
W.G.G
Aquella alborada de agosto me tomó desprevenido,
estaba más fría y oscura de lo que hubiese imaginado. El día anterior el termómetro
había llegado a pisar los veintisiete grados y la tardecita terminó siendo
bastante agradable. Los charcos sobre la propulsores alvearenses, regalo de una
copiosa lluvia nocturna, lucían congelados y la primera bocanada de vapor me
hizo recular en búsqueda del abrigo apropiado. Mi hermana amenizaba un
concierto de ronquidos tras una trasnochada en Kuka y mi abuela había salido
bien temprano a ayudar a una amiga que se mudaba a nuestro barrio, o algo así.
Aquí
(valga el paréntesis para la acotación) debo hurgar entre mis recuerdos para
darle un anclaje creíble al relato. Han transcurrido treinta y tres años y no
es sencillo reconstruir lo acaecido, mas allá que la esencia de ello quedó
firmada a fuego en mi memoria.
Era
gélida la jornada, lo deduzco porque fue entonces que perdí una gruesa campera
inflable, regalo de mi tía Hilda, que solo usaba cuando pelaba el frio. También
lo de la Chola ausente es dato fidedigno, aunque no su destino. El café con
leche con tostadas y dulce casero esperándome en la mesa del comedor, me
hicieron percatar que ya era demasiado tarde para manguearle unos pesos para el
colectivo y la comida. Podría haber despertado a Sigrid, lo más probable era
que además de ligarme una ristra de insultos, mi hermanita mayor tampoco
tuviese un centavo. No me quedaba otra que patear hasta Alvear Oeste, cruzando
los dedos para que un alma benevolente me diera una cola por el camino.