17/10/11

VI - La verdad revelada (a medias)


W.G.G


          —¡Puta llovizna! —maldigo cubriéndome la cabeza con una caja de cartón desarmada.

            Hace horas que la espero escondido entre dos contenedores de basura. No deseo que ningún chismoso piense raro y llame al 911, o alguno de los empleados le informe a la “Madame”. Aunque hay tantos vagabundos desperdigados por ahí, que podría pasar por uno de ellos perfectamente.

            —Estos días que usted anduvo merodeando por enfrente del bar, ella se quedaba en su oficina y si salía, lo hacía por la puerta de atrás, la de la cocina. Estaciona el Audi en un parqueo a dos cuadras de acá —me confesó Mauricio horas antes, como instándome a la confrontación.

            —¿Por qué me contás esto Mauricio?, Te estás exponiendo a que te depidan del trabajo —le pregunté sin comprender que ganaba.

            —Digamos que soy un romántico perdido, me parece que todos en la vida deben tener otra oportunidad, —contestó sonriendo y sin esperar mi agradecimiento retornó corriendo al hoyo de serpientes.




Estoy hecho sopa y el olor a desperdicios es insoportable, espero que no se apeste mucho mi ropa, sino voy a lucir como un auténtico ciruja cuando la enfrente. Transcurren los minutos y no pasa nada, solo el tintinear de las gotas sobre el pavimento manchado de aceite. De repente se abre la puerta vigilada y mientras miro las cuatro y cuarto en el reloj suspiro excitado. Me asomo al borde del tacho buscando al autor de los pasos que se aproximan. Es solo un cocinero cargando una bolsa negra. Me cubro con las cajas y hago silencio, algo roe mi zapatilla, muevo el pie espantado. Un pericote me mira un instante con ojos desafiantes y luego se pierde por la boca de un desagüe. No soporto más, aguanto media hora y me voy para siempre de este puto lugar.



            —¿Carina? ¿Sos vos? —raspan lentas las palabras por mi garganta.

            Se mueve en cámara lenta, tardando siglos en darme la cara. Veo sus puños apretados, adivino crispación de nervios, rodillas tiritando. Debe sufrir como yo este momento, es como subir de nuevo a la endemoniada Sheikra.

            —Perdón… ¿Lo conozco? —responde secamente y me pega un pantallazo con esos faroles marinos que me volvían loco.

            —¿Carina Gamarra? Soy yo, Leo… Leonardo Quiroga, tu novio de Salto de las Rosas —sollozo perdiendo toda compostura. No hay duda que se trata de ella, la nariz diminuta, la frente amplia, hasta el hoyito del mentón la delatan.  

            —Está confundido señor, mi nombre es Soledad Azcuénaga y aléjese que me asusta, no me obligue a llamar a la policía —me amenaza, más con pena que con miedo, mientras estudia mi traza de abandonado.

            —Sé que sos vos, no finjas más por favor, creo que al menos merezco una explicación, ¿no?  Tenés idea lo que sufrimos con tus viejos y hermanos. ¿Por qué  no te comunicaste nunca con nosotros? ¿Qué mierda te pasó Cari  —le recrimino alzando el tono de mi voz.

            Se le licuan las pupilas derramándose por sus mejillas, no soporta la estocada del nombre usado cariñosamente en nuestra adolescencia. Al fin se derrumba con un llanto que parece salirle del fondo mismo del alma. Me acerco para abrazarla y me toma de las manos, dándome un largo beso en la frente para cobijarme luego con un abrazo tan fuerte que pienso que me va a desbaratar los huesos.

            —Vamos adentro y te secas un poco, estas hecho un desastre y te podes resfriar —me dice con una suavidad que me trae la imagen de mi madre.



             Mientras pelo camarones en el balcón de la cocina del restaurante, recuerdo la madrugada de antes de ayer.  Hoy llueve desde temprano sobre el down town y no hay ni un alma en las calles. New Orleans está más nostálgica que nunca…

Me tomé una sopa de mariscos bien caliente y un tecito de manzanilla, luego nos sentamos en un reservado al fondo del salón y charlamos hasta el mediodía. Compartimos historias, la vida de ella había sido tan novelesca como insulsa la mía.  Esa tarde de domingo del setenta y nueve, en que fue a comprar el pan y nunca volvió, fue secuestrada por un tratante de blancas porteño, que la subió por la fuerza a una camioneta, sacándola del país por mar dos días después, junto a otras dos chicas, una de La Rioja, otra de Catamarca. En New Orleans la vendieron a un prostíbulo encubierto, el “Snake hole”, cuyo dueño era un gringo asqueroso que además de violarla repetidamente, la mantuvo encerrada varios meses hasta que se sintiese lista para incorporarse al negocio. A punto de amenazas, referidas a la muerte de toda su familia allá en la Argentina, le anularon todo pensamiento de fuga.

—No tenés idea lo que sufrí y lo miserable que me sentí por aquellos días. Una basura, con la autoestima por el suelo, si hasta tres veces intenté suicidarme —me contó mostrándome las cicatrices que cruzaban sus muñecas.

Yo le resumí mi vida en cinco minutos y me sobraron cuatro. Prometió narrarme en otro momento la forma en que llegó a ser la dueña del hoyo de serpientes.

           —Esa es la parte más genial de la historia — me dijo— y debe ser lubricada con un buen vino y una comida de reyes.

Es por ello que esta tarde, apenas salga del trabajo, corro a Algiers Point, me pego un baño y voy a su casa a cenar. La mansión, estilo plantación, está ubicada a tres cuadras de St. Charles Avenue, en el Garden district. Es hermosa y grandísima, según me dijo Mauricio que a veces va a arreglarle el jardín.

Más que nada deseo escuchar el final de un relato que me tiene realmente intrigado. Además para que mentir, a sus cuarenta y largos la madame se mantiene sumamente apetecible y me dio a entender, al momento de la invitación, que esta noche puede derretirse ardiendo en mis brazos.
http://waltergreulach.blogspot.com/2011/10/vii-la-vibora-y-el-salto-de-las-rosas.html

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Pa cuando la continuación maestro?

Ta gueno, ta gueno
Javier de la playa...

SoydeBoedo dijo...

Genio, al fin te reencuentro! Abrazo. Estamos en contacto