18/10/10

EL ENTREGADOR

W.G.G


13 de Octubre del 2010

El ambiente es estrecho y húmedo, tan húmedo... casi como si estuviese flotando. Entorno los parpados y vuelvo a abrirlos, una y otra vez. No distingo nada, solo un monótono gris plomizo, alternado con manchas violáceas que aparecen con cada grito, con cada aullido. Me aplasta un sentimiento de agobio, sin embargo no soy yo el torturado, sino otra persona a quien siento como un apéndice de mi propio cuerpo.

Se trata de un interrogatorio, hay insultos obscenos seguidos de golpes y descargas eléctricas. Estiletazos de luz hieren mi cerebro y se desparraman por mis venas transformándose en infinidad de dolorosas luciérnagas, aunque uno solo de sus alaridos me hiere más que mil descargas. Los torturadores no hablan ingles, lo increíble de esto Gary es que en los sueños, en las visiones, los entiendo a la perfección, pese a haber estudiado español solo un semestre en el high school.

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Guardo el cuaderno en un cajón de la cómoda, lo cierro con llave y suspiro apesadumbrado. Mi nombre es William Roswell, tengo treinta y tres años y naci al norte de Maine, a doce millas del límite con Canadá, en un pueblito apestado de nieve las tres cuartas partes del año. Mi padre John y mi madre Catherine poseen, desde tiempos inmemoriales, la única fábrica de dulces de la zona. Mi hermana Mary y su esposo Carl trabajan con ellos. Peter, el menor de la familia, es sargento y está en Afganistán.

Días atrás consulté mi problema con un gran amigo, Gary Parckstone, un ex compañero del high school. Es  sicólogo y vive ahora en New York. Me propuso que escribiera los sueños, así podíamos analizarlos con detenimiento cuando regresara en Thanksgiving.


Desde chico que me persiguen estas visiones, aunque nunca les había prestado atención pues eran esporádicas y confusas. A lo sumo me abordaban una o dos veces al año. Después de la fiesta de aniversario de mis padres, las tengo casi diariamente y me producen una aflicción que no desaparece con la pesadilla.

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15 DE OCTUBRE

Esta vez no hay picanas ni golpes Gary. Un chillido histérico brota de mis labios. Mis pies y manos se mueven descompasadamente. Sigo viendo nublado, aunque ahora el lugar parece más iluminado. Sombras indefinidas pasan por mi lado. Siento una punzada, algo me cortan a la altura del estomago. Luego me introducen unos tubos que limpian mi nariz, una bocanada de aire fresco llena mis pulmones.

Me siento relajado, unas manos me acarician y olas de ternura me arrullan. Unos cálidos labios besan mi blanda cabeza. Cierro los ojos y comienzo a dormirme al ritmo de una canción de cuna, mientras succiono un jugoso pezón.

…duérmase mi niño, duérmase mi amor, duérmase pedazo de mi corazón…

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Creo que comienzo a trastornarme, traté de ignorar todo esto, pero es imposible. Los sueños son espeluznantes, cada vez más claros. Ahora no solo me suceden en la noche, basta con cerrar mis ojos un momento, un simple adormecimiento y mi mente se evade de la realidad para jugar con sus incomprensibles fantasías. Amor y odio, terror y suavidad, dolor y gozo. Un torbellino de sensaciones que me arrasan, dejándome exhausto al despertar. ¿Qué me sucede? ¿Por qué estas malditas pesadillas? ¿Por qué esta montaña rusa que parece llevarme a un abismo demencial?

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18 DE OCTUBRE

Existe un tercer protagonista mí estimado Gary, pese a que interviene en solo uno de mis sueños, su presencia latente sobrevuela todas mis pesadillas. El cariño que ella siente por él es inmenso. Mi oído, pegado a su pecho, percibe la aceleración de los latidos cuando ingresa al cuarto. Veo un poco mejor, siempre que las cosas están cerca. El tipo de ojos verdes y barba bien negra se acerca a ¿mi madre?, le da un beso en la boca y le toca el entumecido cabello susurrándole un te quiero. Ella acaricia su rostro y las lágrimas salpican mi frente derramándose en las sucias sabanas. Él le dice que pronto los liberaran y todo habrá terminado, que podrán irse a vivir a Rosario y los tres serán muy felices. Los ojos de la joven reflejan tristeza e incredulidad. Se besan con desesperación, luego el pasa su rugosa mano por la pelusa que cubre mi cabeza y apoya, por unos segundos, su mejilla contra la mía. —Cuida de mamá, Ricardito —me dice antes que dos tipos uniformados se lo lleven frente a las llorosas suplicas de la mujer.

