13/5/17

Noelia



                                                
                                                    I
La mente extraviada en un recuerdo, seguramente mucho más placentero que su realidad, robaba una sonrisa al rostro de la pordiosera. Quien sabe en que instante la patética criatura había disfrutado, aunque fuese solo un poco, de las mieles de la vida. Esas cosas, mientras rogaba por que no se le desfondara una bolsa, cavilaba Jorge en la medianoche neoyorkina al cruzar el ally para tirar la basura del restaurant. Hacía un frio de pelarse, la llovizna que ahora caía y que pronto sería aguanieve, ralentizaba los pasos de los pocos que se aventuraban sobre Queens boulevard. El gris del firmamento, acentuado por el smog lumínico, oprimía aún más a las babosas humanas de la capital del mundo.
El hombre se acomodó bien los guantes mientras largaba un profundo suspiro.  Se había planteado que nada le estropearía el buen humor. Su primer bebé acababa de cumplir tres añitos. Además poseía la mujer más hermosa y comprensiva del mundo. Que otra cosa podía pedir si también lo habían promovido a jefe de cocina en “Mi catracho bello”, con el aumento de sueldo correspondiente. Para sumar alegrías sus padres llegaban a la Guardia la próxima mañana para disfrutar las fiestas junto a ellos.
Tras cerrar el conteiner se subió la bufanda hasta el comienzo de los ojos, a pesar de la capucha bien anudada le ardían las orejas, nunca se acostumbraría a este puto clima. Extrañaba las temperaturas de su dushi Aruba, entre veinticuatro y treinta grados durante todo el año. Hijo de argentinos, había nacido y vivido sus primeras dos décadas en la pequeña antilla del reino holandés. Cuando sus padres retornaron a Mendoza, el decidió ir a probar suerte a la gran manzana. Diez inviernos después no le había ido tan mal, pero el tiempo invernal de mierda lo seguía deprimiendo y más al observar tanta gente, como esa infeliz, abandonada a la cruel intemperie.
Antes de regresar al restaurant, rodeó el basurero y ocultándose tras un poste de luz  la estudió de nuevo. La infeliz no debía tener ni veinte años, aunque la oscuridad, sumada a la mugre de su cara, hacía difícil adivinarlo. Parecía ignorar los estiletes helados que caían desde el cielo. Ni siquiera estaba bien abrigada. Más que su belleza extraordinaria, a Jorge lo impactaba la expresión angelical del rostro, rayana en lo demoniaco, y una sonrisa perpetua tan perturbadora como hipnótica. Al punto que le costó una eternidad desviar las pupilas de ella y decidirse a enfilar hacia la puerta trasera de “Mi catracho bello”.
—¿Jorge… señor Jorge Centurión?
La dulce voz lo sorprendió al punto de hacerlo tropezar con el primer escalón de la entrada. Su cabeza fue a dar contra la puerta. Tras el golpe seco que lo dejó aturdido, cayó de rodillas prodigando una puteada de aquellas.
—¡La putisima madre que lo reparió! ¿Quién mierda es esta? ¿Cómo carajos sabe mi nombre?
El cocinero se incorporó lentamente y sin soltar el picaporte enfocó a la muchacha. Un desasosiego irracional hacía temblar sus canillas.
—Sí, ese soy yo. ¿Qu… que es lo que quiere?
La homeless se detuvo a dos metros de él. Jorge tenía tal expresión de pánico que ella decidió no avanzar ni un centímetro. Era más alta de lo que parecía acurrucada. Se adivinaba bajo la capa de mugre y ropa andrajosa un cuerpo esbelto, para nada mal alimentado. Lo estudió por unos segundos con curiosidad, tratando de sopesar el miedo que lo acorralaba.
—Mi nombre es Noelia y le conozco muy bien. Se todo sobre su vida —le tiró a boca de jarro.
En algún lugar una alarma chilló marcando la medianoche, nevaba copiosamente y la brisa que iba en aumento hacia aún menos placentero estar afuera en ese instante. Sin embargo, el hombre no terminaba de abrir la puerta, de escabullirse de esa engorrosa situación. Algo lo anclaba de una forma sobrenatural, obligándolo a comenzar una conversación, cuando lo lógico hubiese sido tratarla por loca, cortando todo dialogo de un portazo.
—¿A qué se refiere, no le entiendo? ¿qui… quién es usted? —agregó sin poder evitar el tartamudeo.
—¿No me reconocés? Es posible que no, va, es lógico. Claro, ahora estoy un poquito crecida. Hemos estado juntos desde que nací. ¿No te suena mi nombre? Noe, Noelia, Noita.
El ultimó apodo lo impactó como si le hubiesen cacheteado el rostro. Respiró entrecortadamente y confuso, al grado de no poder articular palabra, alzó los hombros arrugando el rostro en un gesto de interrogación.
—Si viejo, soy tu bebé, Noelia. Tu única hija, pero con veinte añitos más.
En situación normal todo hubiese acabado allí, sí o sí. Una loca rematada de la que había que alejarse lo más rápido posible. Pero Jorge Alberto Centurión supo de repente la razón que lo tenía escuchando, como hipnotizado, los sinsentidos de aquella joven…esa criatura era endemoniadamente parecida a su esposa Laura.
                                                
