26/4/15

De sinsentidos y calamidades


De sinsentidos y calamidades I



W.G.G



         La luna, inquietantemente roja, presagiaba tragedias. Encaramados al alto pasaje de cemento que cruzaba los diez carriles de la I 95, los hombres aguardaban el tiempo oportuno. Dos de ellos se alejaron del resto y tras bajar pisaron peligrosamente el borde de la autopista. Uno llevaba en sus manos un par de trapos y una botella de vidrio. De a ratos miraban para arriba como esperando una señal que partiera del grupo.


José Ramón Samaniego cerró los ojos antes que el sudor los inundase y mientras aspiraba profundamente, con un dedo estrujó sus cejas. Dio un par de pasos laterales buscando atemperar el temblequeo de sus tobillos. Todo lucia de un color ocre oprimente, el peso de la vía láctea reposaba en sus hombros. Por tercera vez, en menos de un minuto, maldijo el instante en que aceptó la apuesta que lo había traído a este punto sin retorno.

9/4/15

A ORILLAS DEL MAR DE TIMOR

         A orillas del mar de Timor
W.G.G
-UNO-
—Desde siempre —musitó estirándose en el sofá y encendiendo un cigarrillo, de esos inodoros de plástico.

— ¿Cómo que desde siempre —preguntó el flaco pelón que estaba sentado a su derecha mientras rotulaba una carpeta con el nombre de Rafael Zarate.           

—Bueno, por lo menos desde que me acuerde. Con decirle que en mi cumpleaños número trece mi mejor amigo era un siquiatra y en vez de confites, lo que había para comer eran pastillas antidepresivas. Desde que portaba pañales hubo un cura locos en el centro de mi vida. El ultimo, Don Oscar, fue mi confidente por más de siete años, siento como si hubiese perdido a un padre —agregó el hombre con pesar.         

—Lo sé y espero serle tan útil como lo fue Don Oscar. Días antes de fallecer tuvo la cordialidad de acercarse a mi consultorio con su historia clínica y me pidió por favor que me hiciera cargo de su caso. No se podía marchar tranquilo sin saber que su salud estaba en las manos adecuadas, él también le tenía mucho aprecio —dijo el profesional apoyando la mano en el hombro del recostado.          

 —No tiene ni idea lo que ese señor significaba para mí, no sé qué voy a hacer sin sus consejos—sollozó el hombre.          

—No se preocupe, confíe en mí, Don Oscar fue, además de mi mentor, un gran amigo y me encargaré de su caso por el tiempo que haga falta y sin cobrarle ni un centavo —dijo Felipe Giqueaux observando a Rafael como si de su ídolo de rock se tratase.