12/10/08

EL POETA PROFUGO

WALTER GREULACH


...Para mi amigazo de siempre, Sergio Fabian Coniglio...



Se evaporaba el día en un naranja tamizado de grises. Bajo el frescor de las frondosas tipas, bordeábamos la cañada comiendo medio kilo de pan criollo recién horneado. La lluvia caída por la mañana y parte de la tarde serpenteaba rumorosa por el arroyo canalizado. Antes de doblar por la esquina de Laprida, buscamos reponernos de la larga marcha ayudados por un antiguo banco de piedra.
Suspiré hondo buscando una pizca de paciencia ante la proximidad del nuevo disparate.
—Entonces… ¿Cómo se llama la tipa esa? —le dije con ojos de resignación y una risita chueca mordida en los labios.
—Ana Luna. Vive a dos cuadras de nuestro depto, casi enfrente del observatorio. Esta re buena, preciosa. No sabes lo que es, —agregó convencido mientras suspiraba cubriéndose la cara con las manos y meneando la cabeza.
—Una luna al lado del observatorio. ¡Qué romántico? —dije conteniendo la carcajada—. ¿Hablaste con ella por lo menos?
—Aún no, para eso es que te necesito.
—¿A mí? ¿Estás loco o qué? ¿Queres que me le declare por vos? —le recriminé un poco enfadado ya.
—No, no, para un poco. Solo quiero que escribas el mejor de los poemas de amor, —me dijo, como si enfrente estuviese Pablo Neruda y no un mediocre aporreador de rimas.
—¡Ahora sí que la jodiste lindo! ¿Le vas a dar unos versos sin siquiera haber intercambiado una palabra? —De verdad mi amigo no dejaba ni un instante de sorprenderme.
—No se los voy a dar, se los voy a tirar por arriba de la reja, para que pegue en la ventana de su cuarto. A la tardecita siempre está allí.
A esa altura asumí que llevaba tiempo concibiendo el abordaje. Intenté persuadirlo de la insensatez del romántico proyecto.

—Porqué no intentas una manera más normal de relacionarte con ella, —le aconsejé tratando de espantar una molesta paloma empeñada en picotear mis zapatillas.
—Algo parecido vi en una película y creo que puede funcionar. Además tiene ojos de soñadora. Una buena poesía y caerá rendida…¡Dale che, por favor, que te cuesta! Aunque sea dame una de esas que ya tenes escritas, —imploró Fabián con una vehemencia tal que su vida misma parecía estar en juego.
Las migas que quedaron en el fondo de la bolsa, sirvieron para apartar a un costado a mi picuda admiradora. La noche emergía poderosa, comenzando a desvanecer las sombras que aun se resistían. Me levanté atravesando la vereda e insté al Romeo aquel a que apurara el tranco. Boca jugaba en unos minutos y no estaba dispuesto a ofrendar el más sublime de los entretenimientos por tan insulsa cuestión.
A seis cuadras de casa y ante su obstinación, retomamos la cuestión.
—O sea Fabiancito, le das los versos, ella los lee embriagada y después ¿qué?…Sale corriendo hacia tus brazos.
—Estoy seguro que se va a figurar quien es el que le escribe. Todos los días nos saludamos al cruzarnos. No es un simple agitar de manos, hay algo mucho más profundo, invisible. Una cosa que flota en el aire, —dijo emocionado.
Lo miré con curiosidad, temiendo que no fuese una broma la última bobería que acababa de contarme.
—¡No podes estar hablando en serio Fabián! ¿Sos o te haces? De ultima si te vas a aventurar, ponele aunque sea el nombre tuyo al poema.
—Ayer pensaba que tal vez podría invitarla a salir a algún lado para nuestra primera cita.
—¿Con qué? Si no tenes ni un mísero centavo. El giro de tus padres recién llega la semana que viene y yo estoy más seco que lengua de loro, demarqué como advirtiéndole que no contase conmigo.
—¡Que materialista, por favor! La puedo invitar a la placita para que charlemos un rato solamente. Después tendremos tiempo para salir cuando la relación se fortalezca, dijo confiado en el buen final de su singular quijotada.
Pasamos el pórtico del observatorio y cruzamos apurados a la acera de enfrente. Sabia decisión, tomada por la presencia de dos mastines marca tres palitos que nos miraban anhelantes desde la esquina del establecimiento público.
—¡Esa es la casa! exclamó mi amigo excitado, señalando una vieja y descuidada vivienda. Era de un verde pálido chapoteado por manchas marrones de humedad. Una cerca de hierro oxidado, que alguna vez fue de color negro, terminaba de darle un aspecto sombrío al castillo encantado. Fabián disminuyó el paso y con poco disimulo trató de ver la silueta de sus desvelos tras la ventana iluminada.
—¡Dale que ya va a jugar Boca, —lo apuré tomándolo del brazo. Aunque a él poco le importaba aquel partido. Su mente estaba obnubilada por la pasión. Además el muy cretino era hincha de River.