                                                      II
—¿Qué estás haciendo? Serenate, pensá con claridad. Es peligroso, ni siquiera la conocés —le repicaba una vocecita en la cabeza mientras hacía entrar a la rarita al restaurant invitándola a sentarse junto a una mesa ubicada en la terraza, con clara vista a la entrada principal. Su caminar era lento, forzado. Se movía arrastrando los pies, como imbuida de un profundo cansancio.
A esa hora ya se habían marchado los últimos empleados. El dishwasher y la encargada de limpieza salieron en el momento en que tiraba la basura. No habría ni un testigo si a la loca se le ocurría asesinarlo allí mismo.
Le ofreció un té, con unas cuantas brownies, que la indigente fue devorando en una especie de éxtasis. El hombre la observaba con pena, sin ánimo para interrumpir tamaña exhibición de hambre. Al rato se sirvió un café y fue a sentarse en la silla más alejada de la mesa. Por primera vez se preguntó que mierda hacia allí, a las doce cuarenta de la noche y junto a una lunática extraviada.
—A ver Noelia, serenate, despeja tu cabeza y trata de ordenar esa cantidad de idioteces que me dijiste allá en la calle.
La muchacha lo enfocó con sus ojerosos ojos verdes y un dejo de picardía se prendió en ellos. Tras limpiarse las migas de la boca con un guante, con más agujeros que tela, replicó:
—Parece que todo no es tan sinsentido desde el momento que me invitaste a pasar, ¿no? —acotó con marcado acento argentino.
—Sabés que sentí mucha lástima por vos y quise darte algo para comer. No es bueno pasar una noche tan fría con el estómago vacío —mintió bajando la vista.
—Sí, seguro. No me digas que por lo menos no te hice acordar a alguien muy cercano. Mis ojos, mi pelo, mi sonrisa. ¿No te suenan?
—¡Basta ya! —balbuceó nervioso el cocinero. Te voy a dar la última chance de que me expliques de que va lo tuyo. ¿Quién carajo sos? ¡De en serio, eh! ¿Qué querés de mí? Hablá en serio o te saco a patadas por el culo —se sorprendió rabioso y gritando fuera de sí.
—¡Tranquilo Yoyi! — intentó calmarlo llamándolo como solo su mujer en la intimidad lo hacía.— Déjame detallar que ha sido de nosotros las pasadas dos décadas, o dicho mejor, en nuestro futuro. Prométeme que no vas a interrumpir por mas disparatado que suene mi relato. Si al final no he logrado convencerte, yo misma desaparezco para siempre. Dame una oportunidad, solo eso y chau. ¡Por favor! Ya que te arriesgaste hasta aquí, que perdés con escucharme.
El ruego y la ternura, reflejados en un rostro que cada vez le resultaba más familiar, quebraron otra vez su resistencia. Llamó a su esposa para avisar que llegaría una horita tarde y con un nudo en el estómago, acompañado de un dolor in crescendo, movió la cabeza asintiendo expectante.
—Dale, te escucho. Media hora y te tomas el raje para siempre o la próxima  mando a buscar la policía, ¿okey?
En los siguientes cuarenta y cinco minutos Noelia le contó una historia tan asombrosa como ridícula. Digna de un fabulador de ciencia ficción como Bradbury, Asimov o Clarke, a quienes Jorge realmente adoraba. Quizá un poco por esa afición suya a lo fantástico, pero más que nada por los certeros datos que sobre su vida y la de los suyos ella le iría tirando, en un momento y contra toda lógica, comenzó a creerle.
Según el alucinante relato, la que estaba allí era su hija Noita y venía del 2038. A los veinticuatro años, en invierno del 35, fue condenada a muerte por un crimen ajeno. Inesperadamente el gobierno americano le brindó una última posibilidad de sobrevivir. En un laboratorio de la base militar de Quantico, en Virginia, estaban por testear un prototipo de nave temporal. Un proyecto ultra secreto para el cual necesitaban el primer conejillo de India. Alguien que no perdiera nada si al final, como un ochenta por ciento de la ruleta probabilística lo indicaba, el experimento fracasara. Una condenada voluntaria resultaba un excelente cobayo.
