3/4/12

ATAJO A LA NADA


W.G.G

La sombra que nos tira el arbolito no alcanza ni para cubrir el hormiguero que nos ha desalojado del lugar, obligándonos a recibir al sol de frente y sin filtros. Al costado del sendero de tierra, con Azul a más de trescientos kilómetros tras nuestras espaldas, nos rostizamos esperando el transporte que nos saque de este peladero del demonio.  Salimos cinco días atrás de Mar del Plata sin un peso en los bolsillos, con dos mochilas gigantes de las que penden ollas y zapatillas. Como provisión, una bolsa de pan duro y de bebida solo la transpiración, pues a esta altura creo que ni saliva juntamos. El regreso al sur mendocino, que como mucho debería habernos insumido tres jornadas, se está convirtiendo en una verdadera pesadilla.
Tres aguiluchos desplumados esperan pacientes desde el único árbol, además del nuestro, que quiebra la planicie en kilómetros a la redonda. Principios de febrero del ochenta y dos, una de la tarde, cuarenta grados y subiendo. Carlitos voltea la cabeza y me mira sin verme, sus ojos atisban el humeante panorama donde el camino se zambulle en el cielo.
—¿Que hacemos acá mocha, a quien carajo se le puede haber ocurrido subir a ese camión de mierda? —exclama el menor de los Martini con un hilo lastimoso de voz. 
—A Carlitos, ¿a quién otro? —contesto más resignado que molesto, carraspeando con fuerza para eliminar un molesto trocito de pan atorado en mi garganta y cierro los ojos obligado por el resplandor.




El lunes a primera hora salimos de avenida Lugo en una pick up Chevrolet destartalada que nos llevó hasta Tandil. A las dos horas ya íbamos en un camión vacuno a Azul. Todo vela al viento pensamos entonces, pero allí cometimos el error de nuestras vidas, un gordo lampiño que cargaba combustible en la salida de la ruta a General Villegas nos dijo: —Yo voy para aquel lado, solo me desvío un poco cerca de la colonia Martin Fierro (creo que así se llamaba el pueblo), pero la 188 les queda ahí nomás. —Señaló la parte de atrás de un rastrojero cargado con unas bolsas de granos, invitándonos a subir. 
Serian como las diecisiete y apenas montamos el gasolero comenzamos a roncar a moco tendido. Despertamos por el traqueteo producido por un camino de tierra en lamentable estado, atardecía y nos rodeaba un mar de pampas, el maldito aquel nos alejaba de toda civilización. Carlitos golpeó desesperado el vidrio y por la cara que puso me di cuenta que ni se había acordado que en la intersección tendría que habernos dejado. Sin embargo siguió manejando y como a la media hora paró en un cruce (cruce es un decir, era un senderito lo que atravesaba) y nos abandonó.
—Por aquí me voy, no se preocupen que ya va a pasar alguien que vaya a Villegas, está aquí nomas a cincuenta kilómetros, suerte muchachos —agregó el infame y se perdió en la polvareda.

Dos días después aún estamos en el mismo lugar y no hemos visto pasar ni un alma en pena. La sed y el hambre empiezan a desquiciarnos y los tres trozos de pan que quedan ya son impasables sin un trago de algo. Tomamos la decisión de llegar caminando de nuevo a la ruta, saldremos mañana temprano. Antes intentaremos encontrar alguna casa tierra adentro que nos abastezca del vital elemento. 
Salimos para el lado izquierdo, escogido por sorteo, son las seis y media de la tarde y el astro rey, un poco sosegado, permite que nos envuelva una brisa  súper refrescante. Los aguiluchos, ahora más de siete, levantan vuelo oteandonos desde las alturas. Encaramos por un sendero poco transitado, el único visible en la infinidad que nos asecha. La tarde cae placida, coloreando de un gris rosáceo el paisaje. A medida que avanzamos, una mixtura de fragancias confunde mis sentidos. Un aire de orégano, una brizna de albaca, un toque de perejil, un dejo de lavanda. Plantas invisibles a mis ojos, ¿de dónde vienen entonces los olores?
El horizonte se viste de girasoles y un trinar como de jilgueros y alondras brota de entre las flores. El sol, ahora enmarcado por un cielo celeste furioso,  nos da la sensación de que la tarde va retrocediendo. Parecemos flotar entre las plantas, rodeados por una paz anormal que me pone los nervios de punta. Carlitos parece no percibir nada,  silva la marcha de la bronca y a cada tanto levanta un puño al aire mirándome entusiasmado.
No sé cuántas hectáreas de este maldito girasolar (sé que el termino no existe) hemos cruzado, la mochila es ahora de plomo y traspiro como un condenado, no hay ni siquiera un pequeño claro. Infinidad de plantas que me provocan un agobio in crecendo, que se une a la sed y al hambre, comienzo a sentir un poco de temor, no tengo ni puta idea por donde andamos.
     CAMPO DE GIRASOLES de Ramiro Marcos Rueda
—Deberíamos pegar la vuelta Carlos, nos estamos desviando mucho… aunque ya ni sé por dónde veníamos —le digo mientras me paro en puntas de pie tratando de ver sobre las flores.
Lo miro y es como si no me escuchara, tiene una sonrisa idiota que no lo ha dejado desde que entramos en el sembradío.
—Haceme la escalerita, creo que vi algo por allá. ¡Dale boludo que se viene la noche! —le grito tratando de que reaccione.
La casa enorme cierra la plantación. Tres pisos, ladrillos barnizados y techo a dos aguas de tejas. Un jardín, repleto de plantas aromáticas y frutales con decenas de bulliciosos pajaritos, engalana el frente de la mansión. Por si fuera poco una pileta olímpica se deja ver del otro lado, posee el agua más cristalina y deliciosa que haya visto jamás en mis diecisiete años. Si no fuera por mi compinche que adivina mi intención y me atenaza con sus brazos, hubiese salido disparado a zambullirme en la frescura esa.

