Las
noticias que brindaba el canal universitario ese mediodía daban pena, causaban
escozor. La Docta se desangraba en manos de cientos de salteadores de la más
baja ralea, producto de una sociedad enferma, aletargada, en terapia intensiva.
La falta de coordinación, de previsión, de simple sentido común y decencia de
la corrompida clase política, tanto provincial como nacional, sumada a la complacencia
de gran parte de la ciudadanía habían alentado este caos. La década lucia
irremediablemente perdida y los dos años de transición se presentaban lentos,
tortuosos. Sin embargo nada de esto parecía afectar el humor de Sebastián Diego
Paredes, ubicado en la parte baja del subsuelo emocional.
Tomaba mate con un cuarto de pan criollo mientras observaba sin ver la pantalla
de su sony 14”, de los viejos, a transistores. Le daba igual si de la Sota
arreglaba con los uniformados o si se prendía fuego la ciudad, siempre que el
incendio no quemara su sucucho en la Avenida Hipódromo del Barrio Jardín cordobés.
Nunca había estado tan mal, y era triste que en su horizonte no apareciera nada que le indicase que la cosa iba a cambiar. Tres años atrás, apenas cumplido los veintitrés y aún bancado por sus padres, finalizó la carrera de letras modernas en la U.N.C. Por los pasados quince meses, ya despegado de la teta materna, sobrevivió gracias al puestito (a medio tiempo) de cajero en un Carrefour y a la venta de huevos los domingos a la mañana en la vereda, que conseguía más baratos en una granja de Salsipuedes. Para colmo la novia lo había dejado la semana pasada por “su emperrada manía de querer vivir de su insignificante escritura”, le dijo en una frase que se le ocurrió excesivamente adjetivada.
Nunca había estado tan mal, y era triste que en su horizonte no apareciera nada que le indicase que la cosa iba a cambiar. Tres años atrás, apenas cumplido los veintitrés y aún bancado por sus padres, finalizó la carrera de letras modernas en la U.N.C. Por los pasados quince meses, ya despegado de la teta materna, sobrevivió gracias al puestito (a medio tiempo) de cajero en un Carrefour y a la venta de huevos los domingos a la mañana en la vereda, que conseguía más baratos en una granja de Salsipuedes. Para colmo la novia lo había dejado la semana pasada por “su emperrada manía de querer vivir de su insignificante escritura”, le dijo en una frase que se le ocurrió excesivamente adjetivada.
La mayoría del tiempo se la
pasaba tecleando el ordenador. Tenía tres novelas sin estrenar, un libro de
cuentos (autoeditado) del cual no pudo vender ni cien ejemplares y cientos de artículos que
nadie había querido leer. Y pese a todo seguía insistiendo, pensando que el
mundo ingrato ya reconocería tarde o temprano su talento. Necesitaba bastante dinero
para publicar sus trabajos y hacerles una buena promoción. Entonces
si, al fin despegaría y seria famoso y millonario.
Se comió el último criollito
y lo empujó con un amargo cebado. Sentía un dolor en el pecho provocado por la
angustia de no saber qué hacer. Una cosa tenia bien claro, pese al pedido de
sus viejos, no volvería a vivir a Caleta Oliva ni loco, antes se jubilaba de
cajero aquí. Con la mínima voluntad que consumía el caminar, se dirigió al baño,
hacía un calor de perros y a las doce y treinta del mediodía el ventilador
solo le tiraba aire hirviendo. Tras pegarse una ducha que no lo refrescó ni
medio grado, se puso la toalla mojada en los hombros sentándose en el inodoro.
Era tan pequeño el cuarto que sus rodillas pegaban en la parte inferior del
lavamanos. Suspiró aburrido y una lágrima correteó por su mejilla estrellándose
en el piso de rotas baldosas.
Se
acercaba la fiestas de fin de año y estas fechas (junto con la de su cumple) lo
bajoneaban terriblemente. Peor en este 2013 donde no tenía ni la compañía del
gato. Romualdo estaba enamorado y ya ni aparecía a buscar sus caricias. La
barcina del chalet de enfrente lo tenía a mal traer. El licenciado Paredes no
pensaba pasar la navidad en el sur por dos muy buenos motivos.
En el
Carrefour le habían dado libre el treinta y uno y los tres días siguientes. Si
se pegaba el faltazo el veinticinco, perdería el trabajo. Además ya no tenía
cara para pedirle plata a sus viejos y escuchar después (de la boca de doña
Julia) una sarta de recriminaciones. “No sé qué haces perdiendo el tiempo en
Córdoba, con ese trabajito de mierda y no te venís a ayudar a tu padre y a tu
hermano (¡a Raulito sí que le va bien!) que tanto te necesitan” y otras cosas
por el estilo. Luego a la tardecita del 24 caería el mayor de los Paredes, el
señor autosuficiencia, con su hermosa familia y haría exposición de sus logros
personales, acaparando todas las miradas y exponiendo aún más su patética
ineptitud. No podría soportarlo otra vez. Ni siquiera pasaba por su cabeza
celebrar allá, en el fin del mundo, el primer día del nuevo año.
La
segunda escusa que aplacaba su conciencia de hijo desconsiderado era que el
último domingo del 2013 se correría el clásico en el hipódromo Y era la gran
chance de romper con su miserable existencia, pues allí se manejarían montos
siderales en apuestas. Con un par de pesitos bien puestos se podía llegar a
asegurar la publicación de su primeras dos novelas. Aunque lo mismo había
pensado en los pasados seis años.
—Ya ni sé
sí creo en vos Diosito, me tenés tan desatendido. Si estás de en serio allá
arriba, tírame una cuerda mi viejo. ¡Por favor una vez, acordate de mí!
—sollozó Sebastián sorprendiéndose al instante por su repentino ataque de
religiosidad.
—Seba,
hey Seba… ¿estas allí? —lo sacó de sus cavilaciones una voz ronca que parecía
salida del fondo de un tarro.
El joven
se sobresaltó saltando del inodoro y poniéndose con rapidez los calzoncillos,
luego entró al cuarto a los tropezones para buscar el resto de su ropa. El
hombre aquel golpeaba ahora con insistencia la chapa de su puerta.
—¡Qué
pesado del carajo! — musitó mientras se calzaba las ojotas.
Entreabrió
la puerta y un vaho caliente lo cacheteó mandándolo dos pasos para atrás. No
era concebible para el muchacho que el calor exterior fuese aun mayor que el de
su cuarto infernal, pero así era. Entrecerró los parpados para disminuir la
resolana que entorpecía su visión. Entonces lo vio, se trataba de un individuo
de aproximadamente un metro noventa, pelado al rape, de ojos grandes color miel
y un rostro curiosamente alargado que terminaba en un mentón partido en dos por
una profunda hendidura. Su cuerpo expelía una rara luminosidad, ¿o era el
reflejo del sol?, ¿o las brillantinas que parecía tener en la cara? Como fuera,
si a esto le sumamos la exagerada sonrisa y una mirada penetrante e
inquisidora, podríamos decir que Sebastián se encontraba en presencia de un ser
humano raro, perturbador.
—¿Sebastián
Diego Paredes, no? —dijo Manuel el custodio del tiempo saludándolo con una
rebuscada venia que sostuvo como por medio minuto sobre su cien derecha.
—Ahá
—afirmó el joven sin poder disimular su asombro ante tan peculiar visitante y
ante el silencio del otro, frunció el ceño mostrando sus palmas en señal de
interrogación.
—Usted ha
sido elegido para el gran premio de navidad mi amigo Seba. Regáleme un par de
minutos y permítame explicarle de lo que se trata.
Pensó en
echarlo de un toque, pues sino se trataba de un testigo de Jehová, era un
vendedor o de ultima un loco fugado del manicomio. Además él no había jugado a
nada en estos días, ni modo de sacar alguna recompensa. Pero la curiosidad es
cochina y la pinta de aquel tipo se la exacerbaba de una manera difícil de
explicar.
—¿Un
premio de qué? —contestó intuyendo que se arrepentiría de darle pie al rarito
aquel para que se explayara.
—Sebastián
sé que usted cree en la existencia de vida extraterrestre, partamos de esa base
para entendernos mejor —le descerrajó Manuel sin rodeos. Siempre le costaba
horrores acaparar la atención de su interlocutor en esos preciosos segundos
antes de que le estrellaran la puerta en el rostro. Por eso era que todos los
años hacia una lista de veinte candidatos a ser premiados. Al final después de
cinco, diez o quince intentos, alguno terminaba cayendo. En este caso Paredes
era apenas el tercer elegido.
