13/5/17

Noelia



                                                
                                                    I
La mente extraviada en un recuerdo, seguramente mucho más placentero que su realidad, robaba una sonrisa al rostro de la pordiosera. Quien sabe en que instante la patética criatura había disfrutado, aunque fuese solo un poco, de las mieles de la vida. Esas cosas, mientras rogaba por que no se le desfondara una bolsa, cavilaba Jorge en la medianoche neoyorkina al cruzar el ally para tirar la basura del restaurant. Hacía un frio de pelarse, la llovizna que ahora caía y que pronto sería aguanieve, ralentizaba los pasos de los pocos que se aventuraban sobre Queens boulevard. El gris del firmamento, acentuado por el smog lumínico, oprimía aún más a las babosas humanas de la capital del mundo.
El hombre se acomodó bien los guantes mientras largaba un profundo suspiro.  Se había planteado que nada le estropearía el buen humor. Su primer bebé acababa de cumplir tres añitos. Además poseía la mujer más hermosa y comprensiva del mundo. Que otra cosa podía pedir si también lo habían promovido a jefe de cocina en “Mi catracho bello”, con el aumento de sueldo correspondiente. Para sumar alegrías sus padres llegaban a la Guardia la próxima mañana para disfrutar las fiestas junto a ellos.
Tras cerrar el conteiner se subió la bufanda hasta el comienzo de los ojos, a pesar de la capucha bien anudada le ardían las orejas, nunca se acostumbraría a este puto clima. Extrañaba las temperaturas de su dushi Aruba, entre veinticuatro y treinta grados durante todo el año. Hijo de argentinos, había nacido y vivido sus primeras dos décadas en la pequeña antilla del reino holandés. Cuando sus padres retornaron a Mendoza, el decidió ir a probar suerte a la gran manzana. Diez inviernos después no le había ido tan mal, pero el tiempo invernal de mierda lo seguía deprimiendo y más al observar tanta gente, como esa infeliz, abandonada a la cruel intemperie.
Antes de regresar al restaurant, rodeó el basurero y ocultándose tras un poste de luz  la estudió de nuevo. La infeliz no debía tener ni veinte años, aunque la oscuridad, sumada a la mugre de su cara, hacía difícil adivinarlo. Parecía ignorar los estiletes helados que caían desde el cielo. Ni siquiera estaba bien abrigada. Más que su belleza extraordinaria, a Jorge lo impactaba la expresión angelical del rostro, rayana en lo demoniaco, y una sonrisa perpetua tan perturbadora como hipnótica. Al punto que le costó una eternidad desviar las pupilas de ella y decidirse a enfilar hacia la puerta trasera de “Mi catracho bello”.