w.g.g
Una
tormenta de agua y granizo había maltratado, una vez más, al sur mendocino
el día anterior. La tarde era húmeda, ardiente. Los hilos de vapor se elevaban
desde la alfalfa recién cegada incorporándose a un horizonte nebuloso e
inestable. Dos de la tarde, hora terrible de la siesta cuyana. Sensación
térmica, cuarenta y dos grados y ascendiendo. Un barniz transparente parecía
recubrir todo, desdibujando el paisaje hasta darle esa pastosa irrealidad de
las horas en que mandan las iguanas.
Treinta
y pico años más tarde me parece, es más, estoy convencido, que en aquel
entonces a nosotros, niños al umbral de la adolescencia y con las duracell
recargadas, no nos afectaba el calor. Pasado el mediodía era el momento mágico
en el que nos escapábamos de nuestros cancerberos y dejábamos fugar las
fantasías más recónditas.
Anclémonos
al tiempo y espacio donde discurre mi relato. Línea de los palos sin número,
Jaime Prats, verano del 76. Once años, sexto de la primaria en la Rio Bamba
453. Éramos nueve alumnos y pese a tener a mi madre como directora y a mi tía
como maestra, ni así pude superar a mis mejores amigos de ese tiempo en el
podio de alumnos destacados. Los Barón, Tito e Iván, siempre demostrarían una
inteligencia superior a la mía. Volverían a ratificarlo cuando años después,
mientras cursábamos la ENET de Alvear, tendría que recurrir muchas veces a su
ayuda para terminar difíciles cálculos matemáticos, o dibujos de intrincadas
perspectivas cuyas técnicas eran chino mandarín para mí. Solo me anoté en esa
secundaria porque mi padre lo deseaba y porque mis compinches irían ahí.
¡Qué
manera de irme por el ramerío!, volvamos a la siesta que inspiró esta historia.
Un colchón de hojas y ramas húmedas cubría el fondo de la hijuela que partía
nuestra finca. Protegidos de los curiosos por dos altas y frondosas hileras de álamos
avanzábamos entusiasmados escoltados por Lumpi y Picho nuestros guardianes. El
destino, una especie de lugar sagrado, la toma de agua sobre el canal madre,
pasando la finca del viejo suizo-alemán Schlapbach (o algo asi), como a
kilometro y metros de la finca de mi padre. Llevábamos hondas y un puñado de
piedras en cada bolsillo, además de dos arcos y unas cuantas inofensivas
flechas de caña. La idea era comer unos damascos, peras, duraznos, ciruelas o
lo que hallásemos en nuestro camino y luego retomar la importantísima búsqueda
interrumpida el día anterior por la tormenta.
Alberto
marchaba al frente y llevaba el mapa enrollado dentro de un tubo vacío de papel
higiénico, Jorge lo seguía con una cantimplora y la valiosa brújula robada del
arcón de nuestro abuelo. Yo cerraba la fila y no traía nada de valor, solo los
arcos y las flechas. Mi misión era cuidar que nadie nos siguiera y mantener
entretenidos a los chocos para que no se volviesen. Cada tanto los chiflaba y
movía las manos con energía para captar su atención. Me acuerdo que retorné
unos pasos, parecían entretenidos ladrándole a un tronco hueco que seguramente
contendría un nido de comadrejas. Marcamos el lugar clavando un palo, al día
siguiente íbamos a prenderle fuego. Teníamos autorización de mi viejo para ello, esos
bichos acababan con los huevos del gallinero.
El
trayecto hacia la toma nos brindaba dos puntos interesantes. La casilla del
fantasma suicida y el rancho del diablo rojo. Dos lugares por los que nos era
imposible pasar sin pispiar un rato.
A
principio de los setenta, la mujer de juan Mercado (el tuerto) se había colgado
de la misma viga donde todos los julios carneaban los chanchos, y pese a que la
familia ya se había mudado a Catriel dos veranos antes, mis dos primos (que me
acompañaban esa tarde) y el Toño Rodríguez, un vecino compañero de la Rio
Bamba, decían haber visto su espíritu rondando por allí. Supuestamente aparecía
en las tardes calurosas y en las noches de luna llena. Salía a casar chicos
para alimentar su sufrida alma. Yo no entendía porque mis primos mayores se
empecinaban en pasar por la finca de los Mercado si conocían el peligro al que
estábamos expuestos.
