28/1/13

De Jaime al Centro de la Tierra



                                Cueva Ventana                                                                                                                                                                                                             

w.g.g




Una tormenta de agua y granizo había maltratado, una vez más, al sur mendocino el día anterior. La tarde era húmeda, ardiente. Los hilos de vapor se elevaban desde la alfalfa recién cegada incorporándose a un horizonte nebuloso e inestable. Dos de la tarde, hora terrible de la siesta cuyana. Sensación térmica, cuarenta y dos grados y ascendiendo. Un barniz transparente parecía recubrir todo, desdibujando el paisaje hasta darle esa pastosa irrealidad de las horas en que mandan las iguanas.


Treinta y pico años más tarde me parece, es más, estoy convencido, que en aquel entonces a nosotros, niños al umbral de la adolescencia y con las duracell recargadas, no nos afectaba el calor. Pasado el mediodía era el momento mágico en el que nos escapábamos de nuestros cancerberos y dejábamos fugar las fantasías más recónditas.



Anclémonos al tiempo y espacio donde discurre mi relato. Línea de los palos sin número, Jaime Prats, verano del 76. Once años, sexto de la primaria en la Rio Bamba 453. Éramos nueve alumnos y pese a tener a mi madre como directora y a mi tía como maestra, ni así pude superar a mis mejores amigos de ese tiempo en el podio de alumnos destacados. Los Barón, Tito e Iván, siempre demostrarían una inteligencia superior a la mía. Volverían a ratificarlo cuando años después, mientras cursábamos la ENET de Alvear, tendría que recurrir muchas veces a su ayuda para terminar difíciles cálculos matemáticos, o dibujos de intrincadas perspectivas cuyas técnicas eran chino mandarín para mí. Solo me anoté en esa secundaria porque mi padre lo deseaba y porque mis compinches irían ahí.


¡Qué manera de irme por el ramerío!, volvamos a la siesta que inspiró esta historia. Un colchón de hojas y ramas húmedas cubría el fondo de la hijuela que partía nuestra finca. Protegidos de los curiosos por dos altas y frondosas hileras de álamos avanzábamos entusiasmados escoltados por Lumpi y Picho nuestros guardianes. El destino, una especie de lugar sagrado, la toma de agua sobre el canal madre, pasando la finca del viejo suizo-alemán Schlapbach (o algo asi), como a kilometro y metros de la finca de mi padre. Llevábamos hondas y un puñado de piedras en cada bolsillo, además de dos arcos y unas cuantas inofensivas flechas de caña. La idea era comer unos damascos, peras, duraznos, ciruelas o lo que hallásemos en nuestro camino y luego retomar la importantísima búsqueda interrumpida el día anterior por la tormenta.


Alberto marchaba al frente y llevaba el mapa enrollado dentro de un tubo vacío de papel higiénico, Jorge lo seguía con una cantimplora y la valiosa brújula robada del arcón de nuestro abuelo. Yo cerraba la fila y no traía nada de valor, solo los arcos y las flechas. Mi misión era cuidar que nadie nos siguiera y mantener entretenidos a los chocos para que no se volviesen. Cada tanto los chiflaba y movía las manos con energía para captar su atención. Me acuerdo que retorné unos pasos, parecían entretenidos ladrándole a un tronco hueco que seguramente contendría un nido de comadrejas. Marcamos el lugar clavando un palo, al día siguiente íbamos a prenderle fuego. Teníamos autorización de mi viejo para ello, esos bichos acababan con los huevos del gallinero.


El trayecto hacia la toma nos brindaba dos puntos interesantes. La casilla del fantasma suicida y el rancho del diablo rojo. Dos lugares por los que nos era imposible pasar sin pispiar un rato.


A principio de los setenta, la mujer de juan Mercado (el tuerto) se había colgado de la misma viga donde todos los julios carneaban los chanchos, y pese a que la familia ya se había mudado a Catriel dos veranos antes, mis dos primos (que me acompañaban esa tarde) y el Toño Rodríguez, un vecino compañero de la Rio Bamba, decían haber visto su espíritu rondando por allí. Supuestamente aparecía en las tardes calurosas y en las noches de luna llena. Salía a casar chicos para alimentar su sufrida alma. Yo no entendía porque mis primos mayores se empecinaban en pasar por la finca de los Mercado si conocían el peligro al que estábamos expuestos.


