9/4/11

¡No habrá otra chance muchacho!


W.G.G
Había veces, como en ese momento, en que no tenia ganas de mover ni un solo músculo, a tal punto que le tomó una enormidad de tiempo levantar la vista para saber la altura de Avenida Rivadavia por donde se desplazaba el colectivo. Como a veinte cuadras de allí estaba el supermercado que pedía personal.

Sus pupilas buscaban angustiadas algún bálsamo, una sonrisa, un color, un rostro que lo animara. Atardecía sobre Buenos Aires, hacia frío, llovía a canteros y ese tango lastimero que le traía la radio, que hablaba de una fatal puñalada, lo hería aun más. Era como si siempre hubiese llovido en su vida, siempre nublado, siempre la tormenta amenazante y el gélido aire engullendo el poco calor que habitaba su cuerpo.

Limpió la ventanilla y observó los despintados edificios, los árboles sin hojas, los escasos transeúntes con caras largas y pálidas. Le costaba rememorar el ultimo instante de felicidad, un momento en que no sintiese esa opresión en su pecho. Cerró los parpados con fuerza. Aunque fuese una imagen, algo que le devolviera la paz por unos segundos. Únicamente sintió dos tibias lágrimas recorriendo sus mejillas.

El Carrefour pasó desdibujado bajo el agua, tres cuadras y media de desocupados se pegaban a la paredes buscando refugio. El joven se levantó y miró el timbre, después de unos segundos se dejó caer pesadamente en el asiento, apoyó la frente contra el respaldo siguiente y se desinfló en un suspiro.

Martín Ontiveros se casó de apuro con Mariela Fuentes. En el quinto año de la secundaria la embarazó y luego se pusieron de novios. “O preparas la boda o te mato” le dijo su futuro suegro ofreciéndole al menos una opción.

Un hombre calvo, de gran nariz y barba rala se sentó a su lado. Llevaba las ropas sucias y desarregladas y olía a peste. Comenzó a hablar mientras apoyaba una mano en el hombro izquierdo de Martín.

—Hijo mio, se te ve muy apesadumbrado. ¿Es que Dios aun no ha iluminado tu oscuro camino? Yo era borracho y últimamente hasta en drogas andaba y mirame ahora —agregó dejando escapar un fuerte vaho a alcohol.

El joven siguió imperturbable, con los ojos diluidos en la nada. Ni intentó desprenderse de la mano que lo tocaba. Un pestañeo fue toda su respuesta.

Alquilaron un departamento a pocas cuadras del Luna Park. Martín abandonó el colegio y por unos meses trabajó en un taller que arreglaba electrodomésticos y que acababa de cerrar. Mariela perdió el bebé y tampoco terminó la secundaria. Se aisló en su cuarto, sin ánimo ni para salir a la vereda. Era el año 2002 y Argentina se estremecía por una aguda crisis política-económica. En un par de meses cuatro presidentes desfilaron por la casa Rosada. Había una sensación general de descontrol, de desprotección recorriendo las calles del país.

—La vida siempre te ofrece una gran oportunidad —siguió parloteando el tipo sentado a su derecha—. Podes estar destruido, de última, como decía mi viejo, cuando estas de culo todas las jeringas te apuntan…

Martín permanecía con la cara achatada contra el vidrio helado. Rivadavia se estiraba interminable, la tarde transmutaba en noche sin anunciarse. En ese tramo del recorrido el ómnibus estaba casi vacío, en la radio Violeta Parra cantaba, en una versión grabada pocos meses antes de suicidarse, su homenaje a la vida.

—La chance te llega cuando menos la esperas, en frio, sin aviso —redundaba el vagabundo, atizándose los pegajosos bigotes con dos de sus dedos—. En cualquier momento te toca y si no sabes distinguirla te jodiste. No hay vuelta de hoja hijo mío. Necesitas coraje y claridad para escoger el camino correcto. No es sencillo y la mayoría falla en el intento, pero…

La voz le llegaba en un murmullo, como si tuviese la cabeza metida en un paquete de algodón. Ni el olor, ni el roce del andrajoso lo incomodaban.

—Una imagen… tan solo una imagen —repitió en un susurro.

Sus progenitores acababan de separarse y su madre, a quien extrañaba horrores, se volvió a Entre Ríos. Su padre, perdido hacia rato en el alcohol y las prostitutas, deambulaba por los bares porteños. Todas pálidas, pensó Martín y inhaló fuerte por la nariz para contener los mocos que intentaban escaparse. Para colmo en su departamento, con dos meses impagos de alquiler, lo esperaba (es un decir) Mariela y un Rosario de recriminaciones. Vivían en una pelea perpetua, echándose la culpa por el bebé perdido.

