18/9/11

IV Aires de blues en New Orleans


W.G.G
Al abandonar la I 10 oeste, ya ha anochecido, bajo por la orilla del Superdomo y me sumerjo en Canal Street rumbo al down town de New Orleans. El escenario me regala una emoción inesperada. No es solo una sensación provocada por el fin de un largo viaje, sino también este delicioso aire europeo que me baña al observar los primeros edificios. Vuelvo a Córdoba, a Santa Fé, a Bs. As. Siento que voy entrando a una ciudad cálida, crepitante (humanamente hablando), bien peculiar.Tan distintas a Miami o a otras poblaciones de Florida (de gran parte de los EE.UU, en donde todo es igual, pasás de un lado a otro y a duras penas podés adivinar donde estás). Construcciones insulsas, estándares, sin estilo, con la excepción del distrito Art Deco de South Beach. Aquí se respira arte, historia por donde mires, basta por ejemplo con detenerse en los trolebuses que recorren Canal y St. Charles street y que datan del siglo XIX, con sus carros originales rojos y verdes que musicalizan el centro con su tintinear.
Doblé por Baronne street y tras registrarme en el Winham Garden, donde habia reservado tres noches, metí el auto en el estacionamiento y salí desesperado a recorrer el down town. Calles estrechas con altos y ornamentados edificios, una iglesia jesuita de casi trecientos años y un banco del siglo XIX por aquí, un par de museos por allá, es como recorrer un lugar conocido, extrañado.



Es domingo y el reloj de una inmoviliaria me tira las veintiuna y cuarto, ya tendria que estar durmiendo, estoy cansado y me arden los ojos, debo relajarme para afrontar despejado la entrevista de mañana temprano. Miro para el lado del hotel pero mis pies me alejan de él, algo magnetico me mueve por Canal Street y me obliga a cruzar para el lado del barrio frances. No hay mucha gente por el centro, es baja temporada turísticamente hablando, solo algunos trabajadores que salen de tiendas y oficinas, un puñado de visitantes, mas unos cuantos homeless (vagabundos) que deambulan como extraviados. Existe una realidad ineludible en el New Orleans actual, la cantidad de pobres que quedaron desprotegidos y se sumaron a las calles después de que el huracán Katrina azotara esta área del Missisipi en el 2005. Rostros curtidos, blancos y negros por igual, con ojos tristes y bocas sin dientes limosnean por los húmedos callejones transversales. No me asustan, lucen inofensivos, aplastados por la realidad que los hace desplazarse como amebas en búsqueda del mínimo sustento.

Me acerco a la próxima esquina atraído por un grupo de adolescentes que tocan jazz con una alegría contagiante. Parecen estudiantes de algún colegio, entre notas de violines, trompetas, saxos y trombones bailan, ríen y cantan sin detenerse a ver si el mundo aun sigue girando. Siempre disfruté este ritmo musical y me parece increíble encontrarme en el mismo lugar donde fue creado. Me deleito unos minutos sentado en los escalones de entrada a un negocio de cosméticos, el tiempo parece ralentizarse, estirándose en cada melodía.
La banda de jazz toca al comienzo de Bourbon street y cuando me decido a retornar a Canal y llegar hasta el río, observo por primera vez con detenimiento la angosta calle que atraviesa el French Quarter, la zona mas famosa de New Orleans. Es un mundo distinto, atestado de transeúntes, pocos turistas“puros”, muchos “pájaros de la noche” diría la tía Ofelia. A medida que, como hipnotizado, me voy adentrando en esta Sodoma moderna, mis sentidos son bombardeados por un surrealismo casi sicodélico.