No tengo presente en que instante se pronunció su nombre, pero de alguna forma lo he atesorado. Hoy amanecí pronunciándolo Gary…Ricardo Andrés Salmerón

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Gary se bebió la grolsch en tres largos tragos, directamente de la botella. Agarró un puñado de maníes, almendras y castañas y se las fue comiendo de a una mientras repasaba mis informes, mirándome a cada tanto con curiosidad. Tras la ventana todo estaba tapizado por un blanco frio y deprimente, el bar, como las calles del pueblo, estaba desierto.

—No alcanzo a vislumbrar la raíz de tus extraños sueños. Tuviste una infancia feliz, me consta. Tenes una familia divina, padres y hermanos adorables. Un buen trabajo que te asegura estabilidad económica, una novia comprensiva. Ninguna razón aparente para este tipo de pesadillas —terminó diciendo a la vez que le ordenaba al mozo otra cerveza.

Nos habíamos acomodado en la mesa más alejada de la entrada, para evitar el chiflete helado que ingresaba cuando alguien abría la puerta. Era un recodo oscuro desde donde apenas se observaba el comienzo de la barra. Inflado de ansiedad, lo escuchaba atentamente con la silla inclinada contra la pared, buscando el máximo espacio que me permitiera observarlo mejor. Pedí una limonada, no deseaba que el alcohol menguara mi discernimiento. Tenía tantas cosas para preguntarle a Gary.

—¿Es normal que a alguien se le repitan los mismos tres o cuatro sueños durante toda su vida?

—No es común, ni mucho menos, pero sucede y aunque a vos te lo parezca los sueños no son iguales, pueden tener un hilo conductor que los asemeje. Duran el tiempo que le toma a dicha persona superar el trauma que los origina. Los sueños vívidos como los tuyos son aun más raros y últimamente se los ha comenzado a denominar sueños lucidos.

No era propenso a creer en la existencia de vida después de la vida, pero ante la falta de explicaciones racionales que justificaran mis pesadillas, con cierta timidez le pregunté:

—¿Qué pensas acerca de las imágenes de otra vida, reencarnación o algo por el estilo?

—No creo en eso y por mi parte lo descarto de una vez. No existe una sola prueba creible que soporte la idea de un alma eterna viajando por cuerpos y épocas diferentes. —Respiró hondo y mientras se limpiaba las encías con la lengua, agregó: —Debemos encontrar la matriz de tu problema. Algo grave debe haber sucedido en tu temprana niñez. Algo que tu consciente intentó sepultarlo para mantener la estabilidad emocional. Preguntale a tus padres, son los únicos que pueden ayudarnos.

No había terminado la frase cuando ya le estaba descargando la próxima pregunta:

—¿Por qué suceden ahora tan seguidos y me provocan una inquietud nunca antes sentida?

Gary me miró de reojo por debajo de sus lentes, estaba repasando el menú y no se decidía por el pollo o el cerdo.

—En tus escritos pones la fecha del aniversario de tus viejos como punto de quiebre. ¿Qué pasó esa noche? ¿Cuál fue el detonante que rompió el filtro mental que te protegía? —acotó partiendo un cubito de mantequilla y untándolo en un pedazo de pan cereal.

—¿Cómo? —le dije mientras le señalaba al mesero el chicken cordon blue.

—Tratá de recordar alguna cosa relacionada con embarazadas, bebes o tortura que hayas visto aquella noche.

Por media hora comimos tranquilamente, nos propusimos hablar por un rato de temas menos conflictivos. Charlamos de novias, de planes futuros, de hockey, recordamos anécdotas compartidas. Estábamos degustando un delicioso Key lime mango pie cuando me vino a la mente la revista.

—¡Lo tengo! —grité sorprendiéndolo a mi amigo de tal forma que se atragantó con el postre.

—¿Qué tenes?

—Una vieja Times que ojeé en el baño de mis padres. Habia un reportaje sobre los desaparecidos en un país sudamericano…Bolivia…o Argentina creo.



Todo fue mucho más simple de lo que pude imaginar. Una semana atrás, en un bar a miles de millas de distancia, no encontraba razón para las pesadillas que me trastornaban. Ahora, a punto de aterrizar en el aeropuerto internacional de Ezeiza, en Buenos Aires, pese a que aún quedaban grandes interrogantes, me encontraba frente a un panorama bastante más despejado.