Ni una nube manchaba la pulcritud con la que se había vestido el cielo. El bruñido astro se regodeaba a sus anchas con un solo objetivo, superar el record de temperatura. Databa del 75 y era de 33 grados centígrados.
El centro internacional del odio se ubicaba en el departamento contiguo al nuestro. Así se autodenominaban los tres santiagueños que vivían allí. Cursaban medicina, bueno…estudiar es un decir, porque se la pasaban todas las noches de fiesta y en el día jugando a las cartas. Las mejores jodas que recuerde, las pasé en aquella caverna universitaria. Uno de sus exponentes, el más tranquilo, tomaba mate conmigo. Sentados al pie de la escalera le contaba entusiasmado las peripecias de mi amigo villamariense. Entre risas especulábamos sobre los posibles desenlaces de la tierna historia de amor. Fabián nos tenía acostumbrados a movidas de aquel tipo, pero una vez más ponía en jaque los límites de nuestra imaginación.. Lo que estaba por venir seria recordado como el punto más alto en su cadena de hilarantes anécdotas estudiantiles.
—¿Buen dia, como les va? —saludó Fabián. Lucia exultante, con una sonrisa tan amplia que las comisuras de los labios casi se juntaban en la nuca.
—¿Qué pasó Romeo, adonde vas? inquirió Ariel divertido.
—¡Ya tuviste que contar todo soplón! —me recriminó mi amigo con falso enojo.
—¿Me dijiste acaso que lo mantuviese en secreto? —me escudé con una lógica de vieja chismosa de conventillo.
—Bueno…está bien, quizá el centro del odio pueda ayudarme. Tengo un procedimiento alternativo por si este me falla.
—¿Adonde vas? —le pregunté, sabiendo que aquella mañana de sábado no teníamos clases por cursar.
—A la escuela, a sacar unas fotocopias de filosofía. Quien les dice que no me cruce con mi adorada luna. Luego me señaló, abriendo bien los ojos y frunciendo la nariz: —¿Tenes la poesía cabezón?
—A la vuelta te la doy, la estoy afinando —mentí. Aun no la había empezado—. ¿Cuándo se la vas a tirar?
—El lunes de tardecita, al regreso de la facu. Mejor si hay poca luz, no quiero testigos —subrayó como reconociendo el carácter delictivo de su accionar.
—¿Porqué no hoy? —preguntó Ariel loco por terminar la charla y volar a contárselo a sus dos socios del centro.
—El lunes habrá menos gente por la calle, no vaya a ser que algún curioso la cague. Bueno chicos, nos vemos. ¡No te olvides de lo mío! —me dijo como ordenándome y se perdió en la esquina. Tras suyo quedo un sendero pesado de loción y desodorante.

Puse la pava sobre el fuego y limpie el mate. Un pedazo de pan medio duro, con manteca y dulce de durazno casero, sería mi desayuno. La conserva hecha por mi vieja sabia mas deliciosa a la distancia. Saqué el cuaderno negro con mis manuscritos y pensé frustrado que además de mal escritor, no era muy prolífico que digamos. Era el mismo cuadernito que usaba desde mis épocas de secundaria.

¡Oh…luna de mis sueños!

