27/3/15

El regreso de Oscar Fritz Hertztog


El regreso de Oscar Fritz Herztog (Final)
W.G.G

El primer atardecer de primavera, Oscar Fritz Herztog retorna al terruño que lo acunó de niño. Es el doceavo año del tercer milenio. Un verde frescor de Olmos y casuarinas sale a recibirlo. Abre la tranquera y se encamina hacia la casa que él mismo (junto a su abuelo, padre y hermanos) edificó a finales de los cuarenta.

            Sobre Línea de los palos, a unos seis kilómetros del pueblito de Jaime Prats, se encuentra la finca de nueve hectáreas, aunque en su niñez a él le parecieran todo un continente. Poco luce diferente, allí está la hijuela entre dos filas de membrillos, el lugar en donde con Rainer su primo mayor, y en una play boy robada a otro primo, vieron la primera mujer desnuda. Por allá, el roble dividiendo los chiqueros vacíos y los restos de madera del sagrado refugio que, hasta con puertas y ventanas, erigieron con Edgardo y Roberto sobre el árbol amigo. Los mismos ladridos (otros perros) proveniente de las casuchas emplazadas en los tres puntos estratégicos, según su abuelo para custodiar la casa. El horno a leña al costado del gallinero (que como mucho alberga hoy seis gallinas y uno o dos gallos) y la visión instantánea de las nochecitas de empanadas lechón y pan casero que solían disfrutar con la alemanada de la zona. A su derecha el bosquecito de pinos junto a la vivienda y el momento de escoger la rama más derecha para la Noche Buena o la belleza de verlos emblanquecidos por alguna  nevada.

            Hertzog regresa tras medio centenar de inviernos. Setenta y tres años matizaron  sus cabellos. El paso largo y decidido disfraza la edad, va sin miedos, convencido de lo que debe hacer. Sin tristezas, con la curiosidad de un bebé que vuelve a introducirse al vientre materno. No hay nostalgia, se dice una vez más, no se añora lo que uno no puede volver a vivir. O por lo menos eso se forzó a creer cuando puso el primer pie en Alemania.  Creer que allá en la selva negra, en la fría y distante cuna de sus antepasados, estaba el único futuro posible.


            Un pájaro carpintero taladra la rama seca  del eucalipto que marca la curva antes de llegar a la vivienda. Se imagina junto a un grupo de vecinitos  en pantalones cortos y con hondas en mano, vagueando bajo los árboles. En el parque del frente y al costado de la canchita de bochas, observa la hamaca donde jugaban a quien llegaba más alto, a quien saltaba más lejos. Rescata voces en su memoria que creía extraviadas. Solo Oki ve el columpio, pues ya no hay asiento, ni cadenas, menos la cancha de bochas.

           Al filo de los años sesenta se marchó a estudiar medicina a La Plata, al tiempo consiguió una beca de perfeccionamiento en Alemania. Por razones que no vienen al caso (por ahora), nunca regresó al sur mendocino. El tiempo esmeriló las querencias, aunque siempre reservó una esquinita del alma para la finquita de la Línea de los Palos.

            Ya nadie queda, padres tíos y hermanos fallecidos, primos dispersos y la nula intención de salir a encontrarlos. Solo persisten las memorias sujetando con alfileres el añoso paisaje que rodea a la casa. Espera que adentro también se encuentre lo que ha venido a buscar, el baúl de Otto Hertzog, aquel que llegó al sur mendocino con el arte de secar la fruta, a probar suerte por un tiempo nada más y se quedó para siempre. El que diseminó  el apellido por esos pagos junto a su abuela María, criollaza de ley y celadora, maestra y directora de la escuelita del pueblo.

