
W.G.G
El
viento chiflaba entre las copas de los aguarigay que rodeaban el gallinero. Acompañaba
su melodía, el retintinear de las hojas recién nacidas, alegres por la
proximidad de la primavera y el susurro de las cortaderas que abanicaban al rio.
Un torrente de aguas danzarinas desbordaba la acequia llevándose la basura que
tapizaba el fondo. Había turno de riego ese amanecer en la finca de San Pedro del Atuél, transcurría
manso aquel catorce de septiembre.
Una hectárea de pasto ralo
por aquí, media de pimientos y tomates recién plantados por allá. Delante del humilde rancho, dos tamariscos, un durazno y un nogal. Tras los chiqueros
una huertita con retoños de acelgas, papas, lechuga y zanahorias. Contra la
huella, del lado derecho de la entrada, eucaliptus, de la izquierda, membrillos
intercalados con manzanos. Dos chocos somnolientos descansando al reparo de la
ramada y a solo un par de metros del mala cara atado bajo un parral, unas
diez gallinas picoteando granos de maíz.
Calma envolvente, solo
matizada por los rumores de la naturaleza. Tranquilidad a punto de quebrarse, por
lo menos en aquella alborada en que comienza mi historia y termina la de él.