13/7/12

Lo Sabíamos Muy Bien

W.G.G




           Cortaba ramas secas de los helechos que colgaban bajo el balcón del frente de casa cuando lo vi. Había llovido durante la siesta (siempre garúa sobre New Orleans) y tres horas después, el sol levantaba vapores asesinos que a punto estaban de tronchar mi espíritu jardinero. Apoyé la tijerita de podar sobre el borde de la escalera y bajé un par de peldaños buscando una vista mejor. Pese a los veinticinco años transcurridos, reconocí al instante el andar cansino, la figura encorvada. Debía haber bajado del trolebús en St. Charles y venia caminando por Lousiana Avenue con un pequeño bolso colgando de su mano derecha. Moví la cabeza sin poder escapar del asombro y sali trotando a su encuentro.
 





           Estaba más gordo y pelado, el escaso cabello, recién recortado, lucia teñido de canas. Sus hundidos ojos resaltaban el narizón de siempre.
            Nos fundimos en un abrazo, fuerte y sentido el mio, el suyo frio y lejano, casi obligado.        
— ¡Pablo, hermanito del alma, que alegría verte! —exclamé sin retirarle los brazos de la espalda. — ¿Por qué carajo no avisaste que venias?, te hubiésemos ido a buscar al aeropuerto.
           —No quería molestarlos, ya me instalé en un hotelucho a cuadra y media de Cannal Street, solo quería pasar un rato a verte —dijo fríamente, con los ojos clavados en mis canteros con flores. Era como si le incomodara el estar allí.

 — ¿Qué ha sido de tu vida viejo? ¿Qué haces en Estados Unidos, de vacaciones, o que? ¿Cuándo llegaste? ¿Me hubieses mandado un correo electrónico o u mensaje en Facebook por lo menos? ¿Viniste solo?

Con esos ojos miel, tímidos y tristes, que tan bien conocía, me estudió por unos segundos mientras parecía meditar la respuesta como intimidado por la metralla de preguntas.
          
           —De verdad… ni yo sé que hago acá. La cosa allá no está para nada fácil. Me quedé sin laburo tiempo atrás y llevo meses sin encontrar uno. Me estaba consumiendo los pocos ahorros que tengo, así que me la jugué y vine. Aunque con casi cincuenta pirulos, creo que no fue una buena decisión —dijo con voz entrecortada.

—No te preocupes Pablito, todo va a salir bien. Estamos para darte una mano con cualquier cosa. Quedate a cenar, así conoces a  Florencia y los chicos, están por llegar. Además tenemos tantas cosas para contarnos. Dos décadas y media sin vernos… una eternidad —agregué mientras entrabamos a casa y lo invitaba a sentarse en uno de los sillones del living con la idea de ir a buscar un par de cervecitas y algo para picar.

Hizo dos pasos para atrás y me miró confundido como si se hubiese acordado de algo terrible.

 —No… no gracias tengo cosas que hacer, quizás en otra oportunidad, solo quería pasar a saludarte  —dijo tendiéndome su blanda mano.

Sorprendido, lo acompañé hasta la calle, reiterándole mi invitación. Ni siquiera me contestó. Bajó la mirada y me dio la espalda a la vez que musitaba: —¡Qué humedad de mierda hay en esta ciudad.

Pablo había sido siempre una persona difícil, introvertida, casi huraña. Tras seis años en que compartimos techo, mientras estudiábamos en la universidad, creí llegar a conocerlo muy bien y hasta (por aquella fecha) se convirtió en mi mejor amigo. Pero ahora estaba mas raro que nunca, era un ser extraño, inquietante, loco de bola podríamos decir.

Su pesada silueta se perdió por la avenida, tuve que esforzar la vista para ubicarlo minutos después en la esquina de St. Charles, en la parada del Trolley. Lloviznaba otra vez, y la noche descendía barriendo las sombras de Faubourg Deassize. El barrio lucia desierto aquel domingo de agosto del 99 y yo, lejos de alegrarme por la llegada de mi viejo amigo, me encontraba desconcertado por su insólito comportamiento, choqueado de una forma tal que, media hora después, cuando mi mujer me tocó con vehemencia la bocina,  aun me encontraba estático y mojado en el medio de la vereda.














Más tarde, a la hora de la cena, le relaté a mi esposa lo acontecido. La linda noche animaba confidencias y después de acostar a los chicos salimos al balcón con dos cafecitos en las manos abandonándonos en las reposeras.

—En lo poco que lo vi me pareció bastante retraído, un poco perdido, como si no encontrase un rumbo a su vida —acotó la sanjuanina recordando las tres veces que se cruzó con él en San Luis cuando, aun de novios, solía irme a visitar.