El
frustrado escritor creía fervientemente en la existencia de vida afuera de este
planeta, pero esas creencias no justificaban para nada el seguir prestándole
atención al lunático este que hasta miedo había comenzado a darle.
—Estoy
ocupado señor, muchas gracias por el premio, puede dárselo a otro sin problema
—dijo secamente preguntándose cómo habría hecho para llegar hasta allí. La
puerta de calle estaba con llave y poseía una alarma que sonaba cuando alguien
entraba sin usar el código de los inquilinos. ¿Sería un ladrón?, pensó de
repente mientras le cerraba la puerta.
—Y que si
puedo demostrarle ya mismo la existencia de esa inteligencia alienígena. Me
permitiría después explicarle por qué estoy aquí y cuál es la gratificación que
vengo a ofrecerle —exclamó casi a los gritos Manuel, el custodio del tiempo, en
un desesperado intento final.
La misma
frase de siempre, el mismo anzuelo que
en un noventa por ciento de los casos no pescaba un corno. Espero un momento al
reparo (si podía llamárselo así) del alero. Cuando tenía que asumir la
corporalidad en verano, y a él le gustaba entregar su premio en una fecha
cercana a la navidad, el calor lo desquiciaba. Allá arriba, en su estado etéreo
la temperatura no variaba, siempre estaba lindo, fresquito. Lástima que no
podía simplificar todo esto y hacerlo así nomás, simplemente acercarse apoyar
su palma sobre el candidato y zummmm. Necesitaba si, o si la aprobación del
viajante. Solo si su mente se abría y se entregaba totalmente esto se podía
realizar. Manuel entornó los parpados y buscó en su almacén de datos (que le había
sido insertado setenta y un años atrás) la lista de los candidatos del 2013.
Borró a Paredes y examinó el nombre que seguía: Alejo Molina, en Oran, Salta.
El custodio a veces cuestionaba su imparcialidad. De los veinte escogidos,
diecisiete eran argentinos, catorce hombres y solo seis mujeres, y los otros
(como para aplacar su conciencia) de diferentes países.
Respiró
con pesar y estableció las coordenadas de la ciudad norteña, en un par de
segundos estaría en un infierno aún mayor. Una pena, le caía simpático el
santacruceño y a su patética existencia le hubiese venido de perlas una ayudita
exterior. Estaba a punto de evaporarse cuando sintió que el picaporte se movía
y con emoción canceló el proceso.
Sebastián
asomó la cabeza con la intención de chismear si el lunático se había retirado y
se encontró con dos ojazos miel que lo escrutaban cariñosamente. Con la
respiración cortada, sin saber que hacer o decir, estúpidamente paralizado,
solo atinó a balbucear las primeras palabras que bajaron a sus labios.
—¿Y co…
co… como me lo podría demostrar?
—Dejame
entrar y exponértelo detalladamente. Afuera el calor es insoportable y me estoy
derritiendo —Dijo Manuel cogiendo animo mientras se limpiaba el sudor con el
canto de una mano.
—Si
quiere me lo dice aquí y rapidito. De lo contrario no me haga perder más tiempo
y retírese. Además, adentro es un horno también.
Ni
demente iba a dejar que el tipejo este entrara a su departamento, pensó el
elegido,… y entonces ¿porque carajos no lo mandaba a la mierda y cerraba la
puerta de una buena vez? Quizá porque se hallaba aburrido y no poseía nada más
interesante que hacer. Tal vez porque tenía la íntima esperanza de poder ser
testigo de algo excepcional que lo arrancara de su mediocridad, o simplemente
era culpa de su puta curiosidad.
El
pelado, con resignación, volvió a pegarse a la pared buscando la pírrica sombra
que esta le ofrecía y carraspeó tres veces antes de liberar su voz.
—Sé que
lo que voy a relatarte te sonará ridículo, descabellado, imposible de concebir
por donde quiera que lo mires. Por eso voy a pedirte encarecidamente que me
dejes terminar y después decidir si me das con la lata por la nariz —agregó,
con la confianza suficiente para empezar a tutearlo. Algo le decía que había
logrado enganchar a Paredes, aunque aún tendría que mantener la tanza firme.
Con tanta
cautela como intriga y con la rodilla presionando la puerta, por si las dudas,
Sebastián lo conminó a que se explayase.
Lo que el
lungo pailudo le contó al licenciado en letras modernas tomó como hora y media
y no viene al caso reproducirlo con lujo de detalles. Solo les largaré el hilo
principal, lo imprescindible (ahorrándoles inentendibles cuestiones de la
física y tecnología) para que comprendan
la historia. Fuero noventa minutos que cautivaron al joven de una forma aún más
mágica que cuando había visto la película Brasil por primera ocasión. Entre los
vapores del bestial mediodía todo lucia irreal, bizarro. Se preguntó si no
estaría soñando y aquello se trataba de una imagen regalada por su subconsciente
para calmar las fantasías más intensas.
Manuel le
comentó que en 1942 vivía en Inriville, un pueblo del departamento de Marcos
Juárez en Córdoba. Tenía veintitrés años y regenteaba junto a padres y
hermanos, un almacén de ramos generales llamado “Los Gonzales”. Una tarde de
domingo de un cálido otoño, como lo hacía habitualmente, se hallaba pescando y
leyendo a la vera del rio Carcarañá, a solo unos metros del puente de hierro. Había
llevado un mullido almohadón que apoyaba
sobre un hueco en una gran piedra, a un metro del cauce. Era una perfecta y cómoda silla pétrea. Bajo
el cobijo de dos sauces llorones y relojeando cada tanto la caña que se apoyaba
en una horqueta clavada en el pedregullo, pasaba horas devorando páginas de
cualquier libro de ciencia ficción que anduviese alrrededor. Acababa de leer
“Bajo las lunas de Marte” de Edgar Rice Burroughs, de este autor le encantaban
sus personajes, John Carter y especialmente Carson Napier. En aquel momento
comenzaba el prólogo de “La guerra de las salamandras” de Karel Capek, que
acababa de comprar en una librería sobre la Avenida Colón en la capital
provincial.
—Me
acuerdo de todo como si hubiese sucedido esta mañana mismo — le dijo el
custodio del tiempo para luego callarse por un momento estudiando esperanzado
una nube, que desde el norte, amenazaba con tapar el sol y entonces prosiguió
con su fantástica exposición.
Con el
arrullo del agua y sumergido en la novela, no se percató de los dos seres que
lo estudiaban desde arriba, parados en el borde superior de la misma roca en la
que él estaba sentado. Un siseo como el de una serpiente lo hizo saltar a un costado, con tan mala suerte que
piso mal y cayó rodado por la ripiosa playa. Desde el suelo observó
aterrorizado al par aquel que apenas alcanzaba el metro de estatura. Poseían
cabezas grandes, por demás oblongas y sus grandes ojos rasgados no tenían
pupilas ni parpados. Vestían unos trajes metálicos, (ajustados a los flacos
cuerpos) del mismo color gris que su piel, con un círculo plateado en sus pechos.
Manuel pensó entonces que no debía ser el primero en conocerlos pues en varias
historietas los había visto retratados a la perfección. No existía un alma en
los alrededores a quien gritar por ayuda, nunca había sentido semejante
indefensión y se fue en ese preciso instante que se desmayó de pavor.
Al volver
en si escuchó palabras merodeando su mente, lo habían arrastrado a un lugar
escondido entre dos peñascos. Las melódicas voces lo anestesiaron, calmándolo
inmediatamente. Esos animalejos del fondo del universo, como los llamó Manuel,
lo invitaron entonces a trabajar para ellos. A cambio le brindaban la
oportunidad de retirarse en unas cuantas décadas con todo el dinero y cualquier
cosa que desease sobre esta tierra. A él no le interesó tanto la parte
económica, no era para nada materialista. Lo que lo subyugó fue la posibilidad
de hacer un viaje intergaláctico al final del tiempo establecido. Un paseo por
los dominios de los grises, diecisiete galaxias con miles de planetas
habitados. Un sueño increíble que nunca pensó poder realizar y que ellos le
ofrecían. La certeza que le dieron de devolverlo al final junto a su familia,
en el mismo tiempo y lugar, terminó de convencerlo.