Llevaba tres años y medio en el corredor de la muerte y aun le faltaba por lo menos una década hasta el día de la ejecución. El supuesto delito capital lo había cometido en Miami Beach, en un spring break que pasó con sus compañeros del college. Su novio fue encontrado acuchillado en el cuarto del hotel que compartían y todas las pruebas incriminaron a Noelia. Sin embargo ella no recordaba un segundo de la noche fatídica, mas estaba segurísima de su inocencia.
No lo pensó ni un instante. De última, con tan reducida chance de éxito, el viaje era una magnífica forma de terminar con su calvario y si lo impensable sucedía, contando con que supiesen como traerla de vuelta, tenía garantizada la libertad como recompensa. Juró, firmó y refirmó que de trasladarse con éxito al futuro, no establecería contacto con nadie con el que hubiese tenido contacto en sus primeros tres años de vida.
Tras darle todas las instrucciones y recomendaciones necesarias, a lo largo de cuatro meses y medio, la metieron en un supositorio negro que comenzó a girar a mil por hora y plufff… tras nublársele todo perdió el conocimiento. Quien sabe cuánto tiempo después se encontró sobre un banco de mármol en la plazoleta, enfrente al edificio de la corte de New York. Un dolor de cabeza insoportable, los ojos colorados, un ardor en todo el cuerpo, la taquicardia ahuecándole el pecho y ni puta idea de quien era, de que hacia allí. Tras unos minutos de total desorientación la joven volvió a desmayarse.
Despertó al pie de Whashington Heights, en el upper west side de Manhattan, acurrucada en un sombrío cuarto del Instituto siquiátrico del estado de New York. Le llevó siete meses recobrar la memoria, recuperar su identidad de viajera en el tiempo y comenzar a planificar la huida del loquero. Dos o tres veces intentó contarles la verdad, cayendo en cuenta que nadie jamás llegaría a creerle y entonces optó por el silencio. Su nuevo plan fue demostrarles que estaba sana mentalmente, que la podían dejar salir y allí también fracasó. No iban a liberarla a no ser que les brindara datos sobre su identidad y allá afuera alguien se hiciese responsable.
Un problema central agravaba aún más las cosas y era el poco tiempo con el que contaba. Los científicos del 2038 trataron de explicarles las razones por las cuales su cuerpo se iría debilitando con el correr de los días, ni le interesó entenderlas. No pudieron decirle con exactitud cuánto le quedaría, podría ser una semana, un mes, como máximo un año, pero llegaría el momento en que se desvanecería, desapareciendo para siempre en todo el espacio temporal. O sea no solo dejaría de existir ella con sus veinticuatro mayos sino también la beba que alegraba los días de Jorge y su familia en el 2017. Como sea, se estaba más débil minuto a minuto.
Terminó su relato bosquejándole lo que sería de los Centurión en los años por venir. Le brindó tantos detalles íntimos, tanta información reservada que el cocinero en un momento no pudo contenerse y levantándose angustiado fue a darle un fuerte abrazo. Aquella madrugada en Queens lloraron juntos ante el drama que se avecinaba. Esa mujer, su hija, su bebé, el sentido real de su existencia, podía desaparecer en cualquier instante.
Lo que no conocía Jorge era que Noelia aun barajaba una remotísima chance. Esa era la razón por la cual trasgredió la máxima recomendación de los hombres de Quantico encontrándose con alguien de su pasado. Necesitaba ayuda urgente,  pues estaba exhausta y a duras penas podía caminar. Había una forma de contactarse con los del futuro para contarles sobre el éxito del experimento, para pedirles por favor que viniera a buscarla. La movida era arriesgada y pondría en juego la vida misma del cocinero argentino.
                                               
