Amanecía, era agosto y el clima me tomó totalmente desprevenido. Estaba más frío y oscuro de lo que hubiese imaginado. El día anterior el termómetro había pisado los veintiséis grados y la tardecita terminó siendo bastante agradable. Los charcos sobre la propulsores alvearenses, regalo de una copiosa lluvia nocturna, lucían congelados y la primera bocanada de vapor me hizo recular en búsqueda del abrigo apropiado. Mi hermana amenizaba un concierto de ronquidos tras una trasnochada en Kuka y Chola, mi abuela, había salido bien temprano a ayudar a una amiga que se mudaba a nuestro barrio, o algo así.
Aquí debo hurgar entre mis recuerdos para darle un anclaje creíble al relato. Han transcurrido treinta y cinco años y no es sencillo reconstruir lo acaecido, mas allá que la esencia de ello quedó firmada a fuego en mi memoria. Era gélida la jornada, lo deduzco porque fue entonces que perdí una gruesa campera inflable, regalo de mi tía Hilda, que solo usaba cuando pelaba el frio. También lo de la Chola ausente es dato fidedigno, aunque no su destino.