Su tarea
consistiría en ser uno de los custodios del tiempo. La raza de los grises, una
de las tres que dominaban el universo conocido, tenían a doce mil operarios con
el mismo oficio. En doce mil planetas diferentes, un ser (de la especie inteligente
que habitaba en dicho mundo) estaba encargado de supervisar el avance
científico de sus semejantes e informar periódicamente a los “jefes”. La razón
estaba dada por la necesidad de evitar que cualquiera de estas civilizaciones
desarrollasen el salto hiperespacial, basado esencialmente en la alteración del
tiempo. Cuando algún grupo de científicos se acercaba al quiebre de la
continuidad tiempo-espacio, se encendían las alarmas y era imperioso borrar
esos peligrosos conocimientos.
Todo esto
vino después de una cruenta guerra entre los que manejaban el salto y que trajo
como consecuencia la aniquilación de tres cuartas partes de sus poblaciones. En
un momento, diez mil años atrás, se llegó a un acuerdo salomónico. Se
repartirían las galaxias en tres, comprometiéndose a respetar las fronteras y
proteger a los habitantes de los mundos dominados y a no permitir que ninguna
nueva raza nueva pudiese manejar el tiempo y exponerlos a un nuevo conflicto.
Para su
nueva tarea, a Manuel lo dotarían con una memoria rápida, más grande y
eficiente. También le enseñarían las técnicas y le suministrarían los
instrumentos para trasladarse por el
túnel interdimensional y así avanzar o retroceder en el tiempo y espacio a
velocidad lumínica. Tendría dos límites imposibles de sobrepasar; el rango de
años seria de cincuenta en cualquier dirección y no podría salir del planeta
tierra.
Aquel
atardecer Manuel selló un pacto con los grises del que nunca se había
arrepentido. La pasó realmente bien por más de siete décadas y sin envejecer un
día. Pero últimamente su trabajo lo estaba aburriendo un poco, el ser humano
aún estaba muy lejos de manejar la variable temporal y ya conocía todos los
paisajes del planeta. Pocos meses atrás pidió su remplazo, con el deseo de
volver a Inriville en el cuarenta y dos. En cualquier momento se encontraría
con el futuro custodio del tiempo con el objetivo de entrenarlo. Como sea, en
estos últimos veinte años se había tomado una pequeña licencia, un atrevimiento
que lo entretenía de sobremanera. Todo esto sin que sus jefes se enterasen pues
se lo tenían estrictamente prohibido. Aunque él era consiente que lo único que les
interesaba a ellos era que presentase a tiempo sus reportes anuales y mientras
más detallados mejor. Ya ni siquiera lo chequeaban como al principio, se notaba
que tenían plena confianza en Manuel. Además de que este planeta no presentaba
ningún peligro a la vista para la armonía del universo.
Así es
que todos los diciembres al aproximarse las fiestas escogía a veinte individuos
en base a su nivel de mishiadura y su potencialidad artistica. Se tomaba el
debido tiempo para la selección, generalmente cuando no estaba leyendo ensayos
científicos (se había convertido en un experto) o viajando en la inspección de
laboratorios. Además continuaba leyendo libros de cuentos y novelas de ciencia
ficción. Así fue que cayó en sus manos (tremenda casualidad porque el número de
ejemplares no superaba los doscientos) la obra de Sebastián Paredes “Cuentos de
cuna para un bebe extraterrestre”. Le encantó, sorprendiéndose de que no
hubiese más material de aquel talentoso escritor y se puso a estudiar la vida
del joven. Un desperdicio total semejante pluma y en los cincuenta años por
venir no tendría una sola oportunidad para salir del anonimato. Sería un pobre
infeliz toda su vida. Lo eligió de una y lo puso entre los primeros de su
lista.
Totalmente
involucrado con el relato y saliéndose de sus ascuas por saber cuál era el
bendito premio, el muchacho se había olvidado del calor y de su aprensión
frente al extraño. Tras cincuenta minutos de escucharlo perplejo bajo el marco
de la puerta, se decidió a hacerlo pasar al interior de su vivienda. Le ofreció
un vaso de agua y le acercó una silla a la mesa a la vez que le preguntaba
impaciente:
—Y
suponiendo que fuera cierta toda esta locura… no piense ni por un segundo que
le creo. ¿Qué es lo que usted tiene para ofrecerle al elegido?
—Te
brindo la posibilidad de viajar cinco décadas al futuro y vivir en el 2063 solo
por seis horas. Buscaras allá alguna información vital que te permita triunfar
cuando retornes a esta época. Así de simple, una chance para salir para siempre
de la miseria.
En ese
momento Sebastián deseaba con toda su alma que la desopilante historia fuese
cierta, pero sabía que no lo era, y no precisaba escuchar nada más. Debía
terminar con su doloroso optimismo que parecía no entender de lógica y alargaba
la conversación. Sino cortaba este encuentro de cuajo, su propia salud mental
comenzaría a ponerse en zona de riesgo.
—Bueno
Manuel, no demos más vueltas y acabemos con esto. Sigo pensando que usted está
bien tocado, pero ya que he perdido tanto tiempo, antes de irse enséñeme esa
prueba que según usted espantaría todas mis dudas, esa de la que habló cuando
le cerré la puerta apenas llegado.
El
custodio del tiempo del planeta tierra supo que había llegado el momento, que
el joven estaba listo. Se levantó con una sonrisa que reflejaba su inmensa
satisfacción y acercándose a Paredes le puso la mano en la frente. De su boca
salió entonces un sonido siseante que no era de este mundo.
Fue un
pantallazo, una luz cegadora que duro fracción de un segundo. Al abrir los ojos
se halló nuevamente sentado desnudo en el inodoro, con una toalla mojada
cubriendo su espalda. Desde el pasillo el custodio del tiempo lo llamaba.
—¡Seba,
hey Seba!
Esta vez
no experimentó rabia, ni siquiera miedo. Sintió una combinación de alegría e
inquietud, pero más que nada de desbordante optimismo. Sea quien fuese el
dichoso Manuel que escuchaba ahora, podía ser la persona que lo sacara de lo
monótono e insulso en que se habían transformado sus días. La gran chance
esperada, si es que estaba en el mundo real, y si se trataba de un delirio, de
una acalorada ensoñación, porque no disfrutarlo también. Lo peor sería entonces
despertar. Un viaje en el tiempo, pensó Seba, el anhelo ultimo de todo amante
de la ciencia ficción.
Se vistió
a los tumbos y abrió la puerta con el aliento contenido, Manuel lo miraba
complacido por la cara de alegría del muchacho.
—Pase
señor y no perdamos tiempo. Detálleme los pasos a seguir y hagámoslo ya mismo.
Antes… una cosita, ¿corro algún tipo de peligro al realizar el viajecito este?
—Ninguno,
siempre que sigas al pie de la letra mis consejos. Vestite con un pantalón y
una camisa de colores claros, que es lo que se usa allá. Porque si te toca un
día caluroso y salís al exterior, la sensación térmica puede elevarse hasta los
cincuenta y cinco grados. Hemos jodido el clima de este mundo mi amigo. Otra
cosa, no lleves nada de esta época, ¡nada! ¿Me entendiste? Y no te traigas nada
tampoco. Es importantísimo no cambiar la secuencia temporal. No necesito
explicarte nada de esto, todo eso del efecto mariposa y la paradoja del abuelo
es cierto. Si te mandas alguna cagada, mis jefes me pasaran factura y estaré
frito. Pongo mi futuro en vos Seba. Pasa totalmente desapercibido, no te metas
en problemas. Hasta ahora de los diecinueve premiados con anterioridad, no hubo
ni uno que me causara problemas. Almacena la información en tu memoria y no
escribas nada hasta estar en el 2013.
—¿Y cómo
les fue a los otros una vez de vuelta en el presente?
—Cien por
ciento de efectividad. Hoy son toda gente rica y exitosa en sus profesiones.
Ahhh… me olvidaba, Llegaras el 24 de diciembre a las 18.05 y te iré a buscar
exactamente a las 00.05. Me gusta que disfruten de una noche buena única, de
una experiencia buenísima. Lástima que luego no recordaras nada de lo sucedido.
—¿Cómo es
eso?
No me
puedo arriesgar a dejar esas vivencias registradas en tu mente. Así que una vez
acá, y allí es donde está lo más emocionante, tendrás solo un minuto para
escribir la información que cambiará tu vida. Piensa bien que pondrás, pues
pasados los sesenta segundos limpiaré tu mente y te volveré a sentar desnudo en
el baño. Se conciso y directo.
