12/10/08

EL PARTIDO QUE NUNCA FUE


WALTER GREULACH


A mi querida abuela Ema ...

           
            Esta ha sido una historia que por décadas retintineó en mi cabeza. Cual graciosa anécdota fue presa de mi conocimiento a principios de los años setenta. Siendo yo un niño insoportable, Ema mi abuela paterna me la contó. Por lo menos deseo pensar en ella como culpable. La visualizó sentada en el gran sillón marrón. El absorto puñado de nietos postrado a sus pies disfrutando de cada una de sus ocurrentes historias asombrosas. No la tengo encuadrada como una gran lectora, más bien era una original reproductora de leyendas populares. "¡María dame la pata que es mía!" y "Jacinto el descabezado", fueron adaptaciones suyas a relatos clásicos escritos siglos atrás.

“El partido que nunca fue” debió haber salido de sus labios. No sé si sucedió. Invento o no, quedó grabado en un sitio especial de mi recuerdo teca.

           Son reales los nombres de los lugares, aunque no exacta su disposición geográfica. No sucede así con las fechas y personajes.

           Quizá en algún amarillo trozo de diario o en un manuscrito reporte municipal se pueda encontrar alguna prueba. Tal vez una mente centenaria pueda albergar el distante recuerdo. Nada de ello importa, en realidad todo es solo una excusa para justificar la pintoresca historia que paso a detallarles... No intente exigir el inocente lector precisión alguna.

 
           Ubiquémonos a fines de los veinte, en el desértico sur provincial. Paisaje surcado por el gran rió Atuel. A la vera de este se aglutinan cientos de fincas tapizadas con diferentes cultivos. El clima seco, con estaciones bien marcadas, hacen a la zona ideal para la plantación de uva, durazno, ciruela, membrillo, manzana y damasco. El maíz con el tomate y el pimiento se dan también en gran forma.

En uno de estos oasis mendocinos, separados por el preciado surco de agua colindaban dos pueblos. Medialuna, con una estación propia de ferrocarril y Real del Padre. Los dos distritos con sus respectivos núcleos urbanos pegados a las riveras. En el centro del río una diminuta isla de apenas dos hectáreas, rodeada de playas arenosas. La única vegetación era un denso totoral salpicado por algún que otro sauce llorón. Nadie se había preocupado nunca por aquella insignificante parcela de tierra, hasta que comenzó el verano del año veintinueve.

Lorenzo Rossa amaneció bastante molesto. Un doloroso orzuelo había comenzado a desarrollársele el día anterior y ahora le cubría la mitad del ojo izquierdo.

—¡Porca miseria! —insultó el tano al verse reflejado en el pequeño espejo. Sacó agua de un balde con un jarrita de lata y la vertió en una palangana enlozada. Mojó con prudencia el área afectada. Tendría que ir a la tardecita a lo de doña Asunción para que le solucionara el problema.

—¡Justo ahora! —magulló el diminuto individuo pensando en la entrevista que tenía en menos de una hora. En el otro lado del Atuel lo esperaba el soberbio Kurt Jungger, delegado municipal del vecino pueblo.

A sus cincuenta y pico de años Lorenzo lucía una calva prominente, media con suerte un metro sesenta y pesaba cien kilos. Su prominente nariz se destacaba entre dos bellos ojos de un celeste intenso. Eran estos claros faroles los que habían encandilado quince abriles atrás a Etelvina Quiroz, una bella lugareña mitad criolla, mitad india.

Don Lorenzo llegó al sur a principios de siglo. Joven aventurero, buscaba hacerse la América. En Buenos Aires lo orientaron hacia estas despobladas tierras cuyanas. Traía un dinero aceptable y compró treinta hectáreas en la parte más fértil, donde el río hace una curva gigante. De familia acomodada, había empezado a estudiar ingeniería en Milán. Al segundo año abandonó fascinado por las noticias de prosperidad que llegaban desde el otro lado del océano.

Todos lo conocían como Don Lorenzo el ingenieri, él nunca se molestó en corregir aquella falsa distinción. Comenzó trabajando en la construcción de obras hidráulicas como tomas y pequeñas represas. Con el tiempo quedó encargado del departamento hídrico de la provincia. Cansado de tanta responsabilidad y tan poca paga, renunció para dedicarse de lleno a la agricultura. En solo cinco años amasó una fortuna cultivando nuevas variedades de vides.

Dueño de una oratoria atrapante, le encantaba hacer política. Fue el candidato natural a delegado municipal cuando, a mediados de los veinte, Medialuna se estrenó como distrito electoral.