                                               III



A las ocho de la mañana siguiente, Jorge tomaba unos amargos con Carina, su esposa guatemalteca, a quien conoció en el instituto de cocina Le Cordon Blue, en Brooklyn. La cabeza le giraba como un trompo desperdigando pensamientos por doquier. Aunque su corazón lo había creído, su mente seguía luchando por darle sentido a los acontecimientos de la reciente madrugada.

¿Sería verdad que esa joven era una viajera en el tiempo? Eran innegables todos los rasgos que la nueva Noelia compartía con Carina y su bebé, pero de allí a que esto certificaba el delirante testimonio nocturno, había un mundo. Si se tratase de una impostora, su interpretación era perfecta. Pero suponiendo que así fuese… ¿Cuál sería entonces el objetivo del magnífico papel? No tenía posesiones, menos dinero que justificase el fraude. ¿Entonces qué? El mayor de sus miedos radicaba ahora en la posibilidad que su hijita desapareciera, así le había confesado al final de la velada la supuesta Noelia.

Todo era loco, estúpido, imposible de creer y sin embargo por qué esa aprensión en su pecho, esa garganta cerrada que dificultaba el paso del líquido caliente, esos pulmones desinflados obligándolo a aspirar profundamente. Mira a su esposa, sus ojos desesperados le imploran ayuda, pero nada puede decirle. ¿Cómo explicar tamaña sinrazón? Del ridículo no se vuelve, piensa. ¿Acaso estará perdiendo la razón? ¿Habrán sucedido realmente los hechos de ayer en “Mi catracho bello”? ¿Y qué si se quedó dormido y lo soñó? suspira el hombre cavilando ilusionado.

Dio un brinco y corrió a revisar los bolsillos de su chaqueta de cocinero. Allí estaba la tarjeta del refugio para homeless sobre Greenpoint View adonde había llevado a la muchacha como a las tres y media. Un par de asiduos clientes del restaurant que trabajaban de noche, se encargaron de darle cama a la vagabunda. Uno de ellos le entregó el cartoncito con el número de teléfono del shelter a Jorge por cualquier cosa.

Mordisqueó sin ganas una dona de chocolate mientras intentaba organizar los pasos por seguir. Debía obrar con celoso cuidado. Lo que menos buscaba era que le estampasen el rotulo de demente. Averiguar todo lo posible sobre el pasado de Noelia iba a ser lo primero, contaba solo con cuatro horas para hacerlo pues ella lo esperaría en el shelter al mediodía. Entonces iba a recibir las recomendaciones finales sobre su misión salvadora. Por la cual, esa misma tarde, pondría en conocimiento de la gente del 2038 sobre el arribo a este presente de la viajera temporal.