—¿Un
minuto? Que lo pone todo muy difícil.
¿No podría darme más tiempo? Estoy presintiendo que todo esto es solo para su
entretenimiento.
—Es mucho
riesgo el que me tomo. Además para que voy a mentirte, me divierte ver como se
las arreglan, es un desafío a sus inteligencias. Bueno Seba, ya tenés la
información necesaria. El resto lo iras descubriendo tras el arribo. Tampoco te
lo voy a dar todo masticado, sino donde está la emoción. Cerrá los ojos y nos
vemos en la medianoche de navidad del 2063. Suerte y que lo disfrutes.
—No sé si
estoy loco del retomate, ¿o qué?, pero dale Manuel démosle para adelante y que
sea lo que Dios quiera.
Lo
primero que sintió fue un profundo cansancio, le pesaba el cuerpo de una manera
rara, como si la gravedad del planeta hubiese cambiado en el futuro y también
que para nada hacia la excesiva temperatura sobre la cual el custodio le
advirtió. Bueno… si es que estaba en el futuro pues tras el fogonazo, sumado a
la sensación de que viajaba a cien mil por hora, aún tenía los parpados bajos y
todo el terror del mundo a levantarlos. Ahora el zumbido de los oídos daba paso
a los primeros sonidos. Cientos de voces murmurando que pasaban por sus
costados. Alguien lo chocó y el fuerte topetazo lo obligó a abrir los ojos
asustado.
—¿Dónde
carajos me encuentro? —lanzó la voz hecha un chillido.
Miles de
personas circulaban por la calle apretujados como insectos. Por la derecha los
que iban, por la izquierda los que venían. Un cordón de cemento de unos
cuarenta cm de alto y veinte de ancho separaba las dos mitades. A él se subió
con dificultad para que no lo arrollara la multitud, sus huesos lucían
entumecidos y le costó encontrar el equilibrio. Su acción pareció provocar el
malestar de los transeúntes que, sin aminorar el paso, le indicaban con ampulosos
gestos que se bajara de allí.
Levantó
la vista para encontrarse con un techo de cristal que cubría la peatonal de un
lado a otro y se hallaba empotrado como a veinte metros en las paredes de
altísimos edificios. Estos debían tener fácilmente ochenta pisos o más, cada
tanto se comunicaban con los de enfrente por puentes situados a diferentes
alturas. Estaba en una monumental colmena humana y se encontró perdido,
indefenso, insignificante. Le entraron ganas de llorar, de gritar pidiendo
ayuda.
—¿Qué
puedo hacer? ¿Para dónde ir? —pensó el muchacho con los ojos vidriosos—. ¿Qué
información importante puedo hallar en este rio de seres del que no sé ni
siquiera cómo salir?
Caminó un
trecho largo por el muro divisorio ignorando los gruñidos y las súplicas de sus
semejantes. Unos treinta metros adelante divisó una intersección con otra
peatonal. Bajo el cruce, unas escaleras conducían a la entrada de un túnel
(¿una parada de metro?) por el cual se vertía un torrente de seres anodinos. En
la parte superior del corredor subterráneo, un cartel digital indicaba “OBISPO
TREJO-SAN MARTIN”
—¡Puta si
estoy en Córdoba? —murmuró pasmado—. Está irreconocible. ¿Qué le paso a esta
ciudad por amor de Dios?
A la
derecha, en la esquina más cercana, un
edificio azul claro como de vidrio o acero se elevaba mucho más alto que los demás
y tenía en la cúpula una torre con enormes ventanales. A ella llegaban por el
exterior decenas de ascensores, debía ser algún tipo de mirador se le ocurrió a
Sebastián. Salió de la boca del túnel por unos escalones laterales e impulsado
por cientos de almas se arrimó a los elevadores. A solo unos metros de llegar
descubrió con terror que debería pasar primero por un escáner de seguridad en
donde, además de inspeccionar su cuerpo, lo obligarían a pegar sus ojos a una
especie de antifaz. Con el corazón atorado en la campanilla quiso recular y
salirse de la fila, pero ni modo, estaba encajonado y solo le quedó
encomendarse al altísimo, a los grises o aunque sea al desgraciado de Manuel.
Las
paredes del escáner le devolvieron una imagen que terminó de congelar sus
terminales nerviosas. Un viejito setentón, medio pelado y canoso lo estudiaba
con ojos incrédulos. Las enormes ojeras, encuadradas en un rostro masacrado de
arrugas, caían flácidas sobre sus mejillas. En la boca abierta por la sorpresa
relucían unos dientes blanquísimos que desentonaban con la reliquia humana que
proyectaba el espejado metal. Un guardia de seguridad lo conminó a apurarse y
Seba puso su mano derecha sobre una plancha de acrílico pegando luego sus ojos
a la máscara mientras contenía el aliento. Una luz verde se encendió y su
nombre seguido de una serie numérica apareció bajo ella, el oficial le tocó un
hombro con expresión de fastidio señalándole la salida.
—¿Se va a
quedar a vivir acá don Paredes, o qué?
Entró a
uno de los ascensores que iban directo a la torre como con trescientas personas
más. El tablero pegado a la puerta indicaba que subiría hasta el piso 210. Miró
la cifra aturdido, había calculado su altura en la mitad. Volvió a preguntarse
cómo era posible que Córdoba hubiese crecido así.
La
mayoría de sus compañeros allí adentro lucían como turistas, las ropas en la
sexta década del siglo XXI no habían cambiado mucho, solo se veían un poco más
livianas y cómodas. Algunos portaban unos raros anteojos multicolores que
dedujo serian una especie de computadora portátil. El viaje a la cima duró
aproximadamente cinco minutos y como de un lado la vista daba al interior del
edificio pudo observar la monumental tienda de ropa que se emplazaba en casi doscientos
pisos. Se llamaba Unifaxt y era la síntesis del monopolio total en lo que a
indumentaria de cualquier tipo se refería. Del otro lado el ahora anciano
apreció una metrópoli desconocida, fría, intimidante, en donde le era imposible
reconocer algo de su vieja y querida Docta.
El mirador
abarcaba diez plantas. Cada una de ellas orientada a un distinto sector de la
gran urbe. Se bajó en la 203, caratulada como “Microcento-Downtown”. El piso se
encontraba vacío, aparte de una hilera de sillas pegadas a las paredes de
vidrio. La gente se sentaba y comenzaba a tocar reiteradamente el cristal. No
comprendía nada porque desde donde él estaba, esperando su turno, el muro
seguía tan transparente como antes. Un asiento se desocupó y Seba se
despanzurró sobre él, era mullido, súper cómodo y por primera vez desde que
había arribado a ese mundo de mierda respiró profundamente buscando serenarse y
organizar las ideas. No era este el futuro que se imaginó. Solo monstruos de
acero y acrílico por donde mirase.
—¡Vaya
vista de mierda que tienen desde aquí arriba! —protestó a la vez que estudiaba
la cara de entretenidos que parecía tenía el resto de los presentes mientras
miraban tremendo adefesio urbano.
Una joven
rubia que hablaba entusiastamente en ingles con un señor sentado a su derecha,
pasaba una y otra vez el índice sobre el ventanal. Recién allí apreció que en
la punta del dedo tenía un pequeño dedal. Encontró uno igual en uno de los
apoyabrazos y se lo colocó intrigado. Al primer contacto con el vidrio se
desplegó frente a él una especie de mapa con los centros turísticos y
culturales remarcados. Señalo el que decía “Colegio Monserrat-Facultad de
abogacía-Catedral- y con un zoom de otro mundo su ventana lo llevo a una vista
tridimensional, a nivel piso, de un realismo sobrenatural. Lo que vio no le
gusto ni medio. Habían mantenido la fachada original de ambos antros de
estudio, que eran en la actualidad museos, pero sobre ellos se erguían setenta
pisos de edificio público. La plaza y la catedral por suerte no habían sido
tocadas, por lo menos a primera vista. Se preguntó dónde estudiarían ahora los
jóvenes, aunque intuía la respuesta. Todo a través de internet.
