24/11/08

EL ULTIMO VIAJE DEL GRINGO JULIAN


Walter greulach


Los árboles y postes de luz pasan como espectros, opacando intermitentemente el extenso campo. Algunas vacas negras con blanco matizan, a lo lejos, el aburrido paisaje. El cielo limpio, interminable, parece profundizar un creciente sentimiento de desprotección.
El colectivero escucha a todo volumen, en una emisora de la zona, el panorama informativo del mediodía. La furia del mercado parece haberle puesto un punto final a esta etapa del capitalismo moderno. Caen estrepitosamente las bolsas y los especuladores se suicidan en masa. La presidenta argentina nos da otro mensaje en su papel de maestra ciruela. Boca y River siguen sin dar pie con bola. A mí, hoy, me da todo igual. Tengo puesto el piloto automático y ando sin ánimo para desactivarlo. Vuelvo a mis pagos, realizando el mismo ritual de las pasadas tres décadas. Compartir la navidad con mis padres y hermanas. El viaje de diecisiete horas entre Córdoba y el sur de Mendoza es desgastante. Cada parada en estos pueblitos polvorientos y chatos se me hace interminable.
Me pongo a ojear entonces una revista seudocientífica, buscando algo que aleje de mi cabeza los pensamientos negativos. El articulo trata sobre el poder insospechado de nuestra mente. El tema es tocado con un sensacionalismo repugnante. Al menos, ancla mi memoria a acontecimientos asombrosos de los que fui participe allá por la mitad de los años ochenta.


¿Cuándo empezó todo? En que puntual instante mi antiguo amigo lanzó el tema al aire, iniciando la sorprendente historia.
 Entorno los párpados y veinticuatro años después, intento rehacer tiempo y lugar.
No sé porque me figuro un día lluvioso. La ciudad se sumergía en un gris que resaltaba su carácter colonial. Un crepúsculo de esos en que, hastiados de tantos discursos académicos, nos refugiábamos en las penumbras del café Nostalgias. El puñado de universitarios, desparramados en nueve o diez mesas, consumían un cortado o quizás una cerveza con maníes compartidos. En la esquina, recostando las sillas contra la pared, me encontraba exclusivamente acompañado por Julián. Observábamos amodorrados, cuando la humareda de los cigarrillos lo permitían, los barbados pelilargos que entraban y salían del local. Nuestra soledad era protegida por el pestilente aroma del tabaco que acostumbraba fumar el gringo. Hacía mucho frio, lo discierno en el recuerdo. Debo haber estado usando la baqueteada camperita de jean. Una que estaba forrada con corderito, era además la única que poseía. A él lo concibo con uno de sus gastados y ceñidos pulóveres Bariloche. A veces pensaba que su hermano más pequeño le cedía la ropa que el ya no quería.


Mi amigo estudiaba Filosofía. Nos conocimos dos años antes en una marcha de protesta con toma de rectorado incluida. Creo que fue en contra de la infausta ley de obediencia debida. Desde el primer encuentro, me subyugó su excelencia en el arte de la oratoria. Un hecho simple e intrascendente, lo transformaba en un suceso extraordinario. Hallaba la esencia misma de las cosas y terminaba disfrazando de colores algo que, para nuestros sentidos, estaba en blanco y negro. Con el tiempo nos hicimos compinches inseparables.