El
chueco Olivera era un vecino al cual apodaban el diablo rojo y al que rara vez
se lo podía ver fuera de su propiedad. Vivía solo, a unos doscientos metros de
la toma, en un ranchito de adobe y paja que se caía a pedazos. Con un par de
años más comprendí la razón del sobrenombre, por aquel entonces, en el tiempo
más álgido de la dictadura, ese mote agudizaba nuestra curiosidad alimentando
un morboso miedo. En el 76 para la mayoría de los argentinos del país interior,
profundo, sumidos en una ignorancia alimentada por el acomodaticio poder
político y militar, el ser comunista era sinónimo de diabólica maldad, casi al
mismo nivel de la época de la santa inquisición. Hoy recuerdo con admiración a
ese campesino jugado por sus ideales en una época tan ingrata y dura.
Al
final nada extraño ocurrió, aunque les juró que me pareció ver la sombra del
fantasma suicida merodeando por los abandonados chiqueros de los Mercado. Mi
grito de pánico sirvió para poner a correr a mil a los tres mosqueteros y hasta
la toma no paramos.
A
las tres en punto y con unos damascos calentitos produciendo retorcijones en
nuestras barrigas, nos tiramos sobre un monte de menta a la orilla del canal
matriz. La sombra fresca de sauces y eucaliptus invitaba al reposo, el
ronronear de la corriente alimentaba bostezos. Mientras masticábamos hojas de
la aromática hierba planeamos los pasos a seguir en nuestra futura búsqueda,
inspeccionando una vez más el legado de nuestro abuelo Ebaldo.
Yo
había descubierto el mapa dentro de un folleto sobre dinosaurios en un viejísima
versión en alemán del libro de Verne “Viaje al centro de la tierra”, ubicado en
una parte de la biblioteca que ya nadie inspeccionaba por décadas. Mi padre y
mis tíos solo conocían unas palabras del idioma paterno y de leerlo ni hablar y
mi abuela era más criolla que la yerba. Mi abuelo llegó bien joven, al comienzo
de los años veinte, a Jaime Prats y compró la finca de la Línea de los Palos.
El
papel era amarillento, como quemado en las puntas. Parecía describir el canal
matriz en el área de la toma que irrigaba nuestras fincas, o por lo menos lo
que existía entonces. Nada raro a primera vista si tenemos en cuenta que Ebaldo
era el administrador del distrito y poseía mapas detallados de todo Jaime. Se suponía
que era su deber conocer también sobre el sistema de riego. Lo curioso radicaba
en una cruz roja estampada al norte de la toma y que supuestamente marcaba (era
además lo único en el mapa escrito en español) la entrada al centro de la
tierra.
Volví
a leer el libro en esos días, lo teníamos en una colección del Reader digest. Me
obsesioné con el mapa, no se lo mostré a nadie más que a mis primos preferidos
y quedé con ellos que cuando vinieran a pasar unos días de vacaciones (vivían en
Real del Padre) organizaríamos la pesquisa. Con nuestras afiebradas mente de
niños la primera conclusión a la que llegamos no fue que se trataba de algún código,
o de una broma de alguien más, sino que el abuelo había encontrado el mapa
dentro del antiguo libro, allá en Alemania, y que ese seguramente era el
objetivo de su viaje a Argentina y su posterior afincamiento en el sur de Mendoza.
—¡Vino
únicamente a encontrar la entrada al centro del planeta! — musitábamos excitados
los tres nietos menores del adelantado don Ebaldo.
Vislumbren
el laburo que tendrían a esa altura los duendes de nuestra imaginación. Mil
visiones espectaculares surcaban por nuestras mentes jóvenes y vírgenes.
Aquella siesta en el canal lancé un dato que sumió a mis dos cómplices en un delicioso silencio.
—El
abuelo desapareció a fines de los treinta —dije con voz trémula— dejando a la
abuela y nuestros padres solos, ¿no?
Mis
primos afirmaron con la cabeza, descubrí en sus miradas que ya sabían hacia
donde me dirigía. Escuché sus respiraciones acelerarse.
—Nos
contaron que se fue a Alemania a pelear la guerra y que ya nunca volvió. Nadie sabe
si lo mataron o que. Nadie sabe absolutamente nada de él. Es raro ¿no?
—proseguí buscando aumentar la excitación en mis cándidos parientes.— Y qué si
el abuelo de alguna forma se inventó esa historia para justificar su próximo paso.