Pasó más de cuatro horas indagando a los empleados del siquiátrico que habían tenido algún tipo de contacto con la muchacha. Tras presentarse como un posible hermano mayor, habló con el medico que la había atendido, un par de enfermeros y tres pacientes con los que compartió el pabellón. No pudieron aportarle mucho más de la información que ya poseía. Aunque si hubo un par de cosas que lo sorprendieron en sobremanera. Le informaron que la supuesta Noelia tenia borradas las huellas digitales, por lo cual fue imposible cotejarlas con la central nacional de datos. Por último se enteró que su ADN estaba guardado en la enfermería, pero le sería imposible acceder a él sin una orden judicial. ¿Qué podría él argumentar para obtenerla? Es mi hermana menor aunque nunca la registraron mis padres. El juez dirá entonces que quiere hablar con ellos y allí se acabó la cosa. Quizá tomándole una nueva muestra podría llevarla a algún laboratorio privado. Aunque la muchacha no tenía un puto papel y eso complicaría las cosas por donde quiera que se las mirase.

Jorge cavilaba todo esto al momento de entrar a Our Folks pasada la una de la tarde. Por treinta minutos Noelia le explicó detalladamente lo que tendría que hacer. Estaba sentada en una reposera al fondo del oscuro comedor, ya no quedaba ningún habitante del hospicio allí. Se la veía mucho más demacrada y débil que la noche pasada. Hablaba con dificultad, alargando las palabras hasta la exasperación. Sus ojos perdidos tras abultadas ojeras ya no tenían ningún rastro de luz. Al cocinero se le estrujó el alma, a clara vista la joven transitaba sus últimas horas. El cariño con el que lo observaba, la forma en que apretaba su mano, entre otros detalles, volvieron a convencerlo de que era su Noita la que tenía en frente.

—Tenemos que ir urgente a un hospital, no podes seguir asi, se te ve muy mal. Si no te llevo yo, te van a llevar los del albergue en cualquier momento —le imploró y tras levantarse la tomó con cuidado de un brazo.

—Dejame acá por favor y apurate a llevar el cilindro, ya no hay más tiempo Yoyi. Lo mejor que podes hacer es terminar con esto de una vez. Dale pa, tené mucho cuidado por favor —agregó mientras lo abrazaba estampándole un largo beso en la mejilla.— Te quiero viejo, nos vemos en veinte años.


Jorge salió corriendo del Shelter, parecía que un gigantesco reloj le perforaba los sesos con su tic-tac, tic-tac.



                                               IV



 Durante el trayecto en que el uber lo acercó a la dirección indicada, se sentía el ser más estúpido del planeta. ¿Qué mierda es todo esto? ¿Cómo llega un ser humano a involucrarse en situaciones tan ridículas? se preguntaba angustiado. Jorge. Le costó poco llegar a la conclusión que debía estar tan loco o más que la indigente.

Bajó del auto con una pesadumbre tal que le insumió un par de minutos decidirse a dar el primer paso. Ya estaba arrepentido de haberle seguido el juego hasta tan lejos. Mejor desaparecer volando de allí y sumergirse de lleno en la rutina, en esa zona de confort de la que nunca debió salir. Cortar todo contacto con la loca. Quizás ni eso hiciera falta, tal vez a esa altura ya estaba muerta o internada de nuevo en un manicomio.

—¡Basta Jorgito por favor! —se reprendió apretando con impotencia los puños mientras se le humedecían los ojos—. ¡Ella no es tu hija!

Tras sacar el celular doble cliqueó el icono de uber. Por suerte había uno merodeando por los alrededores, en unos veinticinco  minutos, como mucho, estaría de nuevo en su casa. Comenzaba a dar la vuelta cuando sus pupilas se fijaron en el cartel con la dirección buscada. Era un sitio realmente apartado, al borde de un recodo que hacia el Hudson. Una zona con depósitos y fábricas en su mayoría abandonados. En la otra costa deslumbraba Manhattan bajo el sol asesino de la siesta.