—Ayer tata Dios puso ese momento en mi senda y no lo desaproveché. ¿Sabes lo que es esto? —dijo el hombre mostrándole un cartón con varios números—. El único boleto ganador del Quini seis. Fue ayer nomás, acababa de despertarme como al mediodía después de una indigestión alcohólica. No tenia idea donde me hallaba, era un puente bajo la autopista, además de embarrado estaba cagado y meado. Ya no podía caer mas abajo hijo mío. Comencé a vagar por las calles, buscando unas vías donde terminar con mi suplicio y entonces sucedió. El kiosquito de lotería estaba en algún lugar perdido de Lugano. Caminaba detrás de un gordo cuando una ráfaga de viento le desprendió un billete de dos pesos del bolsillo. El papel voló hasta pegarse en la vidriera del negocito, justo sobre un cartel que decía: ¿Le gustaría ser millonario? No pierda esta ocasión. Algo inexplicable me movió a entrar y comprar un boleto de Quini seis con números al azar. Hace media hora fue el sorteo, un solo ticket ganador. Treinta y dos milloncitos para mi —agregó zarandeando el quini y un eruto etílico se le escapó por entre sus corroídos dientes.

Por primera vez el joven fijó los ojos en el individuo, fue como si al prestarle atención, su olfato se hubiese activado. Una baranda acida, mixtura de alcohol y mugre lo obligó a virar la cara y contener un par de arcadas.

—¡No habra otra chance muchacho! —seguía repitiendo el linyera mientras Martín se alejaba asqueado por el pasillo y bajaba en la penúltima parada del recorrido.

La avenida se diluía en el horizonte. No había un alma en varias cuadras a la redonda. Los estiletazos que le arrojaba el viento y la lluvia lastimaban su rostro. Le ardían los labios, pasó su lengua por ellos y bajó la cabeza subiendose el cierre de la campera inflable.

—¿Hasta donde mierda llega Rivadavia? —pensó en el momento que comenzaba a cruzar la calle.

“Todos tenemos una vía para cambiar nuestro presente, solo hay que saber reconocer el momento en que se nos presenta”. No podía alejar las palabras del andrajoso de su mente. ¿Seria verdad que había ganado el Quini seis? Y que si su chance ya hubiese pasado y no pudo reconocerla. Tal vez esta miserable vida nunca acabaría.

Al alcanzar la vereda, las punzadas en el bajo vientre, que lo venían acompañando en los pasados meses, regresaron. Cayó arrodillado y a duras penas pudo acomodarse bajo el techito de un Kiosco de chapa que se hallaba cerrado. Empapado, tiritaba sin poder contener el castañeteo de sus dientes. Por lo menos el agudo dolor le impedía sentir frío.

—Cancer de vejiga y de testiculos, algo bastante inusual —le dijo el doctor el jueves temprano, y a Martín la frase le sonó a elogio.

—¡Bingo! —musitó el joven al escuchar la sentencia.

Salió del consultorio sin despedirse, ni siquiera agarró la tarjeta del especialista que el galeno le estaba recomendando. Si su destino era ese, pensó el joven, porque tendría que demorarlo. El diagnostico no lo sorprendió, lo raro hubiera sido recibir una buena noticia. No le contó a nadie de su dolencia y decidió simplemente esperar.

Después de un par de horas el dolor amainó y se quedó dormido. Soñó que era la fiesta de graduación de la secundaria y todos lo felicitaban. Su orgullosa madre le contaba a un grupo de padres que su hijo se iría a estudiar ingeniería a La Plata. “Estoy segura que va a lograr todo lo que se proponga”, agregaba la mujer mirándolo con dulzura.

Martín despertó con una suplica en sus labios: —Una imagen, una señal… ¡ Dios dame algo por favor!

Cerró los ojos y solo escuchó al hombre del colectivo diciendole: —¡No habrá otra chance muchacho!

Se incorporó con un esfuerzo sobrehumano, tenia los huesos entumecidos y los pinchazos empezaban a insinuarse otra vez. Llovía y aunque el viento había cesado, parecía hacer más frío aun.

…Y entonces sucedió, su corazón se aceleró al ir acercándose al borde de la avenida. Miró excitado el cartel luminoso del camión que se acercaba. “Esta es tu gran oportunidad, terminá con tu existencia de pobre para siempre”, rezaba la publicidad.

Martín no alcanzó a saber de que empresa se trataba. Únicamente junto fuerzas y saltó hacia su nueva vida.

3 comentarios:

Juan Carlos Eberhardt dijo...

una nueva vida,especial para celebrar unas felices pascuas que te deseo de todo corazón
un abrazo grandote y a cuidarse con el chocolate

Anónimo dijo...

Pobre tipo, espero que se le mejore la vida.
Siempre tan oscuros y tan atapantes tus historias.
Joana

Anónimo dijo...

Triste pero atrapante!!!

Jose Marquez Miami