Besó con fingido cariño a su esposa y ordenó al peón, quien ahora se asomaba a la ventana, le atara el pardillo al sulky nuevo. Era un hermoso transporte negro y rojo con guardabarros dorados que había comprado la semana pasada en la gran ciudad.

El viaje le tomaría unos cincuenta minutos. El cruce se hallaba como a siete kilómetros y no le gustaba viajar en bote, un vehículo inestable e incómodo decía siempre.

El tema recurrente de las últimas reuniones era el de la construcción del puente. No se podían poner de acuerdo sobre el porcentaje que tendría que aportar cada comuna. Esta vez no sería el tópico principal de discusión con el engreído vecino, había surgido un problemita con una islita de mierda, pensó Lorenzo.

—Mosquitos, víboras y arañas. ¡A quien carajos puede interesarle un arenal así! —dijo con rabia.

A él, Lorenzo Salvattore Rossa, no le iban a torcer el brazo fácilmente.

—¡Este tal Kurt no tiene ni idea con quien se está metiendo! —exclamó mientras se despedía de su esposa sacudiendo con energía las riendas del carruaje.

— ¡Viene tarde como siempre! —protestó el alemán observando el camino que conducía al envidiado puente. El mes pasado le tocó a él y había llegado con quince minutos de antelación.

— ¿Dónde has visto un italiano puntual? —preguntó Sigrid su mujer y secretaria. —No sé para qué se reúnen, si nunca llegan a un acuerdo. Cuatro años discutiendo sobre ese maldito puente —agregó la aburrida mujer.

—Hoy hablaremos también del ahora famoso islote —dijo el hombre adivinando la sonrisa irónica de ella.

— ¿Comenzaras otra guerra por dos hectáreas de yuyos? —replicó resignada mientras se alejaba sin esperar la respuesta.

 

Cientos de miles de alemanes cruzaron los mares huyendo de los jirones que quedaban del alguna vez orgulloso imperio Austrohúngaro. Sudamérica, especialmente Chile, Brasil y Argentina, los recibió con agrado. Necesitaba abundante mano de obra para sus despobladas tierras. La familia de Kurt bajó de un barco mercante en el otoño del año diecinueve. Traían toda la miseria posible y un ultrajante sentimiento de inferioridad. Aquel desmedido sufrimiento inculcó en el joven Jurggen el firme propósito de progresar en su nueva empresa. Debía devolverle a los suyos la autoestima y recuperar, a como diera lugar, la dignidad perdida. Vaya si lo logró, en el veintiséis se convertía en la persona más joven en ser elegida para encabezar un distrito.

Rubio casi payo, con el pelo cortado siempre al rape y un tupido bigote, Poseía unos penetrantes ojos color marrón claro. Desde sus casi dos metros de altura, el germano lucia intimidante.

—No va a venir ese italiano sabelotodo a arruinar lo que logré con tanto sacrificio —dijo el ario cerrando un puño con energía y dirigiendo su mirada al suntuoso sulky que se recortaba ahora en el descampado horizonte.

 

El problema había surgido a finales del año pasado. Un comerciante gallego, de apellido Castillejo, llegó un mediodía a la antigua casona donde funcionaba el registro civil de Medialuna. El ibérico quería hablar con el encargado del municipio. ¿La razón?, pedir permiso para organizar un modesto balneario en la abandonada islita. Ni lento ni perezoso, Don Lorenzo acogió la idea con visión de futuro. Al comienzo el español le ofrecía mantener el terreno limpio de yuyos y alimañas. Construiría un espigón de madera para atracar las embarcaciones e instalaría un pequeño almacén de bebidas y comida. Solo lo abriría los fines de semana. El tipo se comprometía a pagar impuestos si la cosa funcionaba.

Por varios días los vecinos de ambos pueblos observaron azorados las tareas. Los Castillejo trabajaban duro en el inhóspito pedazo de tierra. Pocas personas sabían que estaba sucediendo. “Un par de locos gastando energía en vano” decían sonriendo los curiosos incrédulos. Alguien le cayó con el cuento al alemán. "Seguro que el petiso creído anda atrás de esto," dijo convencido. No se preocupó demasiado pues pensó que no le vendría mal una limpieza al yuyal aquel. Lo mejor era que Real del Padre no tenía que pagar un peso.

La situación empeoró cuando semanas más tarde el balneario, bautizado como "La playa de Don Manolo", se convirtió en un éxito rotundo. El astuto gallego organizaba un campeonato de truco y vendía un exquisito asado con cuero. El sábado a la tardecita encendía un gran fogón en la playa. Empanadas y churrasco eran acompañados con la entretenida animación de payadores y guitarreros que se sumaban de distintos puntos de la provincia. Los pocos botes de la zona se volvieron altamente requeridos. Por primera vez decenas de "turistas" paseaban por las calles de tierra de los dos poblados.