Podía
conocer también el progreso de las construcciones, su historia aparecía al
costado de las imágenes. Perdió la noción del tiempo y se pasó tres horas y
pico indagando emocionado como había sido el desarrollo de Córdoba y de la
Argentina en las pasadas cinco décadas. Saltaba de un piso a otro sin detenerse
ni un segundo. Así fue que se enteró que solo unos veinticinco años atrás
habían comenzado a levantarse los rascacielos, tiempo en que se agudizó la gran
inundación. La cruda verdad le causó más pena que pavor. El calentamiento
global derritió los polos elevando varios metros los océanos le seguía
informando la pantalla tridimensional.
Sebastián
casi se cae de culo cuando tocó el punto que decía “Panorámica de la ciudad de
Córdoba y aledaños” Lo que sus ojos veían era increíble, aterrador. Las costas
del Atlántico se veían a no muchos kilómetros de la ciudad mediterránea. Habían
desaparecido la provincia de Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe entre otras.
Al sur, la Patagonia ya no existía y el agua era contenida solo por la
cordillera. Argentina perdió en cuarenta años dos terceras partes de su
territorio.
Más de la
mitad de la población del país se habían movido hacia el oeste, superpoblando
ciudades como Mendoza, Tucumán y Córdoba. Esta última tenía ahora veinte
millones de habitantes y recién ahora el gobierno comenzaba a controlar
semejante gentío. En los años treinta, la hambruna, empeorada por una sequía
devastadora, trajo saqueos y matanzas por doquier, llevado a una verdadera
guerra civil entre pudientes y pobres. Ahora las aguas estaban mansas, los
polos totalmente derretidos. Con el estricto control de la polución, sustentado
en acertadas políticas a nivel mundial, el clima se había estabilizado en la
década pasada con temperaturas promedio cercanas a los cincuenta grados en
verano. Se llevaba adelante un plan de
vigilancia sobre los nacimientos. Solo daban autorización a una pareja a tener
un bebe cuando entraba un nuevo registro de defunción. Esta tierra argentina,
reducida a menos de una tercera parte, podía mantener (a duras penas) sesenta y
cinco millones de seres, ni uno más. La nación contaba con trece provincias y
Córdoba era la capital federal. Tres o cuatro buenas presidencias con
iniciativas coherentes y consensuadas, y la buena explotación de los recursos
naturales y humanos, habían puesto a Argentina en una situación de privilegio
en el mundo inundado. El nivel de vida de los habitantes era de lejos el más
alto de toda su historia.
—Bueno,
por lo menos no todo es tan malo en el presente, parece más ordenado que el
kilombo del 2013. Aunque lucen como hormiguitas alienadas. ¡Pobrecitos! —pensó
mientras miraba apenado los millares de puntitos que se desplazaban allá abajo.
Para
evitar el hacinamiento en las calles —se siguió informando Seba—, en una ciudad
que creció más que nada para arriba, cuarenta y siete por ciento de la
población trabajaba (y tenía permitido salir al exterior) de 6 a 14hs. Otro
cuarenta y siete lo hacía de 14 a 22hs. El resto laburaba de noche, horario en
que cualquiera podía salir al aire libre. Todos estaban organizados en base a
esos horarios y el no cumplirlos traía aparejado grandes multas para los
infractores. Además en esas conejeras gigantes, donde habitaba la mayoría de la
gente, tenían lo necesario para cubrir todas sus necesidades sin bajar siquiera
al nivel del suelo.
Una cosa
lo había sorprendido más que el resto. Los autos eran cosa del pasado, solo
existían algunos para uso gubernamental. Para controlar la contaminación en el
2054 se prohibió a los particulares tener vehículos. Todo el desplazamiento en
las grandes ciudades era a través de un excelente sistema público subterráneo
(eléctrico) y en colectivos en las zonas aledañas y en las ciudades más
pequeñas. En el presente en que se hallaba Paredes, Córdoba solo tenía
peatonales y la gente viajaba a otras provincias y al exterior solo en avión.
Seis aeropuertos rodeaban a la ciudad mediterránea. Tarde, podría decirse que
con el agua al cuello, el hombre había decidido proteger la tierra en que
vivía. La energía alternativa (solar, eólica, etc.) ocupaba el setenta por
ciento de la producción y estaba planeado que a fines de siglo el poco petróleo
que aun quedara bajo tierra, permanecería allí para siempre.
Entretenidísimo,
consumió más de tres horas, yendo de un piso a otro del mirador. Recién cuando
el reloj rasguñaba las nueve y treinta cayó en cuenta de como el tiempo había
volado, y lo más preocupante, que aún no
tenía la preciosa información que supuestamente lo volvería rico. Con la
velocidad que le permitía su envejecido organismo bajó nuevamente al rio humano
que ahora por suerte poseía menos caudal. Aprovecho para preguntarle al mismo
agente que lo apuró en el escáner donde podría conseguir un ciber-café, o algo
que se le pareciese. El tipo lo miró como si viniera del planeta de los simios
y tras no poder contener la risa, le señaló a sus espaldas.
—Tiene
suerte mi amigo. El último ciber-café de toda Córdoba —le dijo remarcando ciber
como si hiciese milenios que no escuchara esa palabra— queda a unas cinco o seis
cuadras sobre Vélez Sarsfield pasando Dean Funes.
Por
suerte para Seba, los nombres de las calles seguían igual, así que no le
resultó difícil encontrar la dirección, estaba al lado de la Basílica de Santo
Domingo. Se sorprendió gratamente de que tan antiguo edificio aún se hallara en
pie y en excelentes condiciones. El café se situaba en la planta baja de un
edificio de ochenta y siete pisos “únicamente” y por supuesto solo se
encontraban artículos de informática en él.
No tenía
un peso arriba, pero pensó que, como con lo sucedido en el escáner, la huella
digital y sus retinas serian suficientes.Se acercó al mostrador y tras comprar
un jugo y un sándwich de jamón y queso, alquiló una computadora por una hora.
El
empleado, un flaco doblado en dos con un bigote a lo Dalí, le dio un número y
le indicó el lugar asignado. En el fondo a la izquierda, al lado de una señora
rubia que fácilmente debía pesar ciento veinte kilos y tomaba ¿licuado? en un
vaso de como dos litros.
—¿Lo va a
cargar a su cuenta?
—Si por
favor.
—Si es
tan amable ponga su mano derecha acá.
Después
de unos segundos el asistente levantó la vista y lo observó con lastima.
—Señor
Paredes solo tiene fondos para cuarenta minutos y olvídese del sándwich y el
jugo.
—No hay
problema —contestó avergonzado.
Tras
cincuenta años seguía contando moneditas para sobrevivir.
—¡Sebastián
Diego Paredes, que insignificante fue tu vida pobre diablo! — se dijo
alegrándose porque todo eso iba a cambiar a su regreso.
Llegó a
la esquina y se ubicó junto a la gorda, la cual lo estudió de pies a cabeza con
indisimulado desprecio. Un chasqueo de la lengua contra los dientes terminó de
expresar el disgusto ocasionado por la llegada del intruso.
Otro
patético ser, que a dos horas de la navidad naufraga solo y desdichado por esta
vida, pensó el licenciado en letras mientras respondía con timidez la mirada
intimidatoria de su vecina.
Se
concentró en lo que tenía enfrente… o sea nada. No había monitor, ni teclado,
ni parlantes, absolutamente nada. Una silla y una mugrienta mesita.
—¿Qué es
esto, una broma? —farfulló disgustado.
La gorda
lo observaba sorprendida. Con un rictus de asco desfigurando su rostro le
señaló los pequeños lentes con auriculares que colgaban medio escondidos bajo
la mesa junto al bendito dedal. Después se retiró insultando bajito y con el
color subido a su rostro.
Movió su
dedo por el aire y eso encendió el sistema. Un holograma increíblemente nítido se
materializó. El motor de búsqueda seguía siendo google y más allá de lo
tridimensional, lo demás permanecía relativamente igual. Lo primero que tecleó
(si es que podía llamársele así) fue su nombre completo. Surgió un número de
identificación, una dirección (aun residía en Barrio Jardín), soltero sin
hijos, algunas multas por no respetar el horario de salida, pensionado por el
estado y otras insignificancias. Le entraron ganas de gritar. Con razón Manuel
lo había seleccionado a él, pensó el anciano, y con la garganta hecha un nudo
se apresuró a buscar la página que necesitaba. Habían pasado diez minutos de la
diez de la noche.