Llevaríamos unos cuarenta minutos en el café, cuando nos enfrascamos en una de nuestras acaloradas discusiones. Tres noches atrás habíamos visto “El hombre de la esquina rosada” en el cine club de la universidad. Para Julián la película sobrepasaba en calidad al relato de Borges. A mí, devoto admirador del genio ciego, su acotación me pareció un verdadero sacrilegio. Cuando mi interlocutor vio que mi enojo superaba la lógica y no estando dispuesto a inmolarse por una causa que no le interesaba, señaló la pared del costado y cambiando el tema dijo: —Te quería contar que anoche realice al fin mi primer viaje.
Lo observé confundido, aunque ya presentía por donde venia la nueva conversación. Tenía ganas de seguir reivindicando al ginebrino, pero al fin recapacité y acepte el gong que clausuraba el round. A veces el gringo decía cosas que me sacaban de balance solo para estudiar, sicológicamente decía el cretino, mis apasionadas reacciones.
—¿Un viaje adonde —le pregunte, echándole un vistazo a la foto de cierto lugar en Italia que me estaba apuntando. Lamentablemente, sabía que en aquel momento había comenzado a hablar en serio.
—Me teletransporté afuera de la pensión —dijo observando el afiche, mientras de reojo sopesaba mi expresión de asombro—. Pude llegar a la esquina de Colón y Vélez Sarfield. ¡No te imaginas lo fantástico que fue Mocha!, ves todo desde arriba, como si flotaras sobre los arboles. Eso sí, necesito practicar muchísimo, debo mejorar la técnica. Mi desplazamiento es muy lento, no escucho ningún tipo de sonidos y no puedo sobrepasar los diez minutos de concentración.
—¡Parala gringo! —lo corté en seco, haciéndole señas con la mano derecha para que se desacelerase un poco—. ¡Me tenes podrido con esa huevonada tuya de la tele-transportación! Desde que leiste el librito ese, hace más de un año, no has parado de joder. Aflojale che o vas a terminar loco. Me tienen preocupado tus incoherencias.
—¡Es verdad mocha, hasta el mismo centro de la ciudad llegué! —agregó con ojos tristes y cara de incomprendido.
—Escuchame bien —lo amenacé fastidiado—, si queres que nuestra amistad dure, para con estas idioteces. O por lo menos no me las cuentes a mí. ¿Cómo una persona tan brillante se pone a pelotudear con estas cosas?, no te entiendo.
Recuerdo haberme levantado y abandonar el Nostalgias sin siquiera despedirme. Afuera ya no llovía. La luna se sacudía las últimas gotas contenta de no tener que soportar más a las molestas nubes. Iba trotando por Obispo Trejo buscando entrar en calor. Mientras esquivaba charcos, trataba de alejar la mufa que aquella conversación habría inyectado en mi humanidad.


En Venado Tuerto desciendo buscando estirar las piernas y achicar la vejiga. Un tentador pebete de jamón y queso me mira solitario dentro de una campana de vidrio. Me siento en la barra del restaurant y lo acompaño con una fanta bien fría. Tengo veinte minutos antes de que arranque el ómnibus nuevamente. Inspecciono el antiguo salón. En las paredes varios carteles anunciando carreras de toros en Madrid se mezclan con posters de viejas películas mudas. Cuatro cabezas de ciervo adornan las esquinas. Arriba de la puerta de entrada, una estantería con trofeos baratos parece estar a punto de caerse. El chofer del colectivo, junto a cinco o seis pasajeros, miran el partido adelantado de la fecha. River y un cuadro con casaca verde y negra
Ahora una señora gorda, embutida en un vestido negro con rosa se acomoda en un taburete a mi izquierda. Ordena dos sándwiches de mortadela con queso y una coca de dos litros. No sé porque me incomoda su presencia. Bajo la vista dejándola anclada en las sucias baldosas amarillas. Los antiguos recuerdos se arremolinan y se filtran por el fino tapiz de mi memoria.
Posteriormente a lo del café, al gringo comencé a verlo esporádicamente. Me lo cruzaba, muy de vez en cuando, en algún mitin político o en una peña folclórica. Andaba parco y retraído. Iba a buscarlo a la pensión y siempre se las ingeniaba para esquivarme. Huía de mi sin disimulo. Me dolía su ausencia y después de tres o cuatro meses no aguante mas y decidí enfrentarlo.
Una tardecita insulsa de domingo lo encontré al lado de la cañada. En un barcito de poca monta. Me expresó compungido que sentía miedo y vergüenza de juntarse conmigo.
—Solo cuando pueda demostrarte que no estoy pirado. Que lo de mis travesías mentales, de las cuales sos el único informado, no son inventos de un lunático. Solo entonces volveremos a ser amigos. No soporto tu mirada de desaprobación y de lastima. ¡Te ruego por favor, no me busques mas Mocha! —dijo casi sollozando.
Al pasar cerca de mí, me palmeó cariñosamente la espalda. Lo vi alejarse lentamente, se iba apoyando en los bordes de piedra del arroyo encauzado, como si le costara un mundo caminar. Pensé en pedirle perdón y mentirle que le creía, pera las garras de la razón me mantuvieron estático. El único movimiento fue la sincera lágrima que surcó mi mejilla.
Esquirlas oscuras, aquel ocaso más negras que nunca, pulverizaban los postreros reflejos del sol. Sentí frio, como si una cobija húmeda y helada me cubriese. La lúgubre idea de que no lo vería más despeinó mi mente. El destino, en una forma que nunca imaginé, se encargaría de demostrarme lo contrario…


