3/2/11
Motivación
Walter G Greulach
Sucedió al filo de la navidad, cuando recién comenzaba a trabajar como beach attendant en el National Hotel tras dos años sabáticos. Gracias al apoyo financiero de Daniela, mi esposa, terminaba de publicar “El guionista de Dios…¿o del Diablo?”, mi primera obra. Por veintitrés meses la paranaense había sido el único sustento de nuestro hogar. Tiempo que me llevó escoger y pulir los catorce cuentos de aquel desvirgue literario.
Llegó pateando arena desde el sur. Enfundado en una bermuda roja con bolsillos amarillos, unas ojotas verde amarelo con el escudito de Brasil y una camisa hawaiana negra con rosado. Traía un bolso con la cinta de vuelo aun en la manija y tarareaba I feel good de James Brown. El pequeño gorro de lana no alcanzaba a ocultar una desgreñada melena rubia. Pisaría los cincuenta, las canas punteaban en una barba rala que suavizaba las arrugas de un rostro curtido por el sol.
Los ojos miel se fijaron por unos segundos en la ruidosa banderita, que con una gran N en blanco, flameaba sobre la cúpula de nuestra caseta.
—¿Me podrían ofrendar un vaso de agua fría, si no es mucha molestia? —dijo en un inglés sin acentos mientras se sacaba el gorro haciéndonos una reverencia.
Tras dos tragos saboreados como si se tratase del vino más exquisito, observó con curiosidad la portada de un ejemplar del guionista. Se hallaba en el estante con los bloqueadores solares y era mi costumbre prestárselo a los turistas latinos que (algunos pocos), incautamente, terminaban comprándolo.
—¡Hermoso dibujo! —nos dijo.
Las primeras sombras de los hoteles que bordean Collins acariciaban nuestro bunquer y circulaba una húmeda brisa.
—¿Puedo verlo?
Se entabló así una fluida conversación que derivó en la presentación de desconocido.
—Soy James Burghers, artista poeta y loco —agregó riéndose a la vez que me brindaba un folletín con pinturas y poemas de su supuesta última exposición en Nueva York.
—¿Anda de vacaciones? —pregunté, percatándome que a esa altura era yo su único interlocutor. El polaco Tomaz se había marchado y Manuel Paulino había comenzado a recoger las toallas y desenterrar las sombrillas.
—Un poco si, un poco no. Además de salir de aquella rutina que me agobia, durante estos días realizaré lo que yo llamo un estudio motivacional de campo. En ese momento es cuando encuentro mi vocación para escribir y pintar.
—¿Aquí en Miami? —inquirí mientras le hacía señas a Many de que ya iba a ayudarlo.
—Si, en la playa y con los homeless de South Beach —dijo apuntando a Pete, Scott, el nica y otros vagabundos desperdigados sobre la arena, bajo la línea de palmeras que bordea la pasarela de madera.
—¿Va a pintar sobre ellos? —dije cada vez más intrigado.
—No tanto pintar como escribir. Para esto necesito vivir un par de semanas en ese ambiente. Hablar, dormir, comer…en síntesis convivir con ellos.
—Muy interesante —acoté y comencé a despedirme. Mi colega ya me miraba acusadoramente, parado con los brazos en jarra a la orilla de una pila de reposeras.
—Hasta pronto James, por lo que veo nos veremos bastante seguido.
—No lo dudes…solo quería pedirte que mantengas mi identidad en secreto. Quiero que todos me consideren un homeless verdadero. Es vital para que llegue a buen puerto mi proyecto.
Lo observé retirarse para el lado en que descansaban los sin casa, tarareaba el rock del reloj. Miré el folleto que me había regalado y no encontré ni una foto que certificara su identidad. Algo no me cerraba en aquella historia. ¿Qué hacia un tipo adinerado, con familia, a miles de kilómetros de su hogar y a punto de pasarse dos semanas a la intemperie con gente desconocida? Esperaba que el tiempo me diera la razón, había algo bien raro en todo aquello…
En las jornadas subsiguientes lo vimos caminando de un lado a otro por la playa, siempre bajo las palmeras. Haciendo migas con los vagabundos y en más de una ocasión sirviendo de árbitro entre las disputas de los asociales. Se lo solía ver durmiendo una noche con cada grupo, en una relación salomónica. De vez en cuando se acercaba a buscar agua con hielo y entonces intentaba robarle alguna infidencia sobre su labor motivacional. Tras casi dos semanas, lucia sucio y descuidado, con la ropa de siempre y un olor rancio, mezcla de mugre corporal y alcohol. A esa altura ya todos se habían enterado de su “oculta personalidad” y debía ser el único que aun daba crédito a sus disparates.