La transpiración, sumado al resplandor, lo tenía segado. Con el canto de una mano se la escurrió a la vez que estudiaba los conteiners apilados tras la altísima reja. Esta terminaba en enrollados alambres de púa, de esos que tienen como navajas cortantes cada tanto. Era domingo y ni un alma merodeaba por allí, solo un par de cuscos sarnosos que lo miraban desde adentro con aburrimiento, sin animo  de ensayar un ladrido. Entrecerró los ojos buscando aplacar la resolana y entonces vio el tanque de agua. Se encontraba en la esquina contraria del terreno sostenido por una maciza base de cemento. En algún lugar de esa base debía esconder el cilindro. Haciéndole el juego a la insensatez se indagó porque los del futuro no habían elegido un sitio más accesible. A todas luces era imposible traspasar el muro de metal y alambres. No iba a intentar nada descabellado. Adiós Noelia o quien fuese la que estaba en el shelter, hasta aquí llegué, pensó con cierto alivio. Podía estar pirado pero no iba a intentar encaramarse por sobre esas navajas afiladas.

Bordeó el cerco retornando a la calle, el cilindro parecía palpitarle en el bolsillo. El rostro demacrado de la joven rastrillaba su mente provocándole oleadas de angustia, obligándolo a detenerse a cada tanto.

El agujero bajo la reja se hallaba en la misma esquina del lote y no era perceptible a primera vista debido a los yuyos que lo cubrían. Lo descubrió gracias a los canes que pasaron ladrando por allí estimulados por un gato negro que, desde el lado opuesto de la calle, los estudiaba sin miedo alguno.

¿Qué podía perder a esa altura? Ya estaba en el baile y se trataba de solo  un par de minutos. Así saldaría la promesa, acabando con ese tortuoso e inexplicable remordimiento que le impedía alejarse de una vez para romper ese puto círculo vicioso de locura.

A duras penas le cupo el cuerpo y, tras un rato de contorciones y denodado esfuerzo, al fin logró cruzar al otro lado. Mientras caminaba sacudiéndose el pasto y la tierra de la ropa lo acometió nuevamente la necesidad de saber que contenía exactamente el tubito. Ya había tratado de abrirlo apenas sentado en el vehículo. Se encontraba herméticamente cerrado, poseía una pequeña hendidura a la altura de la tapa. ¿Una cerradura? Tras un par de intentos termino desistiendo, sus manos traspiradas no le brindaban asidero suficiente.

El tanque estaba en uso y había sido pintado recientemente, lo circunvaló en cuatro ocasiones buscando el escondite que Noelia le señalo con lujo de detalles. Se trataba de una abertura en el cemento, de 15 por 15 centímetros y con una tapa de metal. Le costó encontrarla disimulada como estaba bajo varias capas de pintura. Aunque más esfuerzo le llevó el abrirla, debía haber pasado mucho tiempo desde que fue movida la puertita aquella. Un caño galvanizado que encontró como a unos veinte metros, cortado convenientemente en fino ángulo, le sirvió de palanca.

Adentro descubrió solo un par de cañerías en desuso, sobre una descansaba una llave totalmente corroída y la otra había sido cortada como en unos ocho centímetros. Allí fue que acomodó el cilindro, sorprendiéndose de lo fácil y perfecto que encajaba. Si hasta el color parecía ser el mismo. Un pensamiento lógico le estaba indicando que seguramente la muchacha ya había andado por allí preparando su fantástica historia. Aunque le acometía otra vez el principal interrogante: ¿para qué?, ¿por qué la supuesta Noelia realizaba todo esto? ¿Qué ganaba, en qué se beneficiaba? Ni siquiera la locura de ella podía brindarle una respuesta satisfactoria.

Al intentar transponer el hueco del cerco algo se descolgó, quedando Jorge atrapado por dos barras que se le incrustaron en los costados, bajo las costillas. Sin éxito intento retroceder sintiendo un dolor que le cortaba la respiración. Un pataleo desesperado atrajo la atención de los canes que corrieron a morderle los tobillos. Por suerte los pulgosos tenían poca fuerza y estaban movidos únicamente por la diversión. La escena pensó el maltratado cocinero debía lucir patéticamente graciosa. Sería la providencial aparición del gato negro lo que iba a salvarlo esa tarde abortando de cuajo el entretenimiento perruno.