Entre dos columnas de mármol nos recibe una puerta de roble, de dos hojas, como de tres metros de altura. Golpeo con ganas la argolla de bronce que sostiene en sus dientes la cabeza de un risueño león. Como a los tres minutos nos atiende una nariz tras la cual se esconde un rostro flaco de ojos grises hundidos, de labios finos y mentón partido en dos. Debemos lucir terribles, aunque su expresión refleja más curiosidad que aprensión. Entrecierra la puerta  y sin decir ni mu, junta los cinco dedos de su mano derecha y la mueve como preguntándonos quién mierda somos.
—¡Buenas tardes señor!, disculpe la molestia a estas horas pero estamos desde hace dos días en el camino de tierra que va a Villegas y no pasa nadie. ¿No sabe de alguien que nos pueda acercar?
El tipo nos mira como entretenido con la situación, vislumbro una sonrisa prendida en la comisura de sus labios. No me contesta y se pierde en la oscuridad de la casona dejando tras de sí la puerta semi-abierta. Al rato aparece vestido con impecable traje azul oscuro, corbata roja y zapatos tipo italianos. Nos invita a entrar, conduciéndonos hasta un espacioso living con muebles antiquísimos y cortinas sobrias, elegantes. Señala los sillones, aún no ha pronunciado una letra, y nos hace señas para que nos sentemos, indicándonos que ya vuelve.
Está bien fresquito, lindo, de alguna forma esta mansión tiene aire acondicionado, aquí, abandonada a la buena de Dios. Y bue, hay gente que tiene plata y hace lo que se le canta. Nos hundimos, con toda nuestra mugre, en los mullidos sillones lanzando a coro un suspiro de satisfacción. Si creo que hasta nos quedamos dormidos, quien sabe por cuánto tiempo.

Ya era entrada la noche cuando apareció nariz con una bolsa negra llena con algo frio, porque el plástico traspiraba. Nos miramos sorprendidos, inyuyo que por la cabeza de mi amigo cruza la misma imagen… ¡COMIDA! Cuando nos entrega su ofrenda, aprovecho para repetirle mi pregunta original. El rarito este nos pide paciencia, invitándonos a subir a descansar a los dormitorios, todo esto sin siquiera abrir la boca. Estamos tan molidos que aceptamos sin reticencias. Antes de pisar la escalera, repaso por última vez el interior de la planta baja del lujoso chalet. Vislumbro unas sombras deslizándose por lo que al fondo parece ser la cocina, un intenso olor a azufre satura mi olfato y me llega el sonido de dientes castañeteando. Un miedo atroz, irracional, sacude mi humanidad y salgo corriendo casi a los gritos. Carlitos me sofrena en la entrada y pidiéndome calma enfila para el mismo lado por el que habíamos llegado. La luna, llenísima, blanquea el campo de maíz… ¿de maíz? pienso aturdido, buscando el amarillo y gris de los girasoles con desesperación.
Mi compañero sigue sin inmutarse, ¿no se da cuenta que hay algo que no encaja en todo esto? Acelera y tras cruzar los primeros cincuenta metros comienza a chiflar “Presente” de Vox Dei (¿se llamaba así?). Creo que no se percataría de nada de lo que lo rodea, ni aunque anduviese caminando  sobre un campo minado. Alienado es el término, ¿será que el sol y el hambre le quemaron los sesos? Sigue como un caballo con anteojeras, cada vez más rápido. Haciendo caso omiso a mis ruegos para que se detenga un poco.

De nuevo el canto de los pájaros, (¿de noche?) el olor a hierbas y esta luna que me quema los ojos y las sombras que presiento tras de mi. Pasamos entre innumerables variedades de maíz,  mazorcas azules, rojas, moradas, negras con verde, algunas fosforescentes que parecen titilar cuando me acerco. De repente recuerdo la bolsa y el hambre me asalta, estrangulándome  de un golpe. Corro hacia Carlitos y se la arrebato de un tirón, ni pestañea y mantiene el mismo paso sin mirarme. Sentado en la tierra húmeda reviso desesperado el contenido. Hielo, una maldita bolsa con hielo derretido es lo que nos dio el loco de mierda. Me rio como poseído mientras inclino el recipiente sobre mis cuarteados labios bebiéndome hasta la gota final.