Cuando cruzo anhelante tu vereda
Y te buscan mis ojos silenciosos
Si no logró encontrarte, ¿Qué me queda?
Solo un mar interminable de despojos


Eres luna de mi alma, luna llena
Que ilumina en las noches mis carencias
No vislumbro en el mundo alguna pena
Que pueda compararse con tu ausencia

Atardece y te busco entre tinieblas
El coraje aun no encuentro para hablarte
Mientras tanto invento mil palabras
Y le tiro monedas a mi suerte

No podrás escapar a ese futuro
Junto a mi te dibujo en bello lienzo
Hoy al fin decidí saltar el muro
Será hermoso, lo prometo, es el comienzo.

Releí la poesía que acababa de escribir. Me pareció lo bastante cursi para que fuera del agrado de una adolescente.
Fabián quedo encantado. Lo transcribió a una hoja con dibujos de angelitos y corazones rotos. Al final de la misma puso: Ana, dame tan solo una oportunidad y te bajaré el cielo y las estrellas… Fabián C., el demiurgo de tus sueños.
Sin duda el corolario perfecto para un bodrio de antología.


En aquel lunes en que se estrenaba la primavera, la tarde se dilató como nunca. El sol demoró el ocaso como queriendo disfrutar unos minutos más de la imberbe estación. Hasta las aves parecían remisas a buscar el refugio nocturno. Córdoba, verde y florida lucia esplendida, despertando bríos por doquier.
El contagioso entorno había trastornado al soñador. No dejó de hablar ni un segundo desde que salimos de la escuelita de ciencias de la información. Allí estudiábamos periodismo, o por lo menos aparentábamos hacerlo
Volvíamos más tarde que de costumbre, después de asistir a una protesta estudiantil a favor de un aumento en el presupuesto universitario. El corte de la avenida Hipólito Irigoyen, por dos horas, había provocado un fenomenal caos en el tráfico. La policía con muy buenos modales, ayudados por graciosos perritos y largas cachiporras, logró desmovilizarnos.
Enfrente de la iglesia de los capuchinos, Fabián compró algo que simulaba ser un antiguo sobre, era rosado de bordes dorados, muy feo por cierto. Colocó la oda adentro junto con una nota. En ella invitaba a la joven luna a posarse en la placita de la esquina el miércoles a las siete y treinta. Agregó además un pedazo de plomo para darle más peso al seductor proyectil.
Las santa ritas rosadas, blancas y bordó acicalaban el borde de la cañada. El pasado año habían plantado una hilera de rosales que ahora ofrendaban gustosos sus flores de un rojo casi dañino.
—Todo es perfecto, no veo como pueda fallar. ¿No te parece? —preguntó arrancándole un pétalo a una rosa, y sin esperar mi respuesta me detalló las características de la segunda cita. Sería el viernes próximo y ya con plata, la llevaría al cine a ver “Hombre mirando al sudeste”. El recién estrenado film de Subiela. A la salida un lomito con licuado de banana rubricaría la velada perfecta.
Cuando me dio una pequeña chance para hablar, exclamé en broma: —¿Porqué no le escribís pidiéndole que me presente una amiga? — y dándole un afectuoso chirlo por la cabeza agregué: — así si sale bien, engancho yo también.
—Deja de decir boludeces y repasemos el plan —dijo poniéndose serio—. Vos te paras a unos cinco metros y me haces de campana. Cuando el área este despejada tiro la carta y salimos caminando rápido… pero sin correr. ¿Esta clarito?
—¡Si capitán! —dije cuadrándome¾. Por las dudas practicá el lanzamiento, no vaya a ser que la tires a la mierda.


