la propiedad, observaban curiosos nuestras peripecias.

—¿Están aprendiendo a volar pajaritos? —gritó un groncho como de trescientos kilos que luego se prendió sin piedad de un termidor tetrabrik, mientras estallaban las carcajadas.

—¡Rajemos de aquí! —dijo José María, comenzando a gatear en reversa despavorido.

Era demasiado tarde, Carlitos ya estaba pispiando para el lado de la cocina y nos hacia más señas que el penado catorce.

No es sencillo describirles el espectáculo que presenciamos esa siesta de diciembre. Tampoco pretendo hacerlo. La pornografía no es mi fuerte. Solo puedo disfrazar la imagen con una analogía, el resto lo dejo a su imaginación. El flaco parecía el gordo Muñoz relatando el segundo gol de Maradona a los ingleses. Con la boca desencajada y el micrófono en la mano.

Quedamos petrificados, nadie atinó a pegar el primer chistido que nos pusiese en escena. Alfonso había abierto la puerta que daba a la terraza y estaba arrodillado. El alumno gozaba acostado en una reposera, con los ojitos en blanco como gallina estrangulada.

No recuerdo quien silbó, profiriendo luego un tímido y apagado ey. La cosa es que el tipo nos miró y en esos ojos que, analizados hoy a la distancia, únicamente expresaban pena y vergüenza, vimos aquella tarde un odio asesino.

Bajamos a los tumbos, escuchando abochornados los aplausos y alaridos de los albañiles. A Osvaldo se le zafó un ladrillo y resbaló, cayendo de panza en el patio de los santiagueños. Se levantó rengueando y sin ni siquiera agradecer a nuestros vecinos, salimos en tropel a la calle, no parando hasta llegar a la cañada, como a veinte cuadras de distancia. José María, trastornado, hasta creyó oír un par de tiros a nuestras espaldas.

Recorrimos el centro dos veces, de punta a punta, haciendo tiempo y juntando valor para encarar al loco homicida. Atardecía cuando entramos al barrio como sonámbulos, aletargados por el cansancio y el estrés acumulados. Nadie deslizo una palabra. Casi al llegar, de mis labios brotó la fatal hipótesis.

—¿Y si se suicido? ¿Se acuerdan que tiempo atrás alguien nos conto que intentó matarse cortándose las venas?

En realidad apenas recordaba la historia, pero mi intención de recuperar el dramatismo de lo por venir, tuvo un éxito inmediato.

—¿Por qué no le decimos que queremos solo nuestras cosas y nos vamos de una vez —dijo Sergio, haciendo inesperada alianza con José María.

—Tanteemos el terreno sin arriesgarnos —opinó Osvaldo pidiendo mesura.— Quizás esté dispuesto a negociar.

—O quizá nos está esperando con el trabuco en la mano —agregué, rompiendo una vez más el clima optimista.

Ascendimos la escalera peldaño a peldaño, como en cámara lenta. De tener un bisturí habríamos podido hacer rodajas con el aire. Carlitos iba al frente y José María cerraba el pelotón de valientes. La noche nos cubría traicionera. El foco de afuera estaba apagado, por debajo de la puerta no emergía ni un rayo de luz.

—Parece que no hay nadie —susurró Carlitos buscando la llave en los bolsillos de su pantalón.

Tardó más de lo esperado y Sergio impaciente movió el picaporte. La puerta se entornó profiriendo un escalofriante chirrido. Solo el tic-tac del despertador y la inefable gotera astillaban el silencio.

—Huele raro —dije bajito, tratando de averiguar de dónde provenía el horrible aroma aquel.

—Perfume de cadáver —profetizó Sergio, sacándome la frase de la boca.

Sobre la mesa del living, bajo el velador, una carta esperaba ser leída. Nadie se atrevió a revisar en la cocina o en los cuartos. Duramos una eternidad, parados en el medio de la sala sin saber qué hacer. Se respiraba tragedia. Al fin Osvaldo caminó tres pasos y agarrando la hoja de papel, con voz temblorosa leyó:

Queridos compañeros:

Lamento profundamente el mal momento que han pasado. Estoy muy avergonzado por haberles faltado el respeto con tal indigna actitud. No puedo controlar mis impulsos sexuales, es algo que me sobrepasa totalmente. No los molestaré más, he decidido poner punto final a todo esto. De la única forma posible…

A Osvaldo se le hizo un nudo en la garganta y se detuvo por un momento. El nauseabundo olor agudizaba el impacto de sus palabras. Me recosté sobre la pared y torcí el cuello mirando hacia la habitación del flaco. Busqué en la oscuridad un bulto tirado en el suelo. La voz del lector reencauzó nuevamente mi mirada.

—…Ya no nos veremos otra vez, traten de perdonarme. Quiero que conserven en sus cabezas el retrato que de Alfonso tenían antes de estos acontecimientos. Adiós, me vuelvo para siempre a Montero

Alfonso Carrillo

Nos miramos sorprendidos y nerviosas risas brotaron espontaneas, transformándose poco a poco en incontenibles carcajadas.

—¡ Que gallinas de mierda que somos! ¡Por favor! —exclamé mientras me dirigía al baño moviendo incrédulo la cabeza.— El flaco nos dejó un regalito en el inodoro —dije unos segundos despues. Respiré por la boca y sonriendo tiré la cadena y cerré la puerta.

7 comentarios:

Laurene dijo...

Oi, Walter. Talvez seja pedir demais, mas que tal uma ficção tendo a guerra das Malvinas nos anos 80 como pano de fundo?

Abs do Lúcio Jr.

Walter G. Greulach dijo...

Nuevamente en este relato está involucrado mi amigazo Sergio Fabian Coniglio.
Para leer más historias divertidas sobre él, repasen "El poeta profugo" y "Un guerrero de aquellos"
Un abrazo y gracias por acercarse a leer este blog. W.G.G

Daniela E. dijo...

Esatas experiencias universitarias tuyas me redivierten. Ese amigo uyo Sergio, si que es un caso. Veremos que pasa con los patitos. Chaucito
¡No te tardes!!!

Ender dijo...

Es lo que tiene, esto de que quedarse a medias, que se queda uno con las ganas. Esperaremos.

Anónimo dijo...

Me gustó su prosa caballero. Recuerdos de los ochenta... tan próximos y tan lejanos a la vez, eh.

Jacinto Piedras dijo...

Me divertí con tu relato del principio al fin.
Verdad que son disparatadas tus historias de juventud. Me encanta leerlas.
Saludos, Don Walter

Juan Carlos Eberhardt dijo...

con un mate en la mano comparto todas estas historias de sabrosa nostalgia
un abrazo grandote