La hilera de frutales marcaba el límite norte de la chacra. El camino de tierra llamado Línea de los palos corría paralela a ella. En un verano opresivo, cosechábamos junto a mi padre los postreros membrillos aun sujetos a las plantas. No discierno día ni hora, solo el calor y la humedad asfixiante. Metía las frutas que caían, golpeados por la vara que manejaba mi viejo, en una bolsa de arpillera. Recuerdo haber levantado instintivamente la cabeza para observar la figura que se insinuaba en el ceniciento horizonte. Creí que el sol me jugaba una broma. Pestañé con fuerza y mantuve los ojos cerrados por unos segundos. Al abrirlos, aquella persona se había acercado lo suficiente como para no dejarme la mínima duda. Era el gringo Julián, encorsetado en una remera a rayas blancas y rojas. Los jeans que usaba no se decidían a ser pantalones o bermudas. Se detuvo a unos siete metros y levantó la mano realizando el clásico saludo trosco de triunfo que tanto le divertía.
—¿Qué carajo haces acá? —exclamé lleno de júbilo, pensando que, como el año anterior, venía a pasar la semana final de las vacaciones con nosotros—. De saber que llegabas te hubiésemos ido a buscar al almacén de lo Mina. No tenias que caminar más de dos kilómetros. —agregué y abrí con ímpetu la tranquera para salir a su encuentro.
—¿Con quién hablas? Preguntó extrañado mi papa.
Le iba a contestar cuando caí en cuenta que no había nadie allí. Salí corriendo y me detuve en el medio del camino. Mi vista realizó un desesperado giro de 360 grados. No encontré ni el más insignificante rastro de mi amigo. Me refugié entonces bajo la sombra de un gigantesco roble, tratando de enfriar mi alucinada cabeza.
—Primera vez que sufro un espejismo. Me pareció ver al gringo caminando por la línea de los palos —le confié sonriendo confundido a mi viejo.


La terminal de ómnibus de Mendoza es amplia y cómoda. Un adefesio de cemento y metal construido para el mundial 78. Empiezo la rutina anual de recorrerla de punta a punta. Siempre localizo algún puestito en el que venden porquerías de lo más interesantes. En un kiosco compro el libro de oro de Paturuzú. Se lo llevo a la vieja, le encanta. Me acomodo en un banco con respaldo alto y aprisiono mi equipaje entre los pies. En eso una pobre anciana con un parche en el ojo se acerca a pedirme plata. Tengo únicamente un billete de cien pesos, pero siento la acuciante necesidad de darle algo. No soy bondadoso pero la mujer me inspira lastima. Los dos dólares que guardo doblados en ocho en el portafolio me salvan. Mi otrora talismán se transforma en una pírrica limosna.
Desando aburrido los setenta y cinco minutos que le insumirá arribar al empalme del sur. El bueno de Upa se ha metido en problemas con unos mafiosos y Patora junto a Paturuzú se las ven negras para ayudarlo. El pobre panzón sufre un atentado y queda inconsciente por un largo tiempo, inconsciente… como Julián.