Quizá porque creí tener una primicia buenísima me aferré con ganas a la historia de James. Con el discurrir del tiempo empecé a sopesar la alternativa que se tratase de un loco más de esos que pululan entre las avenidas Collins y Washington. Como sea, no había podido encontrar una sola imagen del tal Burghers en la red. Había un blog pero sin fotos. Era un artista renombrado, con mujer y tres hijos, que vivía en Santa Mónica California y tenía escritos tres libros.
El colmo de la integración al mundo de los homeless llegó cuando, alrededor de los quince días de su arribo, se lo vio muy acaramelado con una morena (la conocíamos por su uso y abuso de sustancias prohibidas) que habitualmente ocupaba las palmeras de la salida a Lincoln Road. Un romance tórrido, pasional. Abrazos y besos a toda hora con un espíritu digno de adolescentes. Armaron un campamento alejados del resto, y entre dos sabanas y unos palos vivieron su luna de miel.
Una tardecita, no pudiendo contener más la curiosidad le pregunté en tono irónico:
—Ey James, ¿no era que tu búsqueda de musas iba a durar dos semanas más o menos?
—Ya está casi terminado Wally, hay solo un asunto inconcluso que espero solucionar prontito —agregó, y bajó la vista esquivando tímidamente mi mirada. Agarró los dos vasos con hielo y agua y se marchó sin darme otra explicación.
En los primeros días de febrero sufrimos un frente frio. Era mediado de semana y esa tarde no sacamos más de quince reposeras. Me hallaba solo, aguantando al único turista que fingía disfrutar del famélico sol rodeado por dos sombrillas que le cubrían la brisa. Olía a yodo y la playa estaba inundada por unos pelotas celeste que nadie pudo decirme lo que eran.
Ataba la primera fila de sillas cuando los vi. Discutían parados a la orilla de la ducha pública, en el sendero que desemboca en el hotel Delano. La joven lloraba desconsoladamente colgada del cuello de James. Este acariciaba con cariño su rostro, regalándole luego un eterno beso de minuto y medio. De su hombro derecho colgaba el mismo bolsito de carpa del día en que lo conocí. Pude apreciar que se había bañado y afeitado. Aun llevaba la ropa de un mes y medio atrás, aunque relativamente limpia. Parecía como si un ternero le hubiese lamido el cabello. Se veía que estaba emocionado, le costaba un mundo la despedida. Al fin se libró de un tirón de su compañera y se alejó con tranco largo hacia el norte. Antes de dejar la playa por la calle 17, miró por vez final a la morena que, hecha un ovillo, se había abandonado sobre la arena.
—¡Suerte James! —alcancé a gritarle.
Mientras se secaba las lágrimas con una toallita, me repitió con señas que me mandaría el libro apenas terminado.
—¡Que pedazo de loco! —musité mientras echaba candado a la caseta y observé con pena a la indefensa criatura que gimoteaba unos metros más allá.
Pasaron dos años y una semana y nada supe del delirante sin casa y su buceo motivacional. Asumí que me había cruzado con un vagabundo a quien le patinaba el coco y pronto me olvidé de él.
Ayer al volver a casa, encontré en el buzón un libro dedicado por James B. Burghers.
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4 comentarios:
Mire usted lo que tenia que hacer el pobre hombre toda vez que necesitaba inspiración.¿Es real?
Deliciosa historia, como todas las que nos regala don Walter.
Si mi estimada amiga.
En las playas de South Beach suceden cada cosas...
Muchas gracias por tus alentadores comentarios. Para mí el que estés aquí significa mucho. Un placer seguirte a ti también.Por cierto tu libro tiene un libro muy sugerente, lo buscaré. Un saludo.
Otro cuento en las playas de Miami, de esos que tanto me gustan. Gracias por traernos tus experiencias en el pais del norte
Jorge desde San Rafael
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