            Es el contenido de ese cofre lo que lo mueve a traspasar la vieja enramada cubierta de jazmines y damas de noche. Esas que irradiaban su fragancia en las tardecitas veraniegas y que ahora tampoco están, aunque el siente su dulce fragancia. Pisa el cemento de una explanada, aunque sus plantas besan la antigua tierra recién regada y los ojos ven seis sillas de mimbre con los Hertzog sobre ellas. El mate, la pava, los gatos jugando  y los oídos escuchando bromas e historias enmarcadas por la música de la motorola apoyada junto a la ventana. La puerta es de pino, barnizada, pero en su mente aún hay una verde de álamo, con tela mosquitera. Sigue de largo hacia el galpón trasero.  Toca con fuerza y aguarda, un pedazo de revoque se desprende del marco, el frente esta despintado y el techo luce podrido en partes. Vuelve a llamar y entonces recuerda que Valerio, el casero, le dejó dicho que por ahí, aprovechando que él venía unos días,  se marchaba a Monte Comán a visitar una hija. Le pidió también que alimentara a perros y gallinas y regara las plantas.

            Debajo de una maseta con malvones encapullados encuentra la llave de la casa. Retorna con el corazónٴ descompasado y abre con desesperación. Un par de gotas iluminan sus mejillas, sus pupilas buscan adecuarse a la oscuridad. Cae la noche sobre Jaime Prats, un septuagenario va en búsqueda de algo que explique, o aunque sea ponga un poco de sentido a los siniestros acontecimientos que terminaron con la desaparición de los seres que más quiso en su vida.



                                                                    II

 

            La luna está en cuarto menguante, apenas alumbra tras las cortinas floreadas de la cocina.  Un hediondo vaho de humedad y cucaracha lo recibe al dar los primeros pasos. Busca las velas en el tercer cajón del armario, como si diecisiete mil noches no hubiesen pasado. Allí están, finas, blancas y largas, junto a una caja de fósforos patito. El ambiente se va iluminando, sobrevuelan los fantasmas de su niñez y adolescencia. El cajón azul de madera, donde su madre guardaba la harina y sobre el cual amasaba el pan y las galletitas. La mesada, otrora de granito blanco, aparece marrón de suciedad, a su derecha la eslabón de lujo sobrevive aunque con solo una hornalla. El aroma de manjares preparados por su abuela endulzan las terminales nerviosas de su cerebro. No han tocado nada tras la tragedia, piensa impactado, hasta el ronronear de la Siam de querosene está allí. Se mueve a un costado apoyándose en el arco que lo introduce al comedor y cierra los ojos. Mate cocido, huevo revuelto con azúcar, alfajores de maicena, tortas fritas con miel. Todo está igual, dolorosamente igual, como si de un museo familiar se tratase… un museo del horror.

             Colgado en la esquina de la alacena, Valerio le ha dejado un sol de noche con garrafa  y camisa nueva. Ni luz eléctrica se han molestado en ponerle a la casa. Mientras bombea lo enciende con la vela y luego, de un bidón de veinte litros saca agua y llena la ennegrecida pava. No le sorprende encontrar la yerba Taragui al final del segundo estante. El amogozado porongo forrado en cuero, donde tomara su primer mate con solo cuatro años, descansa boca abajo en la pileta de lavar los platos. Mientras se calienta el agua, Oki realiza una rápida inspección por el resto de las habitaciones.

            Cruje el piso de madera del living, le parece oír el ronroneo de las abejas en los respiraderos, los postigos se encuentran sellados, apesta el olor a encierro, se acerca y los abre con disgusto. Muebles antiquísimos, la biblioteca con los clásicos en alemán más la colección del reader digest en español, el winco, la radio, nada se ha movido desde la tragedia, como si existiese un terror reverencial por aquellos objetos. Si hasta la colección de fosiles (plantas y caracoles) permanecen en los estantes superiores cubiertos de telarañas. Su abuelo lo mira desde una foto en la que aparece igualito a San Martin. Abajo la estufa a leños, y en un flash visualiza a los Hertzog reunidos en entretenida conversación mientras esperan que se haga el asadito, o al menos que se cocinen los camotes y maíces hundidos en las brasas.