El sitio
oficial del hipódromo de Córdoba no existía más, la pista equina fue cerrada en
el 42, así como también casinos y demás antros de perdición. Los juegos de azar
y las apuestas habían sido prohibidos para siempre en la Argentina. Cerró los
ojos y vio el circuito ovalado con los esplendidos caballos y las miles de
almas aullando extasiadas. No podría soportar un presente sin sus burros.
—¡Que
mierda de vida llevan estos infelices! —sollozó sintiendo que un escalofrió le
hacía rechinar los dientes. Quería ya mismo volver a su 2013 y disfrutar aunque
fuese un par de décadas de bonanza económica.
En algún
lado deberían estar los archivos con los resultados de las carreras. Le tomó un
par de minutos más encontrarlos. “Hipódromo cordobés, un siglo y medio de
historia” y en un link sobre el costado derecho: “Ganadores del gran premio de
fin de año, 2012-2042”. Anotó los doce ganadores en una gacetilla del mirador,
sorprendiéndose por cinco de ellos a los que jamás hubiese apostado un peso y
que sin duda darían un verdadero batacazo.
No
satisfecho con esto, indagó en los registros de la Lotería Nacional (clausurada
en el 39) y registró también el boleto ganador del gordo de navidad del 2013.
Nunca venia mal un dinerito extra.
Rebosante
de felicidad el septuagenario volvió a Vélez Sarsfield y luego por Ribera
Indarte y Obispo Trejo caminó hasta llegar a la plaza San Martín. En el centro,
habían instalado un pino de navidad gigante, generosamente adornado y un
quinteto de folclore cantaba una chacarera rara. A su alrededor se apiñaban
cientos de almas insociables (la gorda del ciber estaba allí) y alguna que otra
parejita de enamorados. Las familias normales estaban disfrutando la fecha en
sus casas, como debía ser. No le cupo ninguna duda de que él, en esta realidad
(si no hubiese mediado el salto en el tiempo) estaría aquí o en un sitio
similar, o de última en su cuarto mirando el techo, tirado como un perro solo.
El clima
era perfecto, unos 25 grados. En el mirador se informó sobre la causa por la
cual en las peatonales no se sentía el insoportable calor que le describió
Manuel. Contaban con aire acondicionado,
la ciudad entera estaba refrigerada usando energía solar, de allí las calles
techadas.
Se sentó
en el césped apoyando su espalda contra un algarrobo blanco y sacó el folleto
con los números apuntados para empezar a memorizarlos. Era imprescindible que
no se llevara de esa época ni un grano de arena le había exagerado Manuel horas
antes. Observó la catedral, más allá el cabildo, ambos hermosamente iluminados
por luces blancas y celestes. Esta parecía ser la única parte de la Docta que
se había mantenido intacta, tal cual la conocía. Lo bañó una nostalgia
inexplicable, como si de en serio hubiesen pasado cincuenta años desde la época
de universitario recién recibido. Se imaginó vagando de la mano con su novia
por el pasaje Santa Catalina, cuando en algunas tardecitas iban a visitar a un
tío que trabajaba en la iglesia y convento de las Teresitas. Se preguntó si aún
existirían el Obispo mercadillo y el hermoso edificio del teatro Real, tuvo
serias dudas, y sintió una tristeza que lo aplastaba amenazando con humedecer sus
ojos. Debía limpiar su mente enfocándose otra vez en los números salvadores. Así
lo hizo y poco a poco el optimismo fue regresando a su cuerpo. Ahora solo debía
esperar una hora y el custodio del tiempo lo rescataría de este indeseable
futuro.
—¡Bueno,
ahora sí que coronaste Sebi querido! —se dio fuerzas apretando los puños con
rabia.— En un par de semanas serás un flamante millonario y al fin tu obra
literaria comenzará a conocerse alrededor del mundo.
Calculó,
por arribita, unos treinta o cuarenta millones de ganancia entre los dos juegos
y una sonrisa de labios agrietados descubrió una dentadura impecable que
centelló a la luz del farol mayor de la plaza.
En la
última hora antes de la medianoche, y mientras dos grupos cuarteteros se
alternaban en el escenario, el licenciado en letras se terminó de memorizar los
benditos números. Sin embargo, algo entorpecía de a ratos dicho aprendizaje.
Como si las vivencias más importantes de cinco décadas vacías fueran aflorando
poco a poco. Primero el rostro querido de una mujer con la que supuestamente
compartió treinta y pico de años. Después imágenes de distintos supermercados
en los que habría trabajado siempre de cajero. Ahora, al filo de la navidad y
con los ojos cerrados, “recordaba” la llegada de millones de inundados en los
treinta y el desmadre absoluto que esto significó para la vida de los
cordobeses. Una triste batalla a muerte por la supervivencia cuya visión lo
deprimió agriándole el alma. Se sintió desconcertado, no precisaba para nada
esas dolorosas memorias que no eran suyas. Pronto volvería al 2013 para
modificar el rumbo de su existencia y encolumnarse del lado de los ricos y
poderosos, sector que no la pasó tan mal en aquellos aciagos tiempos. Recostado
contra el algarrobo, Seba contaba angustiado los segundos que lo separaban de
la hora 00.05.
—¿Qué tal
vecino, listo para el espectáculo mayor? —lo saludó una voz que provenía de
atrás del algarrobo blanco.
Seba giró
la cabeza asustado y conteniendo la respiración elevó la vista para encontrarse
con un viejo aún más decrepito que él.
—¿Qué tal
Julio, todo bien? —contestó con fingida naturalidad.
Se
trataba de otro “sin vida” que dormía en un apartamento a la derecha del suyo
en una gran conejera sobre la avenida Richieri. Era un complejo con noventa y
pico de pisos únicamente para parásitos mantenidos por el estado. Si tenía
alguien cercano a ser considerado un amigo, ese era Julio, con el que compartía
su afición por el dominó y por Talleres, el equipo con la hinchada mayor de
toda Argentina. Todas estas cosas se sorprendió sabiendo Paredes mientras
estrechaba la mano del anciano.
Comenzaron
a tañer las campanas de la catedral y un show fascinante se desplegó sobre el
cielo cordobés. Fuegos artificiales de una magnitud y diversidad difícil de
describir estallaron por donde vieras. El viejo Paredes del 2063 los había
disfrutado regularmente en los años pasados y sabía que todo era trucho, un
montaje increíblemente real de hologramas, rayos laser y sonido. Los verdaderos
llevaban tiempo prohibidos.
Sostuvo
una trivial conversación con Julio por un par de minutos y luego se despidió
perdiéndose entre la gente con una aprensión que estrangulaba su garganta. Era
la hora cero con seis minutos y Manuel brillaba por su ausencia. Buscó con
desesperación su rostro en la multitud.
—¿Qué
mierda estaba pasando? ¿Sería que el custodio estaba jugando con él? ¿Se habría
olvidado? ¿Todo sería un puto sueño?—mascullo empanicado (valga el termino
aunque no exista).
Tras una
hora y media recorriendo la plaza de arriba a abajo, caminó unas cuadras por
Hipólito Yrigoyen llegando a lo que antes era el parque Sarmiento (ahora una
conejera al lado de otra se habían tragado hasta el último cachito de pasto) y
tras cruzar las vías se adentró al barrio Jardín por Richieri.
Esa noche
buena si durmió treinta minutos fue mucho. Tirado en su apartamento, en el piso
89 del edificio del Seguro Social, y con el alma rasgada por cinco décadas no
vividas, hizo un inventario de los nuevos recuerdos que poco a poco iban
recomponiendo su identidad. Buceó en ese océano de vivencias ajenas buscando un
indicio que lo acercara a Manuel. Sea cual fuese la razón de su abandono (quizá
había perdido sus poderes y vuelto a su deseada normalidad), ¿no habría aunque
fuese una vez intentado comunicarse con él en los pasados cincuenta años?
Totalmente
abatido (desolado era el termino adecuado) y sin pista alguna que lo orientara,
Sebastián Diego Paredes salió ese veinticinco con las primeras luces del alba y
deambuló en control remoto por las despobladas calles de la docta.
—¿Qué
sentido tiene vivir en un tiempo horrible que no es el mío? Tengo tan pocas
energías que apenas logro despegar los pies del suelo —musitó el viajero en el
tiempo— Será mejor seguir vagando hasta que me encuentren muerto en algún
baldío de esta monstruosa ciudad.