Le llevó tres cuartos de hora, de milimétricos movimientos, el poder escurrirse de allí. Raspado y renqueante apoyó su trasero en el cordón de la calle completamente abatido. Solo unos instantes atrás se había visualizado pasando toda la noche encajado bajo el muro metálico.



                                                 V



Atardecía sobre Queens cuando Jorge llegó a su casa. No daba ni lastima, se escurrió sigilosamente por la puerta trasera directo al baño. Carina cocinaba entonando una salsa de Marc Anthony, no deseaba que lo viera así ni por un segundo. La bebe descansaba en su cochecito a la orilla de la heladera. ¿Qué explicación podía justificar tamaña revolcada? Si hasta tuvo que implorarle al asustado hindú del uber para que lo trajese de regreso. Por supuesto que fue más que nada  una generosa propina  lo que terminó por convencerlo. Más tarde resolvería como justificaba el arsenal de raspaduras que ahora adornaban su humanidad.

Sumergido en el agua relajante de la bañera se propuso olvidarlo todo. Bloquear por siempre los hechos acaecidos en las pasadas cuarenta y ocho horas. Convencerse de que solo fue un sueño, más bien una pesadilla. Abrazado a la espalda de su esposa siguió hostigando a su mente con estos conceptos hasta que a las tres y media de la madrugada cayó al fin vencido.

Dos días y ocho horas después subía presuroso las escaleras de entrada a Our Folks. Se dirigió al hall central haciendo caso omiso a la recepcionista que intentaba detenerlo. Sus ojos peinaron el lugar buscando con angustia la silueta familiar. Sintió que de atrás alguien le tocaba un hombro obligándolo a pegar un brinco acompañado de un suspiro.

—¿Qué pasa Jorge, te encuentras bien? ¿Andas buscando a la muchacha?—preguntó David, un amigo de años que trabajaba en el lugar.

—Sí, no hay problema mi viejo. ¿Cómo se encuentra ella?

—No está más aquí, se la llevó la ambulancia apenas tres horas después que estuviste con ella. Te tratamos de avisar pero no contestabas el teléfono. No volvimos a insistir porque sabíamos que vos solo la habías ayudado trayéndola aquí. Que no era ni siquiera conocida tuya.

—Perdón, no he revisado las llamadas últimamente —mintió descaradamente. En su plan de cortar en seco con todo aquello las había ignorado. —¿A qué hospital la trasladaron?

—Al presbiteriano. Nos contaron que ya había perdido la conciencia cuando ingresó. Sus signos vitales eran mínimos. No supimos más de ella, pobre, no creo que haya sobrevivido.



En el hospital se encontró con una sorpresa mayor. No tenían idea de su paradero. Al ingresar la habían estabilizado en emergencias pasándola luego a una habitación en terapia intensiva. Una enfermera le brindó algunos datos.

—Apenas la acostamos abrió los ojos y dijo algunas palabras que no llegué a entender. Se veía un poquito mejor y le había vuelto el color al cuerpo. Estaba tranquila, casi que contenta y se durmió tranquilamente —acotó la mujer mientras se alisaba las mangas del delantal—. Como a las dos de la mañana fui a cambiarle el suero y aún estaba aquí. Volví como a la siete y ya había desaparecido. Nadie vio nada, no tuvimos más noticias de ella. Realmente extraño, alguien la debe haber ayudado a salir porque estaba muy débil. Ni las cámaras nos muestran algo.

El hombre volvió caminando al trabajo. Todo había terminado. Quién sabe dónde estaría ahora Noelia, la lunática. Si es que aún se encontraba con vida. Deseaba fervientemente no volver a cruzársela más.

En los años por venir, el cocinero argentino nunca llegaría a borrarla del todo de su cabeza. Dos décadas después recién podría certificar con un cien por ciento de seguridad la locura (o cordura) de la hermosa joven vagabunda, tan parecida a su hija, que lo interceptó una gélida medianoche del 2017.





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