Después de aquellas jornadas en la finca, retorné a Córdoba a terminar de cursar el último año de mi carrera. Iba decidido a reconciliarme con el gringo. Hacer oídos sordos a todas las sandeces que me contara, y hasta decirle, si era necesario, que creía en sus ridículas fantasías. En fin recuperar, a como diera lugar, al que había sido mi gran compañero en tierras mediterráneas.
Lo encontré en el lugar menos deseado, el Hospital San Roque. El bondi me dejó a cinco cuadras y un maldito viento se ensañó con mi humanidad, llenándome los ojos de tierra y enmarañando mi pelo. Ingresé atontado al aséptico edificio, nunca me agradaron ni los cementerios, ni los hospitales. Solo con entrar ya me deprimo.
El Ñato me esperaba afuera del cuarto. Debía estar muy afectado por el coma de su hermano. Más de una vez me comentó que Julián era la persona a la que él más admiraba.
—¿Qué pasó Ñato? —lo interrogué apoyando mis manos sobre sus hombros.
—Ni los doctores pueden explicarnos la causa. Doña Lidia, la dueña del inquilinato, lo halló desvanecido el martes por la tarde. Quien sabe cuánto tiempo llevaría así —dijo con los ojos rojos, vacios de llanto.
—Pero…¿cómo puede ser? ¿Se sentía mal? ¿Cuándo lo viste por última vez? —Las preguntas brotaban a borbotones.
—Estuve con mi hermano el viernes por la noche. Lo invite a comer una pizza y terminamos la velada en el cine. Su comportamiento estos últimos meses era realmente extraño. Vos lo sabes mejor que nadie Mocha, lo hablamos tantas veces. Casi había abandonado los estudios. No quería hablar con nadie y permanecía por días encerrado en su piecita. Aunque debo decirte que esa noche lo vi contento, entusiasmadísimo con un viaje que iba a emprender. Me dijo que no tenía idea cuando volvería, que el sueño de toda su vida estaba a punto de realizarse. ¿Sabés de lo que estaba hablando?
No me animé a decirle que conocía su desquiciada obsesión, la de tele-transportarse a distintos puntos del planeta. Comprendí que solo yo sabia la historia verdadera y me sentí halagado por ello. Como sea, dentro de su insipiente locura, el gringo había depositado toda su confianza en mí y no pensaba defraudarlo.
—No tengo la menor idea. Teníamos muy poco contacto últimamente —mentí, sin mirarlo a los ojos. Cambiando rápidamente de tema le pregunté sobre lo que decían los médicos.
—Es un caso rarísimo. Física y cerebralmente está perfecto. Los órganos mantienen intactas todas sus funciones. No hay causa visible que explique lo sucedido y lo más triste es que no hallan la forma de reanimarlo.
Me quedé al lado de su cama como por tres horas. Le hablé de mis días pasados en el sur, del cariño que mis padres le tenían, de los partidos de bochas, del truco y los asados. Lo conminé a no fallarnos las próximas fiestas. Le conté sobre una película de Bergman que a él le encantaba y que al fin había visto.
En el momento en que sus padres aparecieron, la luna acababa de acomodarse en la esquina de la ventana. Los saludé emocionado, reconfortándolos con la idea de que pronto volvería en sí.
—Hagan de cuenta que se ha ido de viaje y no tardará en regresar —acoté, sorprendiéndome por las palabras que había usado en la expresión.
Me acuerdo que antes de marcharme me acerqué al oído del convaleciente y le susurré una mentira piadosa mientras lo tomaba de la mano: —Te creo gringo, ¡volvé pronto por favor!
El Ñato me acercó en su auto a la pensión. Segundos antes de despedirse me indagó sobre la última vez que hablé con su hermano.
—Como dos meses atrás —le indiqué, recordando el barcito de la cañada.
—Qué raro, me dijo que te había visitado hace como semana y media.


Veinte y tantos años transcurrieron desde mi primer ingreso al San Roque. Las visitas se repitieron periódicamente. Al principio tres o cuatro veces al año. A lo último, solo me presentaba días antes de viajar al sur para las fiestas. Olvidé poco a poco lo de los viajes mentales del gringo, desechando aquella pequeña y estúpida esperanza que nació tras el comentario del Ñato. Con el tiempo, la alucinada expectativa de ver su imagen caminando por allí se fue diluyendo. Volvió a instalarse lo del espejismo como explicación valida y racional de aquel lejano suceso.
Su cerebro permanecía intacto, pero su cuerpo se deterioraba aceleradamente. En diciembre pasado fue solo un esqueleto lo que encontré abandonado en la cama. Dos días más tarde mi entrañable amigo fallecía de un paro cardio- respiratorio.


El vehículo rojo y blanco de la empresa T.A.C aparece por la entrada sur de la terminal. Me sumo a la cola que aguarda en la parada 34. El changarín me pide la valija, le digo que no se preocupe que la voy a llevar conmigo, arriba. Me ubico en la primera fila, asiento numero tres. Si sucede un accidente, seguro que no me salvo, pero la vista es estupenda. Vista de que, pienso divertido, preparándome a recorrer los doscientos sesenta kilómetros de desierto que separan el valle del rio Atuel con el del Diamante.
Inclino el respaldo para descansar. Trato de relajarme, evadirme de la historia de Julian. Cerrar ese triste capitulo que tanto me agobia. Quiero pensar en los frutales olorosos, en los lagos del sur, en la risa de mis sobrinos, en los rostros nobles y hermosos de mis padres… No puedo, la imagen del cuerpo inerte del gringo en su ataúd, acompañado por un coro de lastimeros llantos, me acompañan las siguientes cuatro horas de viaje.