Caminó,
caminó y caminó. Desfalleciente y con un revoloteo de ideas suicidas arribó,
pasado el mediodía, a lo que parecía ser un pequeño aeropuerto en la zona donde
antes estaba emplazado El Cerro de las Rosas. Cientos de avionetitas extrañas
reposaban sobre la pista. Al llegar a la sala central observó los carteles
holográficos que flotaban en el aire indicando los destinos próximos. Se
desparramó en el primer sillón que encontró vacío. Al borde de la agonía y con
el corazón desbocado taladrando su tórax, sollozó unas palabras de despedida
con las pupilas anegadas por el sudor y las lágrimas.
—¡Hasta
aquí llegaste pedazo de infeliz! ¡Ya no doy más! Qué pena, hubiese sido lindo
volver al 2013.
Comenzó a
entornar los parpados buscando más la muerte que el descanso. Entonces, en el
último resquicio de visión, leyó el nombre del pueblo al que partiría el vuelo
A375, en solo treinta y siete minutos. Inriville, Marcos Juárez y la sangre
regresó a sus venas.
El viaje
en si le llevó apenas cinco minutos. Tardaba mucho más el aparato en despegar y
aterrizar (como media hora). Por suerte parecía que su crédito se había
recargado porque no tuvo problemas en el escaneo antes de subir al avión. Por
lo que alcanzó a leer en el folleto informativo, estas naves llegaban a
alcanzar la increíble velocidad de 10.000 km por hora. Aunque a Seba ya poco de
esto le interesaba, es más, aun no sabía qué carajo hacia allí rumbo al lugar
donde alguna vez, ciento veinte años en el pasado, Manuel, el custodio del
tiempo, vivió su niñez y temprana juventud. ¿Qué esperaba encontrar a orillas
de la laguna Mar Chiquita? Si es que la Mar Chiquita existía aun.
El
pueblito lucia como encanutado en el tiempo. Casas bajas de ladrillos, con techos planos, pintadas de vivos colores y de un diseño casi
colonial. Una calle central (adonde lo acercó el bus del aeropuerto) que debía
recorrer unas diez cuadras como mucho, era cortada a la mitad por una hermosa
plaza, con iglesia, escuela, municipalidad y policía a su alrededor. Todo
estaba demasiado cuidado y con un silencio que intimidaba. ¿Dónde estaba la
gente?
—Algo no
anda bien — susurró Seba pensando que ese poblado no encajaba en el 2063,
parecía sacado de su época, o de antes aun.
Ahora comprendía
la cara de la aeromoza cuando le preguntó sorprendida sobre la razón de su
viaje. Y porqué en el diminuto avión solo iban dos pasajeros, él y una señora
como de noventa y pico de años. ¿Quién iba a querer trasladarse a este peladero
del demonio? Después se enteraría que Inriville era uno más de tantos pueblos
fantasmas desparramados por la provincia de Córdoba. Décadas atrás, cuando la
hambruna atacó, sus pobladores habían emigrado a la gran ciudad, único
lugar donde el gobierno repartía comida.
Ya no regresarían nunca y gran parte de esa tierra era ocupada ahora por
cientos de miles de paneles solares y molinos productores de energía. Las pocas
personas que permanecían allí eran
empleados de mantenimiento de estas instalaciones que abastecían en gran parte
a la metrópolis capitalina. Inriville era una especie de museo, un pueblo donde
nada se había tocado por más de treinta años.
Desgastó
la calle principal de punta a punta sin encontrar un alma a quien preguntarle
algo. Cuando volvía le pareció distinguir un movimiento en la plaza. Se acercó
unos metros para descubrir a un viejo flaco, con la cabeza reluciente como una
bocha, que barría unas pocas hojas, desplazándolas de la vereda a la cuneta.
Parecía que disfrutaba plenamente de su trabajo, pues se reía mientras
canturreaba un bolero que Paredes creyó reconocer.
—Disculpe
mi amigo, muy buenas tardes. ¿Me gustaría hacerle una pregunta, si no es mucho
atrevimiento? ¿Conoce usted a un tal Manuel Gonzales? —inquirió Seba, sabiendo el grado de sinsentido que
acarreaba la pregunta.
De haber
vuelto a los años cuarenta del siglo
veinte (época de la cual lo sacaron y pidió regresar), el custodio estaría bien
requeté muerto. Por otro lado podría existir más de un Manuel Gonzales allí en
Inriville, aunque era muy probable que todos se hubiesen marchado a la ciudad.
El calvo
pegó un respigo sorprendido por la presencia del intruso y tras recobrar el
aliento la sonrisa retornó a su rostro.
—¿Qué tal
mi señor?, raro ver visitantes por acá. Si es a Manu al que está buscando, lo
puede encontrar en el caserón azul, aquel el de dos pisos, dos esquinas para el
norte. En el frente tiene un lindo jardín con una fuente llena de sirenas que echan
agua por la boca. ¿Lo conoce usted? Extraño personaje ese Manu ¿no? Nadie sabe
de donde llegó pero parece formar parte del pueblo desde siempre.
Paredes
casi se cae de culo, no lo podía creer. Allí estaba el maldito custodio del
tiempo, como si nada, y ni siquiera había intentado contactarse con él ni una
sola vez. La esperanza enderezó su cuerpo insuflándole una energía que creía
perdida.
—Lo
conocí hace muchos, muchos años.
—¡Qué
bueno! Le hace falta un poco de compañía, especialmente después de ese feo accidente
que lo dejó postrado en una silla de ruedas, un par de semanas atrás. El pobre
no tiene familia y vive solo en esa casa tan grande. Mándele saludos de Rubén
el placero por favor.
Lo
encontró en el patio del fondo de la casa. El portón se hallaba ligeramente
abierto y tras ingresar, mientras subía el par de escalones hacia el hall de
entrada, escuchó una melodía de blues que llegaba del límite lindero con la
propiedad vecina. El jardín estaba bastante descuidado y las paredes comenzaban
a descascararse. Pese a esto, se adivinaba que la residencia había disfrutado
de tiempos de esplendor. El custodio estaba derrumbado de forma casi gelatinosa
sobre una aerodinámica silla de ruedas eléctrica. Al cobijo de un olmo miraba
el cielo con ojos ausentes, el único movimiento resultaba ser el tamborileo de
sus dedos siguiendo el compás sobre el apoyabrazos izquierdo.
Paredes
se quedó unos segundos al rayo del sol observándolo. El vapor de la siesta era
insoportable y el paisaje parecía ondular fantasmagóricamente. Luego de horas
de caminata estaba exhausto y solo la presencia del custodio le daba ánimos
para mantenerse de pie. Con la palma de una mano descorrió la cortina de sudor
que cubría su frente buscando acomodarse bajo el reparo de la sombra.
—Al fin
lo encuentro Manuel —dijo el elegido en voz queda, como no queriendo romper tan
bruscamente la ensoñación del otro.
—Te
estaba esperando Seba, confiaba en que llegarías pronto —acotó sin desviar la
mirada del firmamento.
Había
planeado increparlo duramente, insultarlo de una forma grosera. Descargar en
cierta forma toda la rabia acumulada en las horas pasadas, pero al verlo allí,
acabado, transitando sus días finales, inmediatamente trastocó su ira por una
gran pena.
—¿Que
pasó, porqué me abandonó?, llegué a pensar que nunca volvería a encontrarlo.
Giró la
cabeza lentamente hasta enfocar los ojos de su elegido, parecía como si ese
simple movimiento le costara una enormidad.
—Te pido
mil disculpas, sucedieron cosas realmente inesperadas. En un momento lucia como
si el destino estuviese empeñado en que jamás regresaras a tu presente.
—No
entiendo nada. ¿Qué hace viviendo en el 2063?
—Ufff, es
tan larga la historia y tan corto mi aliento. Hasta el respirar me cansa en
estos días. Trataré de exponerte los acontecimientos lo más rápido posible.
—¿Qué
pasó después de aquel mediodía de diciembre en que me mandó cincuenta años al
futuro?
—Apenas
te marchaste, me llegó una citación de mis “jefes” para presentarme en un lugar
de Alemania para iniciar el entrenamiento del nuevo custodio. Me sentía feliz,
al fin podría regresar a Inriville, a una vida normal junto a los míos.
Hizo un
silencio que se alargó por más de un minuto, como si la mente se le hubiera
blanqueado de repente.
—¿Y… ?
—No me
dieron tiempo para rescatarte muchacho. Uno de ellos estuvo presente durante
las tres semanas que duró el entrenamiento e inmediatamente después me
retiraron mis poderes —agregó alargando las frases una eternidad.