Don Lorenzo conminó a Castillejo a pagarle a la comuna el cincuenta por ciento de las ganancias. Si no lo hacía, tendría que clausurarle el lucrativo emprendimiento.

El asunto se hizo vox populi y llegó a Herr Kurt quien explotó de indignación. "Ese cretino está lucrando con un terreno que es mitad nuestro," protestó rojo como un tomate. Tenía razón, el limite pasaba por el medio del rio y partía la isla de Don Manolo en dos. Inmediatamente mandó un telegrama al odiado rival convocándolo a una urgente reunión. Seria para tratar, decía textualmente el papel, el escandaloso robo que se estaba realizando con la mitad del islote perteneciente a Real del Padre.

 

Don Lorenzo se encontraba parado en el segundo escalón de la entrada al edificio público. Era una estratégica ubicación para reducir la humillante diferencia de estatura. Agitaba continuamente la mano derecha apuntando el dedo índice hacia la bandera argentina. Por su parte el germano gigantón apoyaba los brazos en su cintura y movía la cabeza de un lado a otro en una negación continua.

—Lo que usted nos hizo fue una traicionera puñalada Don Rossa —le recriminó duramente el ario.

—Si al hecho de limpiar esa inmundicia de tierra puede llamársele así, tiene razón —contestó el tano sardónicamente.

—No se haga el cómico, me refiero a la plata que recibió del español el lunes a la tarde.

El italiano buscó rápidamente en su cabeza una respuesta satisfactoria. —Debo mencionarle Herr Krug —dijo diplomáticamente¾ que el almacén está del lado de mi pueblo por si no se ha dado cuenta.

—Sí, pero el atracadero y el balneario pertenecen a mi distrito señor.

Hora y media discutieron sin parar un minuto, sin ponerse de acuerdo en un solo punto. Si uno proponía una solución, por más lógica e implementable que fuese, el otro la rechazaba de plano.

Como a unos veinte metros Doña Eustolia Flores los observaba divertida. Había visto más de una vez la escena aquella y no dejaba de sorprenderle la tozudez de los delegados. Al rato se acercó y saludando cortésmente a Don Lorenzo dijo con sorna: — ¿Porque no se juegan la isla en un partido de fútbol?

La broma quedó flotando en el aire, ninguno de los hombres esbozó mueca alguna e increíblemente imperó el silencio. Ante el asombro de la mujer, el tano y el alemán la miraron como agradeciéndole y al unísono exclamaron:

—No sería una mala idea, ¿no?

 

El partido debería jugarse en escenario neutral. ¿Qué mejor lugar entonces que en la isla misma? Don Manolo se comprometió a construir la cancha en la hectárea al centro del islote. El trabajo de limpieza y nivelado requeriría de por lo menos dos meses de tiempo. A cambio el gallego pidió la exclusividad en la venta de comida y bebida durante la realización del evento. La fecha marcada fue el nueve de julio. Estaría encuadrado dentro de los festejos del aniversario de la independencia argentina.

Los dos inmigrantes se juraron no comentarle a nadie la verdadera razón del cotejo. La comuna ganadora se quedaría con la jugosa comisión cobrada a Don Manolo. No podía llamársele un acto de corrupción, era solo para evitar la maldita burocracia que atrasaba cualquier trámite por meses. Necesitaban urgente el dinero para completar algunas obras estancadas, como la biblioteca pública en Real del Padre o el anhelado club social en Medialuna.

La designación del árbitro fue tarea fácil. El candidato más idóneo era el cura párroco de Soitué, un portugués amante apasionado del deporte rey. A tal punto que tenía ya todos los arreglos hechos para viajar a Montevideo el año próximo. Se disputaría allí el primer mundial de fútbol. Como jueces de línea oficiarían el turco Masud, dueño del almacén de ramos generales de Villa Atuel y el pelado Valdés, poeta y horticultor de Salto de las Rosas.. La presencia de estos tres foráneos garantizaría cierto grado de imparcialidad. Al participar solamente jugadores locales los directores técnicos, el tano y el alemán, se las vieron negras para completar la nómina de jugadores. Solo dos personas, una en cada pueblo, tenían algún tipo de experiencia seria en este juego. Alguna vez habían integrado el plantel del Pacifico footbal club de Alvear, único equipo de la zona que participaba en la liga sureña. Juliano Piccinini y Rainer Lust por lo tanto se convirtieron en los respetados capitanes.