Mantuve
unos segundos el suspenso y señalé la tierra sobre la que estábamos acostados,
unas mariposas blancas y amarillas nos sobrevolaron y un tero cantó a lo lejos,
todo era fantástico, luminoso, como debía ser el ambiente en cualquier historia de
hadas y duendes. Asi lo vivíamos por entonces y vaya si disfrutábamos de ello.
—Y
qué si en realidad encontró la entrada al interior de la tierra y está viviendo
ahí en la actualidad.
Iniciamos
la exploración como a las cuatro y media. No encontramos absolutamente nada en
el punto que nos indicaba el mapa, solo chipica, totoras y una liebre muerta.
Volvíamos al canal desilusionados por la fantasía quebrada cuando creí ver
relucir algo en la base de un gigantesco aromo. Me detuve dejando que mis compinches
continuasen y me acerqué unos pasos. Era como una tapa de chapa sobre la que
apenas se divisaba un borde, con algo parecido a una argolla. Una burbuja
ascendió del corazón atascándose en mi garganta. ¡Allí estaba! No sé por qué no
les comente nada y me hice el distraído cuando miraron para mi lado. Quizá
porque deseaba, aunque fuese por una vez, tener la exclusividad, ser el primero
en bajar, o solo porque quería disfrutar de la cara de mis primos mayores
cuando les diese la primicia.
Anduve
ansioso y charlatán el resto de la jornada, a tal punto que Jorge y Alberto me
preguntaron más de una vez si me sucedía algo. Nos bañamos hasta hartarnos y
carrereamos con unos pedazos de tabla a los que habíamos atado unos pobres
sapitos. Que crueles suelen resultar los niños con los animales, ¿no? Después
de cazar tres palomas, un gorrión y una urraca, emprendimos el regreso
tarareando canciones de María Elena Walsh. Atardecía cuando entramos a casa,
nuestra abuela ya nos tenía preparada una suculenta merienda. Tres tazones de
café con leche acompañados de unos sanguchotes de pan casero huevo frito, jamón
y queso.
Demás
está contar que me dormí pasadas las dos, con los nervios pelados. No sin antes
poner el reloj despertador. Había planeado levantarme como a la siete y treinta
e ir solo a levantar la tapa que habilitaba el sendero al centro de la tierra.
Mis primos apolillaban lejos, en otra pieza, pegada al comedor, yo compartía la
habitación solamente con mi hermanita. No había peligro que mi actitud levantara
sospechas. Ah… por las que putas pudiera, me eché un rezo recomendándome al
barbudo.
Aun
no amanecía y ya me encontraba pateando la hojarasca de la hijuela con una
linterna en la mano. Una mochila colgaba de mi espalda, llevaba agua en una
cantimplora y dos paquetes de criollitas con un par de frutas. Me seguían
cuatro cuzcos peludos, dos nuestros, dos de los Salinas, vecinos de enfrente en
la Línea de los palos. No necesité el reloj para levantarme, así que iba
bastante más temprano de lo pensado. Me sorprendió lo baja y densa que estaba
la neblina, no era común en esa época del año. Es más, no me acordaba de
haberla visto así alguna vez, casi que mi cuerpo iba abriendo un surco a medida
que avanzaba. Por un instante creí que estaba soñando, todo tenía cierto viso de
irrealidad. También existía la chance de que estuviese caminando dormido, solía
hacerlo a menudo, preso de un agudo sonambulismo. Lo raro es que al acceder a
la realidad mantenía alguna noción de lo que había sonambuleado. Dos meses
antes amanecí sentado en el estante de un ropero, el año anterior mi papá me
descubrió roncando a la orilla del gallinero y en un hecho sucedido en las
vacaciones de invierno de ese 1976 (y que me traumó profundamente), me
despertaron los gritos de Jorge, le estaba tirando toda suerte de objetos y un
cenicero de vidrio le había lastimado la frente. Como sea, despierto o dormido,
apuré el paso y sin vacilaciones traspuse los límites de la finca.
Las
primeras luces de la alborada iluminaron el aromo buscado. Por suerte me
acordaba bien del lugar porque habían cubierto totalmente la plancha (era una
publicidad de coca cola) con ramas y pasto, se notaba que entraban y salían con
regularidad, aunque no había huellas visibles. La tapa tenía un grueso marco de
hierro y las bisagras chirriaron al levantarla erizando los vellos de mi nuca.