El chueco Olivera era un vecino al cual apodaban el diablo rojo y al que rara vez se lo podía ver fuera de su propiedad. Vivía solo, a unos doscientos metros de la toma, en un ranchito de adobe y paja que se caía a pedazos. Con un par de años más comprendí la razón del sobrenombre, por aquel entonces, en el tiempo más álgido de la dictadura, ese mote agudizaba nuestra curiosidad alimentando un morboso miedo. En el 76 para la mayoría de los argentinos del país interior, profundo, sumidos en una ignorancia alimentada por el acomodaticio poder político y militar, el ser comunista era sinónimo de diabólica maldad, casi al mismo nivel de la época de la santa inquisición. Hoy recuerdo con admiración a ese campesino jugado por sus ideales en una época tan ingrata y dura.


Al final nada extraño ocurrió, aunque les juró que me pareció ver la sombra del fantasma suicida merodeando por los abandonados chiqueros de los Mercado. Mi grito de pánico sirvió para poner a correr a mil a los tres mosqueteros y hasta la toma no paramos.

A las tres en punto y con unos damascos calentitos produciendo retorcijones en nuestras barrigas, nos tiramos sobre un monte de menta a la orilla del canal matriz. La sombra fresca de sauces y eucaliptus invitaba al reposo, el ronronear de la corriente alimentaba bostezos. Mientras masticábamos hojas de la aromática hierba planeamos los pasos a seguir en nuestra futura búsqueda, inspeccionando una vez más el legado de nuestro abuelo Ebaldo.

 

Yo había descubierto el mapa dentro de un folleto sobre dinosaurios en un viejísima versión en alemán del libro de Verne “Viaje al centro de la tierra”, ubicado en una parte de la biblioteca que ya nadie inspeccionaba por décadas. Mi padre y mis tíos solo conocían unas palabras del idioma paterno y de leerlo ni hablar y mi abuela era más criolla que la yerba. Mi abuelo llegó bien joven, al comienzo de los años veinte, a Jaime Prats y compró la finca de la Línea de los Palos.

El papel era amarillento, como quemado en las puntas. Parecía describir el canal matriz en el área de la toma que irrigaba nuestras fincas, o por lo menos lo que existía entonces. Nada raro a primera vista si tenemos en cuenta que Ebaldo era el administrador del distrito y poseía mapas detallados de todo Jaime. Se suponía que era su deber conocer también sobre el sistema de riego. Lo curioso radicaba en una cruz roja estampada al norte de la toma y que supuestamente marcaba (era además lo único en el mapa escrito en español) la entrada al centro de la tierra.

Volví a leer el libro en esos días, lo teníamos en una colección del Reader digest. Me obsesioné con el mapa, no se lo mostré a nadie más que a mis primos preferidos y quedé con ellos que cuando vinieran a pasar unos días de vacaciones (vivían en Real del Padre) organizaríamos la pesquisa. Con nuestras afiebradas mente de niños la primera conclusión a la que llegamos no fue que se trataba de algún código, o de una broma de alguien más, sino que el abuelo había encontrado el mapa dentro del antiguo libro, allá en Alemania, y que ese seguramente era el objetivo de su viaje a Argentina y su posterior afincamiento en el sur de Mendoza.

—¡Vino únicamente a encontrar la entrada al centro del planeta! — musitábamos excitados los tres nietos menores del adelantado don Ebaldo.

Vislumbren el laburo que tendrían a esa altura los duendes de nuestra imaginación. Mil visiones espectaculares surcaban por nuestras mentes jóvenes y vírgenes.

 
                    Aquella siesta en el canal lancé un dato que sumió a mis dos cómplices en un  delicioso silencio.
—El abuelo desapareció a fines de los treinta —dije con voz trémula— dejando a la abuela y nuestros padres solos, ¿no?

Mis primos afirmaron con la cabeza, descubrí en sus miradas que ya sabían hacia donde me dirigía. Escuché sus respiraciones acelerarse.

—Nos contaron que se fue a Alemania a pelear la guerra y que ya nunca volvió. Nadie sabe si lo mataron o que. Nadie sabe absolutamente nada de él. Es raro ¿no? —proseguí buscando aumentar la excitación en mis cándidos parientes.— Y qué si el abuelo de alguna forma se inventó esa historia para justificar su próximo paso.