—Imaginate que ya en esa época le decíamos Pablito el ermitaño. Parece que no cambió mucho en todo este tiempo, mas bien empeoró —subrayé sintiendo pena por mi ex mejor amigo, alguien por el cual había sentido gran aprecio en mis años mozos.

—Vos me contaste que por más de dos décadas no supiste nada de él, como si la tierra se lo hubiera morfado, y de repente, un año atrás, te mandó una invitación de amistad por Facebook, pero luego no te contestó ni un mensaje. ¿Habrá seguido viviendo en San Luis tras nuestra salida al exterior? —preguntó Florencia a la vez que se levantaba y sacudía el toldo que lucia pandeado por el agua de lluvia.

—Por aquellos lejanos años lo telefoneé  desde Alemania, me contestó las primeras dos o tres llamadas. También le escribí y nada. En el noventa y tres supe por un amigo compartido que abandonó su departamento y ya nadie lo volvió a ver por la capital puntana. ¿Te acordás que me comuniqué con sus padres una navidad y me dijeron que se había mudado a Bahía Blanca, que sabían poco de su vida? Como que no me dieron mucha bola —agregué mientras me servía otro café y aprovechaba para inclinarme sobre la baranda para apreciar el cielo. Conté nueve estrellas. En una noche así, tan despejada, se hubiesen visto millones en mi Valle grande natal.

— ¿Qué pensás hacer?  —inquirió la cuyana y se acercó abrazándome por detrás y apoyando su mentón en mi cabeza.

—Ni idea, me gustaría ayudarlo a que se acomode y consiga algún laburo, si es que es eso a lo que vino, porque todavía no me he enterado. ¿Sabés que cuando estudiábamos en la facu, unas cuantas veces me sacó de apuros económicos? Sus padres eran más pudientes que los míos. Además, pese a todos sus traumas, todos tenemos los nuestros ¿no?, es mi amigo y compartimos buenos momentos—dije acordándome mas que nada de las truqueadas y de las inolvidables peñas.

—Pero… ¿qué quería, a que vino? ¿Solo a saludarte? ¿Porque desapareció tan pronto? No te dejó ni siquiera una dirección, un teléfono donde ubicarlo —preguntó frunciendo el seño intrigada.  

En ese momento me acordé del bolsito y mi mente lo visualizó alejándose de casa con las manos vacías.

Serian alrededor de las veintidós treinta cuando me senté junto a la mesa de la cocina dispuesto a revisar el misterioso equipaje. 





El bolso resultó ser una caja de pandora. Cualquier cosa podía salir de allí adentro. Entre otras inutilidades se encontraban: Un par de auriculares rotos. Un libro de Coelho con la mitad de las páginas arrancadas. Un puñado de tickets del subte de Buenos Aires. Una caja de condones que parecía tener varias unidades… ¿usadas? Un despertador a cuerda. Una tarjeta de biblioteca…  ¿del servicio penitenciario nacional? El pasaje de Lan Chile junto al pasaporte y el D.N.I. ¡Ahh!  y por suerte la llave magnética del hotel donde estaba Pablo alojado.
Conocíamos bien el Quality Inn & Suites  ubicado sobre O Keefe Avenue, en pleno down town. En ese sucucho nos habíamos alojado con Florencia en nuestro primer viaje a Loussiana, quince años atrás, cuando aun vivíamos en Frankfurt y solo teníamos a Lucy nuestra hija mayor. Las cucarachas nos corrieron al tercer día, eran tan grande que mi hija al verlas creyó que se trataban de tortuguitas. En aquel viaje nos enamoramos de la capital del jazz y año y medio mas tarde ya estábamos instalados en New Orleans.
Metí todo tan revuelto como estaba, Fabiana se lavaba los dientes y me rogó que apagara las luces, chequeara las puertas y me fuese a acostar. Antes de levantarme, mire con curiosidad la caja de condones que estaba en una esquina del bolso y en eso descubrí una especie de doble fondo, pegado con velcro.
—Con razón pesaba tanto —musité asombrado mientras lo despegaba. Su contenido me dejo estupefacto.
Dos hermosos cuchillos y una daga, que cortaban con solo mirarlos. Con manos temblorosas puse todo en su sitio y guardé el bolsito en la parte de abajo de la pileta de lavar los platos.
—Siempre le gustó cocinar —me dije para serenarme. Acordándome del tiempo en que había hecho un curso de chef y disfrutaba preparando comidas en nuestro apartamento de estudiantes.
Apenas acostados, le comenté el descubrimiento a mi esposa y el frio silencio que reinó por un par de minutos solo fue cortado por su carraspeo. Antes de darme la espalda para intentar dormirse me dijo:
— ¿No será un asesino en serie tu amiguito el Pablo che?
Cuatro horas pasadas la medianoche teníamos los ojos como un par de huevos fritos. Lo sabíamos bien, algo no funciona en la vida de mi ex mejor amigo y ahora ese algo nos toca a nosotros.
 