            Valerio, el casero ha vivido siempre en el galpón. Dice que allí se siente más cómodo, que la casa es muy grande, que es muy fría, que se cae a pedazos… Oki sabe que es el miedo el que aleja al contratista, como sucedió con los otros. Nadie traspasó los cinco años, como máximo. Fue Lothar, un primo del pueblo, el que se encargó de administrar la chacra, aunque nunca llegó a habitarla. Murió el mes pasado, otra de las causa que lo traen a Jaime. El abogado dijo que su presencia es imprescindible para vender la propiedad. El fallecimiento de su pariente le dio la excusa que había esquivado por décadas. Lo puso en la dolorosa obligación de ojear el libro maldito, sepultado en el baúl de la pieza del fondo, aquella que fuese de su abuelo y luego (solo por un par de meses) de sus padres.

            La puerta está cerrada, ahora cae en cuenta que nunca le preguntó a Lothar por el lugar donde estaba escondida  la llave. Mueve el picaporte con fuerza y le pega dos o tres topetazos, pero nada. Tendrá que buscar una palanca en el galpón y forzarla. A lo lejos pita la pava avisándole que el agua está lista. Se siente cansado, necesita dormir un poco  y mañana entonces si, a primera hora, acabar con todo este sin sentido. Unos matecitos calientes con un pedazo de pan casero y dulce (que compró de paso en el pueblo)  le caerán fenomenales. Antes necesita pegarle una buena lavada al porongo.

            Más tarde, ubicado en el cuarto que fuera suyo y de su hermano menor, saca las seis pilas grandes que trae en el bolsillo de la campera y se las pone a la Motorola. La misma que pertenece a los Hertzog  desde fines de la segunda guerra, cuando su abuelo la trajo de San Rafael. Esta puesta en onda corta, sintonizada en una emisora de Alemania, que quien sabe cuándo se escuchó por última vez. Suaves notas musicales inundan la pieza y arrullan al anciano. Se mete en la cama sin sabanas, tapándose con dos frazadas hediondas a todo, pero a él poco le importa pues a los segundos ya está  dormido.

            Las voces de su abuelo, padre y hermanos le llegan nítidas. Desde sus nebulosos sueños, lo llaman, lo intiman a sumarse a la familia.

            —Al fin llegaste Oki querido, llevamos esperándote tanto tiempo. No tardes en leer el libro por favor…

 


                                                                      III



            Pasos frágiles, temerosos, lo guían por el pasillo. Desde el fondo brota una  luz naranja intensa. El desasosiego que sacude su cuerpo está dado por el presentimiento de que será testigo de algo terrible. El inicio de una concatenación de acontecimientos de los que ha huido por más de medio siglo. Lucha por pegar la vuelta, sus piernas no le obedecen, avanza como un autómata. El almanaque (siempre estuvo al costado del estante con libros) le anuncia el veinte de diciembre del cincuenta y nueve, el día que le llegó a La Plata el telegrama poniéndolo al tanto del suicidio de Otto Hertzog.

            El cucú del living (¿Porque se encuentra aquí?) sale seis veces en silencio, el pajarito aparece decapitado y gotea un líquido rojo por el cuello. La puerta gris está cerrada, una melodía clásica proviene de adentro, es Tristán e Isolda de Wagner. Siempre le encantó el músico sajón, piensa Oki. Lo escuchaba en un combinado valvular Ken Brown que trajo de San Rafael a mediados de los cincuenta. Todos sus miedos confluyen, sus músculos se tensan, aprieta los dientes y una vez más intenta retroceder.

            Empuja con suavidad, conteniendo la respiración. El naranja lo enceguece, tiene que entornar los parpados para apreciar lo que pasa. La luz emana de alrededor de su abuelo, de una especie de espectros que lo observan ansiosos mientras lee el libro, parecen esperar. Otto sostiene la vieja obra en sus manos mientras es iluminado por dos velas pegadas al respaldo de su cama. Su corazón se para y arranca en loco golpeteo. Sabe lo que sucederá en instantes y no puede evitarlo, el terror lo paraliza bajo el marco de la puerta, le produce un dolor en la nuca que lo lleva a blanquear una y otra vez sus ojos. El volumen de la opera aumenta, la luz destella y las siniestras figura se acercan y abrazan sonrientes a su abuelo. El anciano parece no notar su presencia, devora las frases finales con una paz inexplicable. ¿Quiénes son esos entes luminosos? ¿Porque se introducen ahora por la boca de su abuelo? Se pregunta el último de los Hertzog mientras sus ojos se empañan por el llanto y aguarda el estallido que impulse la bala asesina.