Mantuve unos segundos el suspenso y señalé la tierra sobre la que estábamos acostados, unas mariposas blancas y amarillas nos sobrevolaron y un tero cantó a lo lejos, todo era fantástico, luminoso, como debía ser el ambiente en cualquier historia de hadas y duendes. Asi lo vivíamos por entonces y vaya si disfrutábamos de ello.

—Y qué si en realidad encontró la entrada al interior de la tierra y está viviendo ahí en la actualidad.


Iniciamos la exploración como a las cuatro y media. No encontramos absolutamente nada en el punto que nos indicaba el mapa, solo chipica, totoras y una liebre muerta. Volvíamos al canal desilusionados por la fantasía quebrada cuando creí ver relucir algo en la base de un gigantesco aromo. Me detuve dejando que mis compinches continuasen y me acerqué unos pasos. Era como una tapa de chapa sobre la que apenas se divisaba un borde, con algo parecido a una argolla. Una burbuja ascendió del corazón atascándose en mi garganta. ¡Allí estaba! No sé por qué no les comente nada y me hice el distraído cuando miraron para mi lado. Quizá porque deseaba, aunque fuese por una vez, tener la exclusividad, ser el primero en bajar, o solo porque quería disfrutar de la cara de mis primos mayores cuando les diese la primicia.

Anduve ansioso y charlatán el resto de la jornada, a tal punto que Jorge y Alberto me preguntaron más de una vez si me sucedía algo. Nos bañamos hasta hartarnos y carrereamos con unos pedazos de tabla a los que habíamos atado unos pobres sapitos. Que crueles suelen resultar los niños con los animales, ¿no? Después de cazar tres palomas, un gorrión y una urraca, emprendimos el regreso tarareando canciones de María Elena Walsh. Atardecía cuando entramos a casa, nuestra abuela ya nos tenía preparada una suculenta merienda. Tres tazones de café con leche acompañados de unos sanguchotes de pan casero huevo frito, jamón y queso.

Demás está contar que me dormí pasadas las dos, con los nervios pelados. No sin antes poner el reloj despertador. Había planeado levantarme como a la siete y treinta e ir solo a levantar la tapa que habilitaba el sendero al centro de la tierra. Mis primos apolillaban lejos, en otra pieza, pegada al comedor, yo compartía la habitación solamente con mi hermanita. No había peligro que mi actitud levantara sospechas. Ah… por las que putas pudiera, me eché un rezo recomendándome al barbudo.

 

Aun no amanecía y ya me encontraba pateando la hojarasca de la hijuela con una linterna en la mano. Una mochila colgaba de mi espalda, llevaba agua en una cantimplora y dos paquetes de criollitas con un par de frutas. Me seguían cuatro cuzcos peludos, dos nuestros, dos de los Salinas, vecinos de enfrente en la Línea de los palos. No necesité el reloj para levantarme, así que iba bastante más temprano de lo pensado. Me sorprendió lo baja y densa que estaba la neblina, no era común en esa época del año. Es más, no me acordaba de haberla visto así alguna vez, casi que mi cuerpo iba abriendo un surco a medida que avanzaba. Por un instante creí que estaba soñando, todo tenía cierto viso de irrealidad. También existía la chance de que estuviese caminando dormido, solía hacerlo a menudo, preso de un agudo sonambulismo. Lo raro es que al acceder a la realidad mantenía alguna noción de lo que había sonambuleado. Dos meses antes amanecí sentado en el estante de un ropero, el año anterior mi papá me descubrió roncando a la orilla del gallinero y en un hecho sucedido en las vacaciones de invierno de ese 1976 (y que me traumó profundamente), me despertaron los gritos de Jorge, le estaba tirando toda suerte de objetos y un cenicero de vidrio le había lastimado la frente. Como sea, despierto o dormido, apuré el paso y sin vacilaciones traspuse los límites de la finca.

Las primeras luces de la alborada iluminaron el aromo buscado. Por suerte me acordaba bien del lugar porque habían cubierto totalmente la plancha (era una publicidad de coca cola) con ramas y pasto, se notaba que entraban y salían con regularidad, aunque no había huellas visibles. La tapa tenía un grueso marco de hierro y las bisagras chirriaron al levantarla erizando los vellos de mi nuca. La apuntalé con un palo para que quedase abierta y bajé jadeando y con el cuore a mil por hora.

