Lo primero
que acarició sus oídos ese amanecer fue la voz de Mónica aporreando una
chamarrita de Jorge Méndez sobre amores perdidos. Hacía tiempo que no la
escuchaba cantar cosas de su tierra, más de quince años sin exagerar. Debía ser
el tema de la promoción ganada un par de días atrás lo que la mantenía excitada.
Un gran anhelo cumplido; directora artística de la productora publicitaria
neoyorkina Road Eight. Ahora si podría decirse que la familia terminaba de
afianzarse económica y espiritualmente en el país del norte. Tras sus espaldas
quedaba un cuarto de siglo en Miami con tres libros de cuentos y dos novelas
como legado. Federico Hugo Wollman se sentía bien conforme con su vida. Nada
más podía pedir.
Abrió los ojos con una
sonrisa de complacencia dibujada en el rostro, gesto que tardo en borrársele
una fracción de segundo. Cristina y Néstor, acompañados de Juan Domingo y
Evita, lo saludaban desde un gran afiche estampado en la pared. Un sorbo de
saliva se atoró en su garganta, pestañó con fuerza un par de veces intentando
borrar la imagen. Un dolor de cabeza descendía desde la coronilla esparciéndose
por su sien. La boca pastosa con sabor a vomito le terminó de confirmar sus
sospechas, estaba destilando una tremenda guayaba.
No era el poster político,
inexistente hasta ayer, ni siquiera la resaca alcohólica lo que más lo
incomodaba, acababa de caer en cuenta que aquella no era su cama, que no estaba
en su pieza y que no llevaba puesta su ropa de dormir. ¡Vaya borrachera debía
haberse pegado! ¿Pero de dónde?, si anoche no tomó ni un traguito de tinto. Para
colmo de males hacia un frio de pelarse, calculó con suerte unos cincuenta
grados Fahrenheit. ¿Cómo era posible si estaban en verano? Hugo respiró
entrecortadamente, el parpado derecho comenzó a titilarle. No entendía que
carajo estaba sucediendo. Era un domingo de fines de julio en Coral Gables, en
el condado de Miami. Anoche se habían acostado con el aire acondicionado al
tope y casi noventa grados allá afuera.