                                                                    IV



           La presión bajo sus ojos lo obliga a abrir y cerrar la boca buscando atemperar el dolor, el cuerpo se le estremece con espasmos continuos. Con el rostro humedecido en lágrimas se sienta lentamente, notando que sus calzoncillos están mojados. La pesadilla lo ha devastado, empañando el buen ánimo con el que se acostó. Debe terminar todo esto y marcharse del maldito lugar. Al final es solo un trámite: encontrar el libro, tratar de ubicar el arma  que su padre y hermanos también usaron (y que la policía nunca pudo hallar), vender la finca y volar lo antes posible a Alemania.

            —No te deprimas Oki, ya superaste esto muchos años atrás, es solo un trámite, terminalo, sepultalo y echate a volar —se dio fuerzas mientras se incorporaba para higienizarse en el baño y luego salir a buscar la dichosa barreta.

            “Estados de ánimo” vino con Otto Hertzog en los treinta, cuando este arribó al país sudamericano. El patriarca de la familia lo guardó con llave en un cofre de madera tachonado en bronce. Nunca permitió que nadie lo leyese, pero el travieso Oki descubrió un día su escondite y protegido por las sombras del galpón, lo abrió en una calurosa siesta de enero. Por eso, porque conocía su contenido, no comprendía  que incidencia (según Lothar, todos lo habían leído antes de morir) podría haber tenido sobre los tristes sucesos.

           El libro solo hablaba del amor y las mil y una formas de conquistar a una mujer. Desbordaba buenas ondas, una especie de loa a la vida. Quedó encantado con su contenido, es más, en esos días elaboraba el abordaje a una compañerita del colegio y el libro se la dio servida en bandeja. Al final y en una doble tapa secreta (es algo que recordaba nítidamente), encontró las instrucciones, junto con los materiales, para hacer una hermosa rosa roja de papel, con la cual al siguiente día se ganó el corazón de su adorada. Luego su abuelo lo sepultaría con doble llave en el fondo de un cajón de su dormitorio.

            Una semana después del velorio de Otto, volvió a La Plata y meses más tarde recibió la beca que lo embarcó hacia Europa. Por esos días le llegó, a través de Lothar, el rumor de que Otto se había matado luego de leer el tan mentado libro y que Ernesto escondió la obra, quien sabe dónde. Al poco tiempo y en una seguidilla de tragedias que tomaron menos de tres meses, también se suicidaron su padre y sus dos hermanos. No tuvo la valentía necesaria para afrontar el desolador panorama y tras cancelar, tres veces, el pasaje, le pidió a su primo que le mandara (junto con su madre que se mudaba a Alemania) la llave del cofre y sellara el cuarto del fondo.

            ¿Qué fue realmente lo que pasó? ¿Por qué siempre se relacionó al inofensivo libro con los suicidios? ¿Dónde está la walther PPK, 9mm, causante de todas las muertes? Estas y otras preguntas se formula Oki Fritz Hertzog a la vez que violenta la puerta de la habitación del fondo y un insoportable olor, nauseabundo y dulzón, lo atonta obligándolo a mantener la respiración y apoyarse contra el marco de entrada.