Una serie interminable de peldaños de madera me introdujeron en las fauces de la tierra. Si no fuera por la linternita me hubiese matado al instante, pues la pendiente era casi anti gravitatoria. Pese al extremo cuidado,  lo mismo resbalé y caí como siete escalones, golpeando mi rodilla tan fuerte que luego de recobrar la vertical me quedé llorando en silencio un par de minutos.

Bajé rengueando, mordiéndome los labios para aplacar el dolor y después de toda una eternidad alcancé una explanada. Arriba, la boca, era apenas un puntito iluminado por el sol naciente. Mientras me sobaba la sangrante rotula y pestañaba buscando mejorar la visibilidad, escuché el rumor de agua corriendo y un olor húmedo a flores y a frutales acarició mis fosas nasales. Al fin sobre terreno firme comenzaron a aparecer los primeros yuyos y rocas. Al fondo se percibía una tenue claridad sobre la que se recostaban árboles y... ¿una casa?

Luego de recorrer unos cien metros descubrí el sitio por donde se colaban los rayos de luz. Como medio kilómetro arriba (digo esa distancia por decir algo, no tenía ni idea de la verdadera altura) divisé un gran boquete en el techo de tierra y roca. Unos minutos después el sol entraba directamente por el, iluminando el fabuloso panorama subterráneo.

Me encontraba frente a unas cuantas hectáreas de variados cultivos, sin dudas una finca pulcramente trabajada. Comenzaba con una franja de vides que llegaba hasta una plantación de duraznos en el centro y manzanos y ciruelos en los lados. En el extremo derecho amarilleaban los membrillos y en el izquierdo se encontraban dos hileras de lo que parecían ser nogales y olivos. No me pregunten como me acuerdo de todo esto treinta y pico años después. El paisaje quedó incrustado en mi memoria para siempre y eso es todo. En el medio, antes de la casa, destacaba un alfalfar florecido donde pululaban miles de mariposas multicolores. Mi vista no alcanzaba a distinguir bien la parte ubicada tras la vivienda, lucía como un bosque de coníferas, pinos, o quizás araucarias. Aunque sin duda lo más hermoso era el arroyo cristalino que serpenteaba entre los cultivos. A lo largo de sus bordes se apiñaban el berro, la menta, los espárragos, la albaca, el perejil y cuanta planta aromática puedan imaginarse.

¿Cómo podía tamaño vergel desarrollarse ahí, perdido en las profundidades? ¿Quién lo había creado? ¿Frente a que misterioso ser o Dios estaba a punto de encontrarme? La respuesta tardó poco en llegar. Salida como de la nada, una voz gastada y dulce sonó a mis espaldas.

—Encantado de recibirte Gerardito, no me equivoqué al imaginar que serias vos el primero en bajar.


Conocía al anciano aquel que me sonreía enfocándome con sus faroles perdidos entre una maraña de pelos. Era la persona que menos hubiese esperado encontrar allí. Por aquellos años, y según mi padre durante más de dos décadas, a este hombre se lo veía vagabundear por la zona. Siempre andaba con ropas viejas y remendadas y un gran sombrero de paja encajado hasta debajo de las cejas. Nadie sabía de donde vino, ni donde vivía. No hablaba ni una palabra y rehuía el  contacto con seres humanos. Su barba estaba tan extendida y era tan espesa, que solo los ojos y la punta de su nariz se entreveían a duras penas. Dos o tres veces me lo había cruzado por la Línea de los Palos y siempre me aparté de él con un miedo irracional. Sin embargo su presencia esa mañana no me provocó ni un latido extra de corazón. Sus ojos irradiaban una armonía difícil de describir. Unos fascinantes ojos color esmeralda que no me resultaron para nada ajenos.

—¿Sabes quién soy? —preguntó el viejo atizándose el bigote.

—Mi abuelo Ebaldo. ¿Quién más sino? —agregué con una naturalidad que debe haberlo sorprendido pues carraspeó repetidamente buscando las palabras correctas.

Apoyó la mano en mi hombro y con la otra me peinó el jopo que cubría mi ojo derecho.

—Vení adentro, te invito a desayunar y mientras tanto te revelaré mi gran secreto, el cual compartiremos para siempre. Debes jurarme que nunca vas a regresar, ni compartirás lo hoy vivido con nadie. Confió en ti Gerardo, es esa la causa por la que te encuentras aquí.