Las disputas entre estos pueblos ribereños tenían larga data. A principios de siglo surgió un fuerte litigio por las aguas del Atuel, en esa época un río menos caudaloso. Golpes y alguna que otra puñalada al aire, terminaron con la intervención salomónica del gobernador de la provincia. Apoyado por unos cuantos agentes de gendarmería nacional calmo los ánimos. En los últimos tiempos, el odio visceral que se profesaban los dos delegados había reavivado esta añeja rivalidad.

Don manolo se encargó de promocionar el encuentro, empapelando con afiches todos los poblados del área. “El partido del siglo“. “Por algo más que el honor“, rezaban ambiciosos los papeles. En el colmo de la desfachatez, el ibérico pregonaba la inauguración de un hermoso estadio con todas las comodidades.

 

Al fin llegó el esperado día, la expectativa era tremenda. No por la calidad del evento mismo. Veintidós rudos chacareros golpeando una pelota de cuero no era algo que pudiese despertar mucho la atención. La convocatoria estaba dada por el entorno creado. Estarían en juego el honor, la hombría, pero principalmente el ahora codiciado pedazo de tierra. Todo el mundo conocía el premio mayor. Doña Eustolia había mantenido solo cinco minutos la promesa de no contárselo a nadie. El tema logró tal difusión que de San Rafael arribó un representante del intendente. Venía a investigar si era verdad que se estaban jugando la tierra en un juego de pelota. Don Rossa y Herr Jurggen lo negaron rotundamente, remarcando que conocían la ilegalidad de una acción de ese tipo. Estaba bien claro, dijeron, que la isla pertenecía en partes iguales a los dos distritos. El tano y el alemán habían llegado a tal grado de hipocresía en el ciego convencimiento de que ganarían el cotejo.

El cielo cargado de negros nubarrones presagiaba tormenta. El flamante estadio con sus tribunas hechas con cajones de cosecha lucia impecable. La tierra apisonada era delimitada por gruesas líneas de cal, pulcramente trazadas. Macizos postes de álamo conformaban los imponentes arcos. Cuatro banderines negros flameaban en las esquinas. Hasta unas enclenques casuchas, a cada lado de la cancha había instalado el español para que se acomodasen los suplentes.

Los actos protocolares comenzaron temprano, seguido del desfile de las dos escuelas primarias. En un gesto de fingida confraternidad todos estos acontecimientos sucedieron en la isla misma. La bandera fue izada a la orilla del espigón y por largo tiempo se recordaría el inflamado discurso patriótico que dio el italiano. El centro de sus diatribas fueron aquellos traidores (palabras textuales) que se camuflan bajo profesiones honestas y respetadas y desde allí atacar con ideas extrañas los intereses de nuestra amada patria. Se refería supuestamente a los anarquistas, muy de moda en aquellos años, aunque todos sabían que estaba haciendo alusión al alemán. Ni corto ni perezoso su colega criticó a los oportunistas que se meten en la política solo para llenar sus bolsillos de dinero. Citó algunos casos en la lejana Buenos Aires, obviando por supuesto al principal ejemplo autóctono al que se refería.

Aquel nublado y frio mediodía Don Manolo sirvió en el balneario un locro gigante. Según cálculos conservadores asistieron más de dos mil personas. Muchísimas, si consideramos que entre los dos pueblos no se llegaba a las cuatro mil. Todas ellas se quedaron para ver el tan mentado choque deportivo.

La selección de Real del Padre, colonia alemana por excelencia, contaba con nueve germanos y dos criollos entre sus titulares. Por el lado de Medialuna solo el arquero no era italiano, se trataba del Zoilo Froilán el peón de más con fianza que tenía Don Lorenzo. Parecía como si para festejar el día de la independencia argentina se hubiese organizado un cotejo entre Italia y Alemania. Resta decir que la camiseta de unos tenia los colores patrios de la península en forma de bota y la de los otros los del derrotado imperio austrohúngaro. Los conjuntos pisaron la cancha al mismo momento que estallaba furioso el temporal.

 

Los memoriosos recuerdan aun hoy el acontecimiento del siglo. Solo que no fue un juego de fútbol sino una pavorosa tormenta. Se abatió sobre el sur mendocino en un mes poco frecuente y llovió torrencialmente por siete días y ocho noches. El río se desbordó arrasando con todo lo que se encontraba en sus costas. Medialuna hasta cambió de nombre, hoy es Jaime Prats. Y Real del Padre se encuentra ubicado como a diez kilómetros de la rivera. Curiosamente, hace unos cinco años se construyó un moderno puente sobre el lugar en que alguna vez estuvo emplazada la isla del gallego.

 

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