Con cada paso respiro un aire cargado de olor a cerveza rancia, a orines de alcohol, que en este contexto no me cae desagradable sino que parece reforzar la potente imagen. Decenas de burdeles disfrazados de cabaret, de streep clubs, adornados con neones multicolores que anuncian el éxtasis eminente. Provocativas siluetas femeninas se adivinan tras los marcos de las puertas. Con el dedo y un chistido te invitan al paraíso. Mimos, músicos y acróbatas, de calidad asombrosa, sudan su jornal a lo largo de la calle, que ahora se ha vuelto peatonal. En cada cuadra hay al menos dos o tres tiendas pequeñas de mascaras emplumadas, con colores hirientes que anuncian el bacanal de marzo (Mardi Gras madness). Se adivina la expectativa de una desquiciada madrugada en los ojos que cruzo. Hombres mayores, gays, grupos de jóvenes universitarios, algunos borrachos ya, otros en potencia, alargando la elección del antro en que desgastaran la noche.
                                                 

Hay algo mágico, un ambiente que parece desplazar tiempo y lugar. En esta callejuela tan francesa, tan colonial. Con casas de madera, de estrechos y largos balcones, atestados de aves de rapiña que otean el suelo buscando su presa. En este teatro de feria barata chorreado de olores humanos, de sinhogar tirados por doquier en apartados rincones. En este purgatorio de almas vendidas al mejor postor se podría haber inspirado perfectamente Víctor Hugo para escribir sus miserables.

En un patio interior que parece tener como quinticientos años, cuatro veteranos interpretan mundo maravilloso. La figura de Louis Amstrong planea omnipresente por toda la ciudad. Mas allá, el cartel amarillo y rojo de un cabaret me hace sonreír, “The snake hole”, el hueco de serpientes, muy sugerente el nombrecito. En la puerta, un grandote papeado me hace señas invitándome a pasar. Le digo que no con la cabeza pero me quedo allí, flechado por una pelirroja espectacular disimulada tras el schwarzenegger. No puedo evitarlo y la desvisto con mis ojos, si es posible sacarle algo mas. La tipa ve mi cara babosa y como que le da asco, porque me saca el dedo medio y se va insultando bajito para adentro. Este sector de New Orleans puede ser mi perdición, musito y pienso que tendré que conseguir un alojamiento lejos de Bourbon street. El alcohol y estos bombonazos en oferta pueden terminar de descalabrar mis días.

Hora de volver, he caido en cuenta que comienzo a salir de las diez o doce cuadras de la zona caliente. El encapotado cielo descarga unas gotas de advertencias y me obliga a alargar el tranco. Siempre llueve sobre el Missisipi acotó Octavio cuando me describía el lugar. Voy analizando la gente que bebe y ríe en los balcones, parecen tener todo el tiempo del mundo. Muchos toman margaritas o daiquiris en vasos gigantes con estrafalarias pajitas. Vuelvo a pensar sobre la cantidad de hombres solos con los que me he cruzado en las dos horas pasadas. Almas perdidas por las que siento pena, quizá porque soy una mas de ellas. Viajando sin ton ni son por la vida, con la autodestrucción como bandera. Escapé de Miami con la ilusión de edificar algo nuevo o por lo menos algo que se asemeje a una existencia digna. Años atrás metí Dios en bolsa y lo enterré junto con las cosas buenas en las que en un tiempo creí, de otra forma hubiese pensado que todo esto era una prueba divina o demoníaca. Al fin el Diablo es el mismo Altísimo que se coloca una mascara para realizar los trabajos sucios, escribía no se cual filosofo. Que mejor lugar para cambiar rostros que este, un pueblo carnavalesco por naturaleza, con su despampanante Mardi Gras y su parada gay de febrero, la multitudinaria “Southern decadence”.


Camino bajo una llovizna gomosa y tibia, los balcones me siguen como expectantes y un perfil triste se recorta sobre “El hueco de serpientes”. Allá arriba, contra una cortina naranja con vuelos blancos, el rostro soñado, adorado por décadas, me observa. El causante del descalabro emocional, de mis vicios y traumas, de este patético presente. Allá arriba, entre destellos de cabaret y música de blues, recostada sobre la baranda, igualita pero con treinta y dos años mas, está Carina... http://waltergreulach.blogspot.com/2011/09/v-de-serpientes-y-madames.html

1 comentario:

Daniela E. dijo...

Guauuu!! Ahora me hagarraron unas ganas locas de conocer New Orleans.

La capital de la perdición. Lindo relato mister Walter