La madeja comenzó a desenredarse la nochecita siguiente al encuentro con Gary. Recuerdo haber esperado por horas a mis padres sentado en la hamaca de madera que, ubicada entre dos grandes arces, fue uno de mis juegos favoritos siendo niño. El sol había incendiado la laguna que bordea la parte norte de la casa. Algunos planchones de hielo naufragaban impulsados por el fuerte viento. Catherine y John se sorprendieron al hallarme afuera con tan mal tiempo, algo en su expresión me indicó que sabían de qué iba a hablarles. En los pasados meses cuando tocaba el tema de los sueños se ponían nerviosos, le restaban importancia y terminaban cambiando de conversación.

Al ir hilvanando las palabras, los ojos de espanto de mi madre y el rostro triste y avergonzado de mi padre me evitaron preámbulos.

—Antes que nada —les dije buscando tranquilizarlos— quiero que les quede bien claro que ustedes son y serán para siempre mis únicos padres. El amor legitima todo —agregué a la vez que los abrazaba y besaba.

Ante tal muestra de comprensión se serenaron y poco a poco me fueron relatando la historia de mis primeros meses de vida. Mis dos hermanos menores nacieron gracias a un extenso tratamiento de fertilización al que se sometió mi madre. Años antes, conmigo, la cosa había sido diferente. En 1977, Catherine había abortado ya tres veces. Un coronel, amigo de la infancia de mi abuelo paterno, se ofreció a ayudarlos. Les conseguiría un bebe indocumentado para que (tras nueve meses de fingido embarazo) lo hicieran pasar como propio. El militar le comentó que harían un bien a la humanidad al recibir a uno de los miles de niños que se morían de hambre en esos países subdesarrollados. Al principio aceptaron la fabula y brindaron al sureño todo el cariño posible. Hasta que a principio de los ochenta, el tema de los bebes desaparecidos en Argentina alcanzó difusión mundial. Nunca estuvieron seguros, nunca se animaron a preguntarlo, pero una noche el otrora coronel, con unos tragos de más, le contó a mi abuelo la verdadera génesis del asunto.


—Cuando con el tiempo juntamos el coraje para averiguar sobre tus verdaderos padres, ya era demasiado tarde. El amigo de tu abuelo estaba enterrado y no quedaba registro alguno de esa canallada. Fue algo indigno lo que hicimos, solo nos queda el alivio de saber que ellos desaparecieron, quien sabe que hubiese sido de tu vida si no te adoptábamos. Aunque el fin no justifica los medios, hijo mío. Dios pueda perdonarnos alguna vez el habernos robado una criatura —agregó derrumbado por la pena mientras se apoyaba en mi madre.

Los vi retirarse encorvados al interior de la casa, con una pesadumbre que los hacía viejos y vulnerables. Los amé como nunca en mi vida y les prometí esa noche cortar de cuajo con el asunto de mi nacimiento. Más el hombre es un bicho curioso y aquí me hallo, bajando por la manga de un 707, dispuesto a tomar otro vuelo que me lleve a Rosario, a buscar a un obispo católico. Un tal Ricardo Andrés Salmerón…




La oficina del prelado era inmensa. Estaba amueblada solo con una mesa de roble, dos sillas y tres sillones de cuero marrón desparramados sobre un piso de mármol blanco. Un dibujo en relieve del Cristo crucificado y una gran foto enmarcada de Benedicto XVI adornaban las paredes principales. Si la intención era demostrar austeridad, vaya si lo habían conseguido.

Tendría unos sesenta y pocos de años, el pelo teñido de un blanco inmaculado y una cómica nariz de papa separando dos grandes ojos verdes. Los mismos ojos que me habían despedido llorosos tres décadas y pico atrás. A su espalda, observé una silla de ruedas que plegada, se apoyaba junto a una puerta semiabierta tras la cual se dejaba ver un baño.

—Siéntese joven —me invitó en un inglés aceptable. Su voz era suave y cadenciosa.

Terminó de apilar unos papeles que acababa de firmar y me estudió con detenimiento por unos segundos, confirmando la impresión que me acometió minutos atrás, cuando el secretario me hizo entrar directamente. Era como si me estuviera esperando.

—¿Vienes de Maine, no? —agregó sin apartar sus inquisidores ojos de mi rostro.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté en un tono que sonó bastante rudo, estaba seguro de no haber mencionado el estado norteño.

—Hay tantas cosas que desconoces Ricardito —dijo como saboreando el nombre.—Espere este momento por años. No deseaba forzar la situación, aunque llegué a pensar que nunca ocurriría. ¿Cuándo y cómo te enteraste?

Me encontraba aturdido, no comprendía tamaña bienvenida. Por mis sueños deduje que el extraño de ojos verdes podía ser mi padre biológico, pero…¿no era yo acaso hijo de desaparecidos? ¿Quién carajo era este tipo entonces?