—¡Hola hijito! —dice la Mirta dándome un besote divino—. ¿Cómo estuvo el viaje?
—Pesado, interminable, bah…como siempre —me quejo, mientras saludo al viejo que nos espera dentro del leal Peugeot 404.
—¡Pobre gringo! ¿Cómo quedaron sus padres? —pregunta mi mama poniendo cara de melodrama.
—Mal, pero no tanto, ya se habían hecho a la idea. Sin dudas, ha sido lo mejor, daba pena verlo tan pálido. Un saco de huesos.
Atravesamos el puente sobre el rio, hacía rato que no lo veía tan crecido. Debe haber llovido bastante por estos días. Cargamos nafta en lo Lozano y al pasar frente al aero club pregunto: —¿Novedades Mami?
Al instante comprendo el groso error. Comienza a darme las necrológicas de todo el año. Tres tíos menos, un par de vecinos y un puñado de gente de la que no me acuerdo, o ni siquiera conozco. Mi padre suelta una carcajada y acota que ahora, para formar una buena mesa de truco, hay más jugadores arriba que abajo.
¡Ahh nene! —exclama la vieja interrumpiendo sus noticias mortuorias—. Dice la Maria que ayer, cuando estábamos en el pueblo con tu papa, vino a visitarte un señor.
—¿A mí? ¿Un señor? ¿Dejó dicho como se llamaba? —interrogo ansioso.
—No, pero contó que volvía al país después de mucho tiempo y que te conocía de la primera época en Córdoba. Que tenía muchas ganas de verte así podrían ponerse al día en tantas cosas.
Supe, sin dudas, que se trataba del Tito Sauca. Estudiamos juntos, después se fue a vivir a Alemania. Manteníamos correspondencia y vivía amenazándome con visitarme en cualquier momento.
—Al final el Tito se decidió a venir, —dije contento—. Ya van a ver que aparato es el tipo ese.
—Dijo que esta tardecita iba a volver, ¿no vieja? —agregó papa al mismo tiempo que le daba bocinazos a una vaca que había instalado su dormitorio en el medio del camino.


Una fragancia de eucaliptus y aromos narcotiza el aire. La luz del día se evapora disimuladamente. El ulular de palomas apenas inquieta al silencio. Mi hermana moja el patio con una regadera desvencijada. Tres gatitos hechos un ovillo, juegan bajo la joven higuera. Me siento plácidamente, apuntando el sillón de esterilla hacia la larga entrada. Bordeada de frondosos nogales, termina como a trescientos metros en una gran puerta blanca de algarrobo. Me pregunto si el Tito habrá alquilado un auto y si vendrá con su familia. ¡Cuánto tiempo que no lo veo! ¿Se habrá enterado de la muerta de Julián?
Abro “El viejo y el mar” decidido a leerlo por tercera vez. Me fascina Hemingway. En la distancia una villalonga distrae mi atención, va tirada por un matungo blanco y deja una espesa cortina de polvo a su paso. Miro sin interés como la tranquera va desapareciendo entre la polvareda.
—¿No era que iban a asfaltar la Línea de los palos esta primavera? —interrogo a mi hermana, pero está lejos y no escucha.
De repente entre la nube de tierra se vislumbra una silueta. Camina con pausa, como juntando fuerzas a cada paso. Entrecierro los ojos tratando de visualizar su rostro. ¿Sera el Tito? ¿Será Valerio, el ayudante de papa? Aunque siempre anda en bicicleta.
Como a ciento cincuenta metros logro reconocerlo. El corazón taladra dolorosamente en mi tórax. Con vehemencia junto aire en mis pulmones y me levanto de tal forma que tiro la mecedora al diablo. Corro jubiloso buscado su abrazo. Esta vez no hay humedad, ni sol asesino. Esta vez no hay espejismo posible…

1 comentario:

Laurene dijo...

Walter: te gusta Bergman?

me gustó Persona, Morangos Silvestres, Cenas de um Casamento.

Não gostei de A Infiel, roteiro adaptado.