—Entonces…
quiere decir que estoy bien jodido —exclamó Paredes aterrorizado.— Me robó
cinco décadas para nada. ¡No lo puedo creer!
—Tranquilo
joven, la cuestión no es tan trágica como la pinta, déjame continuar —pidió
Manuel hablando como si en frente aun tuviese al muchachito del 2013.
—De que
tranquilidad me habla, si con este viajecito me cagó la existencia para
siempre.
—Para
nada Seba, pude llegar a un trato con ellos. Como veras logré que no borraran
mi memoria. Les supliqué arrodillado que no me quitaran esas hermosas vivencias
de más de setenta años. Les juré que nunca diría nada a nadie, que solo serían
para mi disfrute personal. Me dieron la chance y no los defraudé, siempre fui
una tumba y hoy conservo todos mis recuerdos, más allá que algunos comienzan a
borrárseme por culpa de la edad.
—¿Y eso
que tiene que ver con mi asunto? ¿En qué me favorece si ya no tiene la
capacidad de trasladarse en el tiempo?
—Allá va…
va… mos —dijo el custodio tartamudeando y Paredes comprendió el gran esfuerzo
que realizaba el anciano para expulsar las palabras de su garganta.
—Quedamos
con Rainer, el nuevo custodio, en que vendría a Inriville dos meses más tarde
para evaluar su accionar y despejar las dudas que tuviese. Por suerte este
último encuentro no fue monitoreado por los grises, tenían problemas mucho más
graves por resolver. Parece ser que una nueva y poderosa civilización, surgida
del universo desconocido, tiene en jaque a las tres razas primigenias. En la
actualidad se está librando una importante guerra cósmica. Por suerte la tierra
está bien lejos de los centros de poder.
—¡Vaya al
grano Manuel!
A él no le interesaba que el universo
estuviese a punto de desintegrarse en el 2063, solo quería retornar al 2013 y
ser millonario. Además le inquietaba el tema de que en cualquier momento el
custodio colapsara, callándose para siempre. Se veía cada vez peor.
—Fue
aquella una excelente oportunidad para pedirle a Rainer un favorcito. Logré su
promesa de que vendría este veinticinco de diciembre a buscarte a mi casa para
llevarte de regreso.
—¿Él está
aquí? —indagó Paredes excitado.
—Viene en
un ratito, por suerte para vos todo habrá terminado en pocos minutos, como te
lo prometí. Espero que sepas aprovechar esta oportunidad que te doy y que tantas
contrariedades me trajo el lograrla.
Sebastián
sintió una enorme gratitud por Manuel. Había hecho lo imposible para sacarlo
del 2063, aun a riesgo de comprometer su propia existencia. Los grises lo
hubiesen borrado de un plumazo ante la primera sospecha.
—Comprenderás
que por el accidente, me caí del techo hace tres semanas mientras pegaba unas
tejas sueltas, no fui a buscarte personalmente. Aunque sabía que de última, si
no venias, Rainer iria a buscarte a la ciudad.
—Hay algo
que aún no me cierra Don Manuel. Su presencia aquí me indica que no cumplió con
su sueño de regresar a Inriville en los años cuarenta del siglo veinte. ¿Qué
sucedió?
—La única
forma de estar seguro del éxito de tu rescate era estar presente en ese
momento. No podía dejar cosas libradas al azar y fallarte una vez más. Por otro
lado, no me fue tan mal. Me quedé en el mismo 2013 y esperé cincuenta navidades
por tu llegada, viviendo tranquilo, con una muy buena situación económica que
me habían regalado mis jefes. No puedo quejarme, más allá de los disturbios en
los treinta, la pase lindo. Lástima que con el quilombo intergaláctico, mis
jefes suspendieron el viaje de turismo espacial que me habían prometido.
Manuel
miró hacia la calle al mismo momento en que Seba escuchaba unos pasos a su
espalda. Rainer, el custodio del tiempo oficial del planeta tierra, se acercaba
con tranco cansino. Era compacto y bajo de estatura, con una rubia y enrulada
melena que le caía sobre los hombros. Una barba candado marcaba un rostro
redondo en el que se incrustaban dos ojazos azules.
Saludó a
Paredes con un movimiento de cabeza apoyando cariñosamente una mano sobre el
hombro de Manuel.
—¿Cómo le
va maestro? ¡Tanto tiempo! Un honor verlo nuevamente —le dijo con un respeto
reverencial.— ¿Estamos listos?
—Cuando
quiera Rainer, el joven ya está preparado. ¿Tenés la información que te hará
rico bien estudiada Seba?
El
elegido sacó el folletín del bolsillo trasero del pantalón y repasó los números
por vez final, luego lo dejo bajo la silla de ruedas. Un cuaderno sobre la
mesita de su cuarto en la avenida hipódromo estaba listo para recibir los datos
salvadores. Tendría solo un minuto para plasmarlos antes de perder sus memorias
del futuro.
—Listo
Don Manuel, mil gracias por todo y espero fervientemente que se mejore —lo
saludó dándole la mano, con los ojos humedecidos de gratitud.
Aquel
hombre había sacrificado su familia por cumplir su promesa y merecía su aprecio
y respeto.
—Honor y
honra a quien lo merece —pensó Seba mientras entornaba los parpados.
Rainer
posó su palma derecha en la frente de Sebastián Diego Paredes a la vez que un
siseo como de serpientes brotaba de entre sus labios mientras sus ojos se iban
poniendo en blanco.
Epílogo
El joven
estaba acomodado en el inodoro con sus rodillas chocando contra la parte baja
del lavabo. El calor y la humedad le agriaban los ojos con un pegajoso sudor.
Una toalla mojada cubría su espalda. De fondo, la televisión brindaba noticias
deportivas resaltando la campaña de San Lorenzo y el campeonato de Aventin.
—¡Que
veranito infernal mi Dios! —susurró el joven mientras se esforzaba por evacuar
los fideos de la última cena.
Respiró
con alivio al lograr su cometido estrujándose las cejas con la yema del dedo
medio. Buscó entonces el rollo de papel higiénico ubicado en el costado derecho
del tanque del sanitario. Recordó que se había acabado y que debería comprar
papel y desodorante mañana, cuando regresara a trabajar al supermercado.
Se
incorporó maldiciendo y, caminando a lo pingüino, de un manotón arrancó cuatro
o cinco hojas del oportuno cuaderno ubicado sobre la mesita junto a la cama.
Las arrugó una y otra vez buscando suavizarlas mientras veía la repetición de
los goles del ciclón.
Volvió al
baño y con desagrado se limpió el trasero.
—¡Vida de mierda —insultó tirando la cadena como
tres veces hasta que el torrente de agua se llevó las hojas
6 comentarios:
Me vine con tiempo para disfrutar de uno de tus relatos, y vaya que si lo he hecho, y mucho, mi querido amigo.
Pobre hombre, después de tanto tiempo y de todo lo sucedido mira que usar aquellas hojas para semejante tarea, jajajjaajajja.
Que bueno, Walter, también yo echaba de menos tus personajes, la inigualable y enorme imaginación que tienes.
Gracias por este rato que pasé leyéndote, lo he pasado muy bien¡¡¡
Te agradezco que te acercaras a mis versos tristones y también tus amables palabras.
Espero estés teniendo un buen año, amigo mío.
Abrazos y besotes para ti desde el norte de España.
m.
Teovaldo Angel Pesce Pawlow: Extraordinario Walter. Mi agradecimiento por tan buen relato. Lo volveré a leer para masticarlo bien. De todas maneras...que lástima esas hojas de cuaderno...
Julio Fuertes · Harvard University
Ahora si que me quede con la pulga atras de la oreja,voy a esperar el final...
Armando Antonio Amieva · Ex Gerente de Banco en Rivadavia
Cuando leemos a un gran escritor...no sabemos si la magia de sus escritos son imaginación o pura realidad...! Quedamos atrapados en el misterio de lo sublime, y eso solo es capaz de producirlo nuestro amigo Walter G. Greulach...!!! Felicidades, tambien para él....!! Y gracias por compartirnos esa tu magia de la palabra escrita...!
Aldo Rocamora · Ciudad de Mendoza
¡Cada vez es mejor Walter!
Muchas gracias por los comentarios, el cuento se hizo largo pero al fin lo volvimos al Seba al 2013
, espero les haya gustado el final. Un gran abrazo...
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