Y llego el miércoles… Un día normal en mi despreocupada vida de lumpen mantenido. Sin embargo para mi compinche de ruta era, y se esmero en recalcármelo, el paso más importante de su existencia.
Nos levantamos al filo de la alborada. Estaba nublado y bien fresco para ese período del año. Nuestra primera clase seria a las ocho y cuarenta y cinco, pero una gran batahola, a dos cuadras de casa, se adelantó al despertador. Una trasnochada fiesta familiar había terminado en tiroteo. Mas no fueron las detonaciones las culpables de nuestra temprana apertura ocular, sino las sirenas de la policía, ambulancias y hasta un bochinchero carro de bomberos.
Al trepar las escaleras, luego de haber chismoseado en la escena del crimen, lo miré y poniendo cara de despreocupado le dije: —Este comienzo enquilombado del día puede ser un mal presagio, yo que vos la pienso mejor.
—El destino lo construye cada uno, no creo en señales, no me jodas .
Me di cuentas de lo embalado que estaba, nada lo haría desistir de su lanzamiento al anochecer.
Antes de meterme al baño le pedí que cuidara la pava que estaba sobre la hornalla. Necesitaba despejarme y una ducha fría ayudaría. Un persistente dolor de cabeza me tenia de muy mal humor.
—¡Hoy puede ser un gran día cabezón! —le alcancé a escuchar mientras me desvestía.
La jornada fue monótona y aburrida. Regresamos al barrio pasadas las seis y cuarto de la tarde. Mientras Fabián se acicalaba para la cita, crucé a charlar con los vecinos santiagueños. Estaban más interesados que yo en saber si la luna aparecería aquella noche. Los invité a seguir el novelesco encuentro desde el ventanal de mi living, pero dijeron que tendrían mejor vista desde el techo. Allí no había árboles que molestasen.
Las apuestas estaban tres a uno a que la joven no se presentaría al invite de mi amigo. Dándole crédito a mis dotes de poeta yo jugué un billete de mil pesos por el si.
—¡Suerte y con todo Fabiancito! Le di fuerzas al topármelo en la entrada de casa. Eran las siete y treinta y cinco, lo noté nervioso y agitado.
—¿Voy o no voy? —inquirió como esperando mi respuesta negativa.
Como oportunidades pasadas se había arrepentido en la instancia final. Bajo otras circunstancias le hubiese aconsejado que dejase de pelotudear y se quedase tranquilo adentro.
—Trabaje toda una mañana en la poesía, ahora no podes echarte atrás —dije enojado.
Le di un empujón que lo puso a marchar por la vereda rumbo a la mentada plaza. Llevaba puesta una camisa gris con líneas transversales rosadas. Un vaquero Levis remataba en unas topper celestes con suela negra.
—¡Vamos caballo! —musité bajito y al mirar la luna que se desprendía de árboles y edificios irrumpiendo en el firmamento limpia y soberana, me entró un sentimiento contradictorio. Por un lado deseaba que todo llegase a buen término por el bien de mi mejor amigo… y de mi bolsillo. Por el otro, no quería imaginarme lo insoportable que se pondría en los próximos días si tenía éxito.
Subí a los saltos y abrí la puerta de un manotón. Arrimé un cómodo sillón frente a la ventana indicada y encendí un Camel. Me senté expectante, como si las cortinas del Colón estuviesen a punto de correrse. Unos pasos acelerados en el techo captaron mi atención. Me imaginé a los integrantes del C.E.O atrapados por la misma curiosidad que me tenia inmovilizado y pegado al cristal.
Las paredes marrón claro del galpón de empaques de enfrente contrastaban con la oscura silueta que se desplazaba temerosa. Dos murciélagos pasaron aleteando a centímetros de él, pero ni se inmutó. La vista fija buscando el anhelado astro en algún recodo de la plaza. El corazón en loco repiqueteo.
Me encontraba inventando aritos con las volutas de humo cuando vi a unas furtivas sombras desaparecer tras los árboles. Supuse que estarían ocultas solo un momento, emergiendo luego para seguir sus rumbos. Nada se movió, me figuré una emboscada. ¿Ladrones?
El falso poeta se hallaba a media cuadra y por su paso constante deduje que no tenía ni idea que lo estaban asechando. Abrí violentamente la ventana y largué un desesperado grito de advertencia.
Demasiado tarde. Pasó corriendo como un poseído. Atrás de él, cuatro hombres lo perseguían, acribillándole con los epítetos más groseros. En el techo el centro del odio bullía de excitación. Gritos de aliento se mezclaban con fuertes risotadas. La cuestión no era para nada graciosa. Los tipos esos parecían estar realmente rabiosos. Aun no conocía la causa, aunque intuía alguna relación con la vecina luna.