—Perdóneme, mi nombre es William y realmente no tengo idea quien es usted.

Su expresión de desconcierto me obligó adelantarle la pregunta.

—¿Qué hago aquí entonces me dirá? La explicación además de difícil es poco creíble. Una serie de pesadillas me han traído a este país y usted es protagonista en ellas. Su nombre me fue dado una noche y pasó a constituirse en el único nexo con la verdad de mi alumbramiento. ¿Quién realmente es usted señor? —indagué con la garganta seca, notando que un leve titilar impactaba mi parpado derecho, y nervioso esperé la respuesta.

—Soy tu padre Ricardito y les debía a ti y a Dios una explicación y una súplica de perdón que me permita morir en paz…

Y aquel hombre, tan próximo en sangre, tan ajeno en sentimiento, me contó sobre el infame acto, sobre la traición que le permitió sobrevivir en los años penumbrosos de la dictadura militar argentina.

Había conocido a Mabel en la facultad de filosofía y letras a mediados del setenta y cinco, cuando oficiaba de ayudante de cátedra en Teología. Ambos procedían de Rosario. Ella era una de las mejores estudiantes de la clase. Comenzaron un romance impulsados por los puros ideales de la teología de la liberación. Formaron un grupo de extensión universitaria que iba a trabajar a las villas miserias del conurbano bonaerense. Un grupo de tareas de la E.S.M.A secuestro a Salmerón una tarde de diciembre del setenta y seis. Ella estaba embarazada, aunque aun no lo sabían. Lo torturaron durante dos semanas, día y noche, hasta quebrarlo y allí hicieron un pacto demoníaco. Si no quería mas torturas y aspiraba a salir libre, les tendría que marcar a todos sus compañeros de militancia. Una mañana de enero, salió a buscar a sus amigos y uno a uno los fue abrazando, mientras a una prudencial distancia dos servicios de inteligencia lo observaban. El estrujón más difícil y el más efusivo fue el último, el que le dio a mi madre. Tres días después se la llevaron, también a la Escuela de Mecánica de la Armada.

—Me prometieron que luego de los interrogatorios, sino le encontraban nexos con los grupos armados, los dejarían salir —dijo emocionado y oí como se le quebraba el habla.—Me prometieron que a Mabelita no la tocarían, yo no conocía lo de su embarazo…yo…—Su voz se transformó en un quejido y apoyando la cabeza sobre sus antebrazos se ahogó en sollozos.

Sentí mucha pena y dolor por Mabel, pero más que nada me ganó la admiración por esa jovencita que me acunó en su vientre, que sobrevivió nueve meses de tormentos inhumanos solo para traerme al mundo. Por él no sentí nada, ni odio, ni rencor, ni siquiera lástima. Había pagado con montañas de remordimiento su papel de Judas.



No le pregunté nada más, no me interesaba saber otras cosas de él. Antes de marcharme me confesó que viajó como seis veces de incógnito a Maine, solo para poder observarme desde lejos. Me despidió con tristeza, como esperando la frase que confirmara mi regreso. Me hizo un ademan para que esperara un segundo. De una cajita, que guardaba en el cajón de la mesa, sacó una vieja polaroid de Mabel y él abrazados en una villa miseria. Era un atardecer y se hallaban rodeados de chiquitines sonrientes colgados de sus brazos. Atrás, estaba escrito en tinta azul: Eternamente enamorados, eternamente junto a los desposeídos. Ricardo y Mabel 1976. Al pasar junto al escritorio del secretario, arrojé media foto en el tachito de basura y cerré esa puerta para siempre.

Era de noche cuando salí a la Avenida, respiré con fuerza y el aire fresco me reconfortó. Sonreí tranquilo, una almohada sin pesadillas me estaba esperando en Maine.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

La historia me parece muy interesante. Un giro original para el remanido tema de lod desaparecidos en Argentina. Veamos el final y luego vierto otra opinión Walter.
Marcelo Figueiras

Walter G. Greulach dijo...

Espero no defraudarlos con el descenlace que se me ha demorado, pero prometo entregarlo en la semana entrante.
Un abrazo Marcelo!!!

Mastropiero dijo...

QUE TE RE PARIO!!!
MUY BUEN CUENTO, ME AGARRO DESDE EL INICIO.
INCREIBLE QUE NADIE HAYA MUERTO> QUE TE ESTA PASANDO WALTER!!!

Un abrazo...Daniel

Daniela E. dijo...

Caracteristico tuyo. Cuentos enrredados, siempre con algún chiflado dando vueltas, pero por suerte hoy no acuchillaste a nadie.
Muy entretenido.
¿Para cuando el segundo libro???