Mientras nos acercábamos a la casa por un sendero de piedritas blancas bordeado de petunias, pensamientos y orquídeas de los más inverosímiles colores, observé a la orilla de un aljibe unas veinte gallinas picoteando maíz entre las patas de dos enormes cerdos blancos, atrás una vaca con sus ubres henchidas de leche me miraba con curiosidad. Todo era perfecto, todo estaba en su justa medida. Creo que si me daban la opción, me hubiese quedado a vivir allí para siempre.

—Apurate, tenemos solo media hora, no quiero que tus padres se impacienten al no encontrarte durmiendo en la pieza — me indicó el abuelo a la vez que entornaba la puerta verde e ingresábamos al humilde ranchito.

Durante los cuarenta minutos en que me empípate de mate cocido y pan con una variedad de exquisitos dulces caseros, Ebaldo me describió  a grandes trazos los pasados cuarenta años de su existencia.





Cuando el patriarca de mi familia desapareció (literalmente) de la faz de la tierra, no fue porque quisiese mudarse a este paraíso subterráneo abandonando su hogar. Amaba a los suyos con fanatismo (usó ese término), como renunciar entonces a una esposa casi perfecta y a tres criaturas encantadoras. Había otro elemento, algo bastante más complejo.

Después de dos o tres leves desmayos, que a duras penas pudo ocultar a su familia, con una insoportable picazón en todo el cuerpo y una debilidad creciente, decidió viajar a Buenos Aires y hacerse un exhaustivo chequeo médico. Un estúpido orgullo evitó que ni siquiera mi abuela se enterara de sus planes. Inventó que eran unos impostergables trámites inmigratorios lo que lo llevaba a la capital y partió una gélida madrugada del año treinta y nueve. Ya nunca regresaría a vivir a su adorada finca sobre la Línea de los palos.

Le diagnosticaron lepra, en una de sus variantes más contagiosas. El tratamiento fue largo y penoso, por ocho años y medio la pasó internado en la isla del cerrito, un leprosario en la provincia del Chaco. En ese lapso perdió pedazos de la cara, las dos orejas y siete dedos, entre otras cosas.

Recuerdo que di tres pasos atrás, separándome de él espantado, sin poder quitar la vista de sus manos. Allí recién caí en cuenta que siempre había llevado guantes. Comprendí el sentido de su barba y del encasquetado sombrero. Me hubiese echado a correr, pero su tranquilizadora voz me contuvo.

—Hace dos décadas y pico que mi enfermedad ya no es contagiosa, está controlada. Nunca te hubiese dejado bajar si no fuera así mi niño —me calmó con ese simpático castellano, tan aporreadamente germánico.

Le pregunté por qué no volvió nunca a vivir con los suyos. Me contestó, con una lógica desbaratadora de cualquier argumentación, que luego de tantos años alejado se había acostumbrado a vivir solo.

—El amor se erosiona Gerardito y en un momento dado observas como extraños a quienes alguna vez creías imprescindibles —me dijo con una poco creíble dureza

Aunque supe que su principal preocupación (lo deduje de otro tramo de su disertación) radicaba en el temor de que pudiese contagiar a su familia, descreía en el diagnóstico de los médicos. Además me imaginé que a esa altura sería un despojo humano, con un cuerpo carcomido y una herida en el alma imposible de sanar. Como presentarse en ese estado,  era mejor que lo recordaran como el hombre entero que alguna vez fue.

Me contó que en la isla del cerrito conoció a Guntag, un paciente alemán que, por coincidencia divina, había venido al país un par de años antes a estudiar una desconocida falla geológica, ubicada en el sur de Mendoza. Un inusual e importante descubrimiento que el geólogo pensaba dar a conocer al mundo apenas se recuperara de la terrible afección. Se volvieron muy buenos amigos y el científico terminó mostrándole mapas y fotos del paraíso mendocino. Lo que  fascinó a Ebaldo fue que esas veinte hectáreas bajo tierra estaban a poco más de un kilómetro de su finca en Jaime Prats. Comenzando el séptimo año en el leprosario, Guntag murió sin divulgar su hallazgo y mi abuelo se juró sobrevivir e irse a instalar en el vergel subterráneo a solo unos cientos de metros de los suyos.

