17/10/09

UNA NOCHE EN JAIME PRATS




Walter Greulach

La noche recién estrenada destilaba aromas de jazmines. El monótono croar de los sapos, agrupados en la hijuela, ralentizaba el discurrir del tiempo. Arriba la cúpula infinita, tapizada con trillones de estrellas, enmarcaba un exuberante teatro colmado de paz y armonía.
Tirados panza arriba, en el centro de las cuatro hectáreas de tierna alfalfa, observaban deslumbrados la vía láctea. Un sinnúmero de luciérnagas iluminaban el campo verde.
—¿De que estrella era que venian la gente del cuento del otro día? —preguntó Ceci, mientras levantaba su piernita regordeta como intentando tocar, con la punta de los dedos, la cruz del sur.
—De la estrella Alfa Centauro —mintió Walter, señalándole un punto blanco a la derecha de las tres Marías.
—¿Tardan mucho en llegar hasta aquí? —volvió a inquirir la niñita.
—Cuatro años y siete días, volando a la velocidad de la luz —le contestó el muchacho, a quien le fascinaba dibujar en la mente virgen de su hermana, historias asombrosas de ovnis y extraterrestres.
La pequeña se quedó pensando un momento. En su cabeza no podía concebir semejante distancia. Para ella, el gran viaje era desde su pueblo hasta San Rafael y este insumía una larguísima hora en el Peugeot 404 de su papito.
—¿Y…son buenos? —dijo la criatura, solo para no cortar el hilo de la conversación.
—Sí, vienen a ayudarnos y a enseñarnos un montón de cosas.
—¿Me pueden ayudar con los deberes de la escuela?
Walter largó la carcajada y le plantó un beso en la frente. Lo enternecía su dulce inocencia. Ella creía a rajatabla todo lo que el hermano mayor le contaba. Los padres, más de una vez, habían reprendido al inventor, conminándolo a terminar con las historias que tanto agradaban a la niña.

La luna acababa de escalar la precordillera, dándole un baño plateado a las escarchadas laderas. Una bandada de murciélagos opacó el cielo por unos instantes.
Ceci volvió a la carga.
—¿Podré conocerlos algún día?
—¡Seguro! —exclamó Walter al mismo tiempo que se ponía de pie.— Cuando los veas, mandale saludos míos… Ahora vámonos, el arroz saltado de mamá ya debe estar listo y a papá no le gusta que lo hagamos esperar, además me muero por ir al baño —agregó el fabulador y salió al trote rumbo al rancho.

A lo lejos, un sol de noche iluminaba la difusa silueta de la madre tras la ventana de la cocina. El padre, sentado en una reposera de paja tejida, escuchaba por radio Río Atuel una vieja canción de Charles Aznabur.
Ceci se sacó los brotes de alfalfa que adornaban su cuerpo y comenzó a caminar sin apuro. De repente la intrigó el absoluto silencio que reinaba. Ni una rana, ni el ladrido de un perro, ni siquiera el chirrido de un murciélago. Se acercó al canal de riego para investigar que sucedía con los batracios. En ese momento, algo tras la tupida alameda acaparó su atención…

Quince minutos después, Walter desde la puerta de casa la llamaba a los gritos.
—¡Apurate Ceci, la comida se está enfriando!
Como a cien metros, la nena venia corriendo excitadísima.
— ¡ Los vi! —dijo riendo loca de alegría.— Bajaron en la finca abandonada de al lado.
— ¿ Quienes? —preguntó el adolescente confundido con la emoción de su hermana.
—Los et, son hermosos, altos, grises, con ojos chinos y con el pelo largo y blanco —dijo dando pequeños saltitos, con las pupilas encendidas.
—Aja, mira que bueno —afirmó Walter sin intención de continuar aquella charla.
—Lo que me faltaba —pensó el joven,— que me venga una nenita de seis años con historias de alienígenas a mi.
—Me dijeron que vuelven mañana y nos llevan a dar una vueltita en el plato volador. Vos queres ir, ¿no? —indagó entusiasmada Cecilia.
—Seguro, mientras no sea muy largo el viaje —dijo Walter socarrónamente y agregó:— Ahora andá a lavarte las manos, hay una vela encendida en el baño.
—Mañana a la misma hora, cruzando el canal —insistió la niña aplaudiendo mientras corría rumbo al lavabo.
—No le vayas a hablar a los papis sobre esa historia —le alcanzó a decir el muchacho antes de que desapareciera de su vista. No estaba dispuesto a recibir un reto gratuito por parte de sus progenitores.

La luna posada sobre los álamos, observaba curiosa el cono incandescente. El objeto, que emitía luces multicolores, pareció suspenderse unos segundos sobre la chacra desierta, situada tres Km. al sur del pueblito de Jaime Prats, en la provincia de Mendoza. Luego se elevó verticalmente, deteniéndose otra vez, para entonces sí, desaparecer en un pestañar de ojos.

4 comentarios:

Walter G. Greulach dijo...

Este relato es autobiografico. Aunque el final es ficción. Un abrazo para todos...W.G.G

Juan Carlos Eberhardt dijo...

no digas que vos....sos uno de los tantos que tenemos trato con extraterrestres ,no le contemos a nadie , un abrazo

Ender dijo...

Suave y tierno relato, que pena que el final sea de ficción, hubiera sido perfecto.

Unknown dijo...

Que tal walter como estas. Un abrazo y desde hoy tr estare leyendo seguido...MAnuel