
Anoche, al contemplarla parada en las alturas del Snake hole, grité con furia su nombre, con una voz ronca y cargada de angustia, sofrenada por una eternidad. Fingió no verme y tras escuchar mi llamado se dio media vuelta perdiendose en el tugurio.
Subí a los tropezones y debo haber contado mal los escalones pues caí de pecho arriba de una mesita, volcando dos cervezas, junto a un plato de chips, sobre la falda de una rubia pechugona que se acordó hasta de mi abuelita religiosa. Aturdido, desde el suelo, la busqué en el interior del cabaret, mas ya no estaba.
No hallé una persona que pudiese contarme algo sobre la elegante señora cuarentona que engalanaba el balcón momentos atrás. El bartender, los guachimán (guardias de seguridad) y los meseros negaban con la cabeza, como por compromiso y después me ignoraban.