                                                                 V



            ¿Qué no hay? Es más sencillo describir así la sombría habitación a la que está entrando el último de los Hertzog. No hay nada limpio, ni ordenado. No hay frazadas, ni colchón, ni siquiera cama. No existen muebles en pie, solo nidos y caca de rata sobre los mohosos restos. Donde tendrían que estar los vidrios, se ve una costra mugrosa que abarca no solo las aberturas sino también las paredes, y a lo largo del molde, que alguna vez habría adornado la base del techo, penden unos capullos negros y arrugados. Al hombre le lleva segundos adivinar que son… centenares de murciélagos durmiendo. Aterrorizado retrocede dos pasos sintiendo la materia chiclosa que se haya adosada a sus plantas. En la mórbida penumbra, apenas mitigada por algunos rayos del amanecer que se cuelan por un pequeño hueco, situado sobre el otrora ventanal, vislumbra por vez primera el piso por el que se desplaza. Una cubierta de excrementos mezclados con millares de cucarachas y gusanos que se alimentan de esa masa gelatinosa. Escupe un grito, el cual sofocado por el pánico no pasa de un mustio mugido. Retrocede asqueado mientras decenas de roedores se escabullen entre sus piernas buscando el pasillo. Nadie ha entrado allí en décadas. Junta valor para salir corriendo y no parar hasta Alemania y entonces lo ve. En la esquina más alejada y tapado por la pústula gomosa, se encuentra lo que parece ser el baúl. Atacado por arcadas que lo obligan a caminar partido, se acerca casi patinando y hunde sus manos en la fétida mierda que lo cubre todo. Con gran esfuerzo, logra despegar el cofre y alcanza la puerta en el preciso momento que una bocanada de vómitos termina de enchastrar (si es posible aún más) el recipiente de madera y bronce.

            Ya a salvo en el galpón y después de haber arrojado hasta la última gota de bilis, sigue mirando con ojos desorbitados para el lado de la casa, no volverá a poner un pie en aquel sumidero diabólico. Después de permanecer aislado por medio siglo, él, inocentemente, se ha encargado de conectarlo nuevamente al mundo exterior.

            Raspa la inmundicia con un escoplo, luego termina la faena usando tres bolsas de arpillera. Con un destornillador sumado a un martillo, rompe la cerradura, pues quien carajos sabe a esta altura donde ha dejado la llave y ni loco va a entrar a buscarla con miles de ratas y murciélagos pululando por todos lados.

            Allí está, tal cual lo recuerda. El libro de los estados de ánimo, con sus tapas de cuero marrón y las letras labradas en negro, una edición centenaria sin dudas. Lo toma con cuidado, como temiendo fuese a deshacérsele entre los dedos y se sienta sobre dos cajones de cosecha, a la vera de la cocina de leña, ubicados bajo la única ventana.

            Se da cuenta. Desde la frase que inaugura la obra lo percibe. No es la misma que leyera en su adolescencia. Ahora trata sobre el dolor y el abandono, sobre un alma arrasada por el olvido y la soledad. Sin embargo (como sucedió seis décadas atrás) la siente tan propia, tan suya, tan a tono con su vida. A medida que va adentrándose en sus páginas se va deprimiendo más y más. Se siente deslizar por un tobogán engrasado, sumergiéndose en una nebulosidad envolvente, adormecedora. Los minutos discurren eternos, frente a él desfilan los mejores y peores momentos de su existencia. Ve en esas hojas los rostros de los Hertzog, de su madre, de Herta, su amada esposa alemana, fallecida de cáncer un año atrás. Herta, la que nunca pudo darle un hijo. Se ve de niño corriendo entre pastizales y álamos. Se encuentra abrazado al padre, la noche del velorio de Otto.

           A medida que avanza en la lectura el desasosiego se va transformando en serenidad, la tristeza en resignación. No desea salir de allí, de este estado de suave letargo, de paz infinita. Algo lo abraza, aplastándolo contra los cajones. Un olor picante, dulzón llena sus fosas nasales.Escucha una voz alta que sigue leyendo, aunque ya no la reconoce como propia. Oki se va alejando del mundo terrenal escoltado por los espectros de sus seres amados, que sonrientes le indican el camino.

           Al dar vuelta la página final, lo espera la falsa contratapa. La abre sin apuro, no hay sorpresas. Oki Fritz Hertzog ya no tiene dudas sobre lo que va a encontrar esta vez.

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