    







 
El día despunta espléndido alimentando mi corroído entusiasmo. Aburrido de la lluvia constante y del cielo encapotado, mi humor cambia cuando esa mañana del primer lunes de septiembre, al abrir la puerta, el azul acaricia mis retinas. He decidido, luego del trabajo, pasar por el hotel a devolverle el bolso a Pablo. Intentaré por lo menos mantener una conversación normal, averiguar cuales son sus planes y si va a necesitar alguna cosa.
Florencia se fue con los chicos y el auto, así que no me queda otra que caminar un par de cuadras y tomar el trole, que por cierto me deja al fondo de canal Street, enfrente del casino, a pasos del Riverwalk mall donde trabajo desde hace ya seis años. Entro a las nueve y salgo a las cinco de la tarde, el salario es un poco mas del básico, pero la propina es excelente y el ambiente genial. Nunca me imaginé realizando un trabajo de este tipo, fabricando fudge de chocolate mientras canto tangos a la vista de un público goloso. Mis compañeros son tres morenos re buena gente y con una voz de la puta madre, la chica canta pop y los muchachos hip hop y rap. Mientras damos de probar nuestras exquisiteces a los clientes, los invitamos a que participen cantando o les hacemos juegos y adivinanzas, creo que nos divertimos más nosotros que ellos. Me llaman el Gardel del fudge, sin dudas este país es generoso porque antes de esto, con suerte, tarareaba en la ducha.
Alimento a los gatos, saco pollo a descongelar y después de revisar puertas y ventanas enfilo para el laburo.
Lo sabíamos bien, lo teníamos claro, con mi esposa habíamos decidido la noche anterior no profundizar, más allá de lo estrictamente necesario, la relación con Pablo y menos después de encontrar su arsenal de armas blancas. Por esto, su rostro de asombro cuando al atardecer, en el momento que se levantaba el portón del garaje, me acerqué a la ventanilla del honda accord y le conté, sin anestesia, que mi ex mejor amigo se venia unos días a vivir con nosotros. No había podido esconderle la mano cuando me confesó que aun no encontraba trabajo y no cargaba ni un céntimo en los bolsillos.


Coloco el dedo índice entre las gomas que separan los bordes magnéticos de la puerta de la heladera y lo retiro lentamente para lograr un cierre silencioso. Es martes, una del mediodía y estamos organizando la mesa para almorzar, andamos descalzos y con medias para atemperar el tapeteo de nuestros pasos. Aguanto la respiración hasta salir de la cocina y hago señas a Florencia para que apoye con cuidado los cubiertos sobre la mesa.
Estamos friqueados, como dirían mis hijos en su spanglish. Han transcurrido dos meses y medios desde que Pablo se mudó con nosotros y la convivencia se ha vuelto insoportable. Consiguió un trabajo de guachimán (guardia de seguridad) en un gran condominio y su horario es de lunes a viernes de veintitrés a siete. Duerme de nueve a diecinueve y para colmo la piecita que le alquilamos, colinda con la cocina, el sitio con más movimiento, después del living, en cualquier casa de buena familia.
No han tardado en bajar sus quejas. Que los portazos de la heladera, que el crick de las hornallas al prenderse, que el susurro del agua desplazándose por las canterías, etc. etc. Aunque la perla que completó el collar se agregó la noche en que nos reclamó que las pisadas de Tita, nuestra gata, lo incomodaban en sobremanera y nos exigió que no la dejásemos entrar mas a casa.
Esa vehemencia por custodiar el silencio a cualquier precio ha colmado nuestra paciencia, aunque también nos infunde temor y desconcierto pues hemos asumimos que compartimos techo con un perfecto (y potencialmente peligroso) extraño. Es como que en las noches se venga de nosotros, azotando la puerta, cantando o riéndose, a veces aplaudiendo. Creo que piensa que le hacemos bulla a propósito y nos lo have saber hora a hora, mas que nada en los sábados y domingos, las interminable dos noches en las que esta libre. Creo que juega perversamente con nuestra salud mental y va ganando la partida.
Junto valor y antes de terminar el vaso de cabernet, me decido a enfrentarlo… en la mañana siguiente por supuesto.