Al noveno julio regresó al sur, en un lluvioso mediodía buscó la entrada junto a la toma e ingresó a su nuevo hogar.

—Al principio, —me dijo al fin bajando la guardia y sincerándose— espiaba por horas las actividades de mi esposa y mis hijos, llorando en silencio, escondido entre los yuyos.

Allí me pregunté que de cierto había en su frase sobre que el tiempo desgasta las querencias. Yo estaba convencido que ese hombre jamás había dejado de adorar a los de su sangre, solamente no había tenido el coraje de enfrentarlos.

Poco a poco fue edificando ese mundo a media luz. Al tiempo, solo salía una o dos veces por mes, cuando necesitaba algo insustituible de la superficie. Le puso tanta dedicación al cultivo de la tierra, que terminó creando un verdadero edén en el lugar menos pensado. Pocos años después vendía frutas y diversas conservas que transportaba al exterior en un botecito que navegaba el arroyo y desembocaba en el rio atuel. Se los compraba un almacenero de Villa Atuel .No sé si topográficamente esto es posible, ni como hacía para retornar, eso es lo que me dijo y esa mañana le creí y sentí una extraña mezcla de admiración y lástima por esa persona.

Con los ojos húmedos finalizó su relato, resaltándo que necesitaba contárselo a alguien antes de morir y que si lo deseaba, en diez años, cuando el ya no estuviese más, podría contarle al mundo su historia y que todos supiesen de la finca Guntag, como él la había apodado.

—Una siesta en que todos descansaban entré a la biblioteca y puse el mapa en el libro de Verne, sabía que mi inquieto nieto Gerardito tarde o temprano lo iba a encontrar. Conozco bien a mis nietos, —agregó orgulloso— cuando se juntan en las vacaciones me gusta subir a espiarlos un poquito. Tu abuela está bella como siempre, tiene la sonrisa más hermosa del planeta.

En sus ojos por aquellos segundos, me pareció encontrar reflejado todo el amor del universo y pude disfrutar y conocer (aunque sea un poquito) al abuelo que nunca tuve.

Me despidió desde la puerta con su figura quebrada, agitando las manos enguantadas y con  los verdes faroles empañados de llanto. Noté su garganta áspera, estrangulando el hilo de voz que luchaba por salir.

—No me falles Gerardito, cumplí tu promesa, mantené nuestro secreto hasta el momento indicado y cuidá mucho a tu abuela por favor.

 

Me acuerdo que el timbre me hizo brincar un metro y me senté en la cama confundido, buscando con desesperación un indicio que me ratificara lo que acababa de suceder, solo encontré los muebles de la pieza y las muñecas de mi hermanita. Eran las siete y treinta, paré el despertador con rabia y me refregué los ojos aun con la imagen de Ebaldo fresca en mi mente.

—Maldito sueño del diablo —exclamé impotente, con una frustración que empujaba las lágrimas.

No tenía ganas de levantarme, ¿para qué? Mi cerebro se había divertido con mis sentimientos y yo, como un bobo, le había creído. Me recosté nuevamente aspirando entrecortadamente y al ponerme boca abajo noté alegremente un terrible dolor en una de mis rodillas.

No sé si les interesa saber que nunca más me acerqué a la base del aromo gigante, ni siquiera visité  la toma. Es más, pocas veces retorné al sur mendocino. Me contaron que nadie volvió a cruzarse en Jaime con el barbado vagabundo. Nunca supe, ni quiero saber, si fue sueño, sonambulismo o realidad lo que me ocurrió en aquel entonces, pero mi corazón está seguro que una mañana del setenta y seis conocí al abuelo llamado Ebaldo.
 









 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Teovaldo Angel Pesce Pawlow San Rafael (Mza)

Quienes como yo vivimos nuestra niñez y adolescencia en una finca nos encontramos con muy lindos recuerdos en tus relatos. Me quedo esperando el próximo capitulo. Como con las historietas de nuesytra niñez. Todas terminaban en "Continuará".

Anónimo dijo...

Chola Romero · ESTUDIOS PRIMARIOS, ESCUELA RIO BAMBA, JAIME TRATS

muy bueno!!!!!!!!

Anónimo dijo...

Maria Jose Ramírez

Delicioso, ¿para cuando el final?