El tropel en las escaleras me indicó que en segundos seria testigo de una masacre. Saque el seguro y abrí la puerta. Fabián pasó suspirando como un tornado. Cerré rápidamente con llave y alcancé a preguntarle qué pasaba.
—¡Como carajos voy a saber yo lo que pasa! —contestó agitadísimo mientras se perdía por la salida que daba al patiecito trasero.
La segunda pregunta se me quedó atragantada en la campanita. Estaban a punto de derrumbar la puerta. No veía escapatoria. A no ser que me arrojase volando hacia la calle ubicada tres metros abajo. Busqué al causante del presente alboroto. No aparecía por ningún lado. Mire la vereda, esperando encontrarlo quebrado y nada. Se había evaporado de un modo magistral, dejándome de regalo cuatro hermosos gorilas.
—Debe haber un error, todo esto no tiene sentido —me dije intentando serenarme a la vez que giraba el picaporte.
—¿Dónde está el maldito degenerado ese —gritó un urso como de dos metros y medio. El aliento a ajo y alcohol me golpeó más que sus palabras.
—Perdón, no sé de qué está hablando ¿Quién es usted? —dije en un tono que me sonó marcadamente amanerado.
—¡No te hagas el estúpido nenito! Soy el hermano de Ana Luna. Sabemos que aquí vive el violador del Barrio Observatorio, él que manda mensajes a sus víctimas.
Nunca pensé que en una situación de pánico total pudiese esbozar una sonrisa. King Kong debe haber considerado que me burlaba de él. Le pegó un puñetazo a la puerta dejando una marca que por meses seria el diario recordatorio del mal momento vivido..
—No está aquí señor, se lo aseguro. Pasó corriendo y desapareció por la puerta trasera. Habrá saltado a la calle.
—Aja, si, además de depravado es el hombre nuclear, ¿nos viste cara de idiotas? —dijo el petiso ubicado detrás del gigante. Quien resultó ser el papá de todos.
Revisen la casa y si lo encuentran lo muelen a palos —ordenó y apoyándome una mano en el pecho agregó: —Vos te quedas tranquilito, a ver si cobras también. Quién sabe si no sos otro maniático.
No hubo caso, el terrible depredador sexual se había escapado. Dieron vuelta dos o tres veces el departamento, fijándose hasta en las alacenas de la cocina.
Ya más confiado en que sobreviviría el encuentro, traté de explicarle al enano el malentendido. Pese a la orden de que cerrara la boca, seguí desarrollándole el plan del poeta fugitivo. Al final pareció convencerse porque no paró de reír mientras le contaba la ridícula confusión a sus vástagos.
—Por ahora te creo, pero si estas mintiendo volvemos por él y vos tendrás lo tuyo pibito. Antes de comenzar a descender las escaleras agregó: —Después me contás donde mierda se escondió el valiente ese.
Un suspiro largo y fino cayó de mis labios. Los vi alejarse por la vereda del galpón. A los empujones y carcajadas iban comentando el curioso acontecimiento.
Quizás los santiagueños supiesen algo de la suerte de mi desventurado compañero. Como sea la anécdota recién vivida me quemaba los labios. Tenía que contárselas sin demoras a alguien.
—Lo tenemos aquí —dijo Ariel sonriendo y en voz baja—. Está escondido con llave en el ropero de mi cuarto.
—Déjenlo un rato allí para que aprenda —les pedí. No me imaginé que lo mantendrían encerrado por cuatro horas más.

La brisa fresca aromada por jazmines acarició mi rostro. Agarré Río Negro y enfilé al kiosco del turco Amín. El gráfico nuevo estaba esperándome. Me topé con uno de los hermanos gánsters, compraba le edición vespertina del diario Córdoba. Me saludó amistosamente señalándome uno de los titulares de primera plana. “Agarraron al violador de las notitas del Barrio Observatorio”. Pensé, muriéndome de risa, en lo equivocados que estaban, pues en aquel momento el peligroso criminal estaba en un oscuro ropero.
Unas damas de noche ahorcaban el tronco de un paraiso tras el kiosco. Me quedé unos instantes disfrutando de las lindas flores blancas. Volví a la acera y emprendí la vuelta tranquilamente, sin quererlo empecé a silbar cambalache. Arriba la luna alumbraba con ganas. No les miento si les digo que creí ver en su plateada faz una tímida sonrisa.

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