Apenas me llega el ruido de su Kia Rio salgo a la puerta, me saluda parcamente y le hablo.
—Pablo, estamos haciendo todo lo posible para que puedas descansar tranquilo, pero parece que no podremos lograrlo. Considerá que nosotros tenemos una vida a la luz del sol y es imposible interrumpirla por diez horas todos los días. No me gustaría que termináramos peleados, así que tenés toda la libertad para conseguirte otro lugar si lo crees conveniente, menos ruido ya no podemos hacer.
Me observa con pena, aunque su voz se halla deformada por la ira.
—No pienso moverme de aquí, creo que te ayudé mucho cuando estudiábamos juntos. Solo pido comprensión y tranquilidad, hagan un esfuerzo por el amor de Dios. Te estoy pagando ¿no? ¿Que les pasa no le corre sangre por las venas? —agregó furioso y me apartó de la entrada con un manotazo.
Comprendo que lo que cobra en el edificio es una miseria y que no conseguira sobrevivir si debe moverse de aquí. Es entonces por compasión que no digo nada y me quedo parado cuando se aleja refunfuñando hacia el dormitorio, para pegar luego un tremendo portazo. O tal vez es la imagen del bolso y sus cuchillos la que me inmoviliza, sellando mis labios…
Este no es ni remotamente el ser humano que yo conocí. En aquella lejana época Pablo era complicado, pero dentro de la normalidad y yo sabía bien como manejarlo. Algo traumático, algo terrible debía haberle sucedido por esos años en que estuvimos separamos. Un acontecimiento que lo hinchó de un odio y un resentimiento sin límites. Me propongo averiguar que es y minutos después llamó a San Luis, para hablar con un amigo en común que aun vive a cuadras de la casa de sus padres. Poco sabia Andrés, pues Pablo había desaparecido del vecindario sin dejar rastros y sus progenitores tampoco (como a mí en el pasado) le quisieron comentar nada, pero quedó que iba a averiguarlo y no tardaría en llamarme.
Mi mujer, mientras lavábamos los platos, me conmina (al borde de las lágrimas) a echarlo de nuestro hogar, a mas tardar en una semana.


Lo sabíamos bien, aunque no actué en consecuencia, tendría que haberlo sacado a la fuerza esa ultima mañana cuando le hablé, apenas bajado del auto, y me ignoró. Debería haber escuchado a mi esposa cuando me dijo que ya nada mas podíamos hacer para ayudarlo, que estaba tocado de muy mala forma y era una bomba de tiempo. Hoy ya es demasiado tarde, tarde para reflexionar sobre la llamada de hace segundos, en donde Andrés me informa que tenga cuidado con Pablo, que estuvo preso diecisiete años por un doble asesinato. Ultimó a cuchilladas a dos vecinos porque no lo dejaban dormir tranquilo. Tarde para conocer que la policia investigaba su posible conexión con los crímenes que se venían sucediendo en las pasadas semanas en el French Quarter, aquí en New Orleans.
La enorme casa está vacía, estudio por vez final su querida fisonomía, ya no viviré más aquí y duele el silencio. Lastima esa paz absoluta que Pablo tanto buscaba y que al fin consiguió anoche, cuando entre truenos y relámpagos de una tormenta temible, a las dos de la madrugada, un rayo iluminó su silueta saliendo de la pieza de los niños y deteniéndose bajo el marco de nuestro dormitorio. Cuando su daga ensangrentada centelló amenazante al alzarse sobre su cabeza, dándome el segundo exacto para ultimarlo de un par de balazos.




 
 

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Sera que alguna vez podras subir el final de esta historia, por fa!!!

Julito el del jopo

Ío dijo...

Me he quedado así como esperando que no sea cierto el final, pero lo es, vaya si lo es¡
Uno no sabe a quién mete en su casa, por muy amigo que haya sido, son 25 años sin saber qué fue de él; es una pena que no hicieras nada entonces, en aquella conversación, cuando te respondió "¿Que les pasa no le corre sangre por las venas?
Terrible la última escena, con la sangre y las balas. Tenía que acabar así¡
Buen relato, Walter, amigo mío :)
Un abrazo desde España, en crisis crisis....mucha crisis

Ío

Walter G. Greulach dijo...

Mi querida Io, es solo un cuento en primera persona, pero nunca me sucedio algo asi, ni remotamente.
Me encanta escribir en primera persona, es mas intimista.

Ío dijo...

Lo sé, amigo mío, nunca pensaría que todo esto pudiera haberte sucedido a ti; estoy acostumbrada a eso, a leerte y que seas tú el protagonista de tus cuentos, y tienes razón, se lee de otra manera, y me gusta, cuando es el autor el pobre hombre a quien le ocurren todas estas desgracias que imaginas, que escribes.
Y supongo que si fuera verdad, estarías en la cárcel, y no por aquí jejejejejee
Un abrazo grandote, Walter

Ío