Lo sigo por el sendero de plantas pisadas que va dejando, ya no escucho el chiflido, aunque cada tanto su cabeza emerge entre los choclos, unas decenas de metros mas adelante. Es extraño pero siento como que no es Carlitos al que sigo, que es una especie de ente sin alma vagando a la deriva, ni siquiera estoy convencido de ser yo el que se encuentra aquí. No hay tiempo ni lugar, todo se vuelve difuso, todo se va anestesiando. Lo único real es el maíz, maíz, maíz por todos lados.
Le pido al Martini que se detenga, que me espere, no podemos seguir asi por toda la eternidad. Solo el trinar de alondras y jilgueros me responde. Lo he perdido de vista, estoy solo, me tiemblan las piernas, no doy más. Levanto la vista al cielo y me quedo mirándolo por minutos como hipnotizado. Amanece y el color de la alborada no es naranja sino amarillo…  un amarillo que encandila. Vuelvo a llamarlo, los gritos de angustia se evaporan entre el entramado de millones de cañas, estoy solo.
No tengo conciencia del tiempo que ha pasado, ni siquiera la certeza de que este sea el primer amanecer que veo entre los choclos. Horas, quizá días caminando con la mochila cargada. Estoy exhausto, el haberle perdido el rastro a Carlitos ha desolado mi alma, tiro la mochila a un lado y caigo arrodillado con los ojos nublados por las lágrimas. El trinar de las aves no cesa y ese nauseabundo olor a hierbas aromáticas termina de desquiciarme.

Escucho gemidos, sollozos, me arrastro ya sin fuerza y lo que diviso alegra mi espíritu. No solo encuentro a mi amigo, sino que allí (en la hijuela donde esta tirado) termina el maizal y mas allá, como a unos quince metros, la ruta asfaltada serpentea entre algunas lomas, desembocando en lo que parece ser una ciudad, ¿General Villegas? Me resisto a creer que hayamos caminado tanto, que la salvación esté tan cerca. Caigo en cuenta que tras la ruta empieza el campo infinito de girasoles.
Estoy feliz, me acerco a Carlitos y me tiendo a su lado, esta en silencio.
—Por fin paraste, creo que allá esta Villegas, nos salvamos de pedo hermano. Tenemos que salir de esta zanja sino nadie nos va a ver —le digo mientras trato de reanimarlo.
Aprieto una vez más su hombro, lo sacudo, no reacciona… esta tan quieto, si hasta parece que no respira. Tras sus parpados solo se observa un blanco húmedo, ahora un hilo pastoso comienza a desprenderse de su boca entreabierta. Grito, y es un sonido ronco, apagado el que se desprende de mis labios. Los músculos ya no me responden, apenas puedo deslizar un brazo por afuera del canal y levantar dos dedos tratando de que alguien los vea. El camino esta tan cerca, se escuchan los autos que circulan veloces, indiferentes. Siento una humedad que alcanza mi espalda. ¿Es agua?, o es solo la forma en que la muerte me aborda. Me voy alejando, sumergiéndome en la oscuridad, algo me tira de un pie.  Antes del fin siento unos puntazos sobre mis parpados. ¿Serán los aguiluchos que ya han llegado?


—¡Mocha, despertá boludo —me dice Carlitos zamarreándome de un pie.— Te re dormiste y ya estamos cerca de Nueva Galia, apolillaste como hora y media desgraciado.
Me incorporo de un salto, aun con los ojos húmedos y la sensación de piquetes en los ojos. Abrazo con ganas a mi compinche, el cual me mira sorprendido preguntándome que carajos me pasa. Tengo la garganta seca y la vos me brota rugosa, entrecortada.
—¡No sabes lo lindo que es verte de nuevo Martini querido —exclamo contento mientras miro el techo de la casilla rodante de la familia alvearense que nos recogió hace unas horas de aquel polvoriento y desolado camino.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Susi Palacios: Me encantó!!! Cuánto suspenso!!

Anónimo dijo...

Aída Ayarra: Como siempre....es decir excelente- gracias

Walter G. Greulach dijo...

Me imagino a Carlitos Martini riéndose al leer esta historia. El viaje a Mar del Plata y la azarosa vuelta son reales. Tardamos siete días en llegar a Alvear, alimentados a pan duro y saliva. Negros y sucios como tizones, hambrientos y desesperanzados. Esta familia nos salvó el pellejo, a punto estuvimos de llamar a nuestros padres para que nos fueran a buscar (tamaño bochorno para los aventureros).
Un abrazo a la distancia amigazo del alma. Estés donde estés...

Anónimo dijo...

Renate Lustjockers: Buenísimo primo!!!

Anónimo dijo...

Elena Amione: Es muy bueno lo que escribe...