La apuntalé con un palo para que quedase abierta y bajé jadeando y con el cuore
a mil por hora.
Una
serie interminable de peldaños de madera me introdujeron en las fauces de la
tierra. Si no fuera por la linternita me hubiese matado al instante, pues la
pendiente era casi anti gravitatoria. Pese al extremo cuidado, lo mismo resbalé y caí como siete escalones,
golpeando mi rodilla tan fuerte que luego de recobrar la vertical me quedé
llorando en silencio un par de minutos.
Bajé
rengueando, mordiéndome los labios para aplacar el dolor y después de toda una
eternidad alcancé una explanada. Arriba, la boca, era apenas un puntito
iluminado por el sol naciente. Mientras me sobaba la sangrante rotula y
pestañaba buscando mejorar la visibilidad, escuché el rumor de agua corriendo y
un olor húmedo a flores y a frutales acarició mis fosas nasales. Al fin sobre
terreno firme comenzaron a aparecer los primeros yuyos y rocas. Al fondo se
percibía una tenue claridad sobre la que se recostaban árboles y... ¿una casa?
Luego
de recorrer unos cien metros descubrí el sitio por donde se colaban los rayos
de luz. Como medio kilómetro arriba (digo esa distancia por decir algo, no
tenía ni idea de la verdadera altura) divisé un gran boquete en el techo de
tierra y roca. Unos minutos después el sol entraba directamente por el,
iluminando el fabuloso panorama subterráneo.
Me encontraba
frente a unas cuantas hectáreas de variados cultivos, sin dudas una finca
pulcramente trabajada. Comenzaba con una franja de vides que llegaba hasta una
plantación de duraznos en el centro y manzanos y ciruelos en los lados. En el
extremo derecho amarilleaban los membrillos y en el izquierdo se encontraban
dos hileras de lo que parecían ser nogales y olivos. No me pregunten como me
acuerdo de todo esto treinta y pico años después. El paisaje quedó incrustado
en mi memoria para siempre y eso es todo. En el medio, antes de la casa,
destacaba un alfalfar florecido donde pululaban miles de mariposas
multicolores. Mi vista no alcanzaba a distinguir bien la parte ubicada tras la
vivienda, lucía como un bosque de coníferas, pinos, o quizás araucarias. Aunque
sin duda lo más hermoso era el arroyo cristalino que serpenteaba entre los
cultivos. A lo largo de sus bordes se apiñaban el berro, la menta, los
espárragos, la albaca, el perejil y cuanta planta aromática puedan imaginarse.
¿Cómo
podía tamaño vergel desarrollarse ahí, perdido en las profundidades? ¿Quién lo
había creado? ¿Frente a que misterioso ser o Dios estaba a punto de
encontrarme? La respuesta tardó poco en llegar. Salida como de la nada, una voz
gastada y dulce sonó a mis espaldas.
—Encantado
de recibirte Gerardito, no me equivoqué al imaginar que serias vos el primero
en bajar.
Conocía
al anciano aquel que me sonreía enfocándome con sus faroles perdidos entre una
maraña de pelos. Era la persona que menos hubiese esperado encontrar allí. Por aquellos
años, y según mi padre durante más de dos décadas, a este hombre se lo veía
vagabundear por la zona. Siempre andaba con ropas viejas y remendadas y un gran
sombrero de paja encajado hasta debajo de las cejas. Nadie sabía de donde vino,
ni donde vivía. No hablaba ni una palabra y rehuía el contacto con seres humanos. Su barba estaba
tan extendida y era tan espesa, que solo los ojos y la punta de su nariz se entreveían
a duras penas. Dos o tres veces me lo había cruzado por la Línea de los Palos y
siempre me aparté de él con un miedo irracional. Sin embargo su presencia esa
mañana no me provocó ni un latido extra de corazón. Sus ojos irradiaban una armonía
difícil de describir. Unos fascinantes ojos color esmeralda que no me
resultaron para nada ajenos.
—¿Sabes
quién soy? —preguntó el viejo atizándose el bigote.
—Mi
abuelo Ebaldo. ¿Quién más sino? —agregué con una naturalidad que debe haberlo
sorprendido pues carraspeó repetidamente buscando las palabras correctas.
Apoyó
la mano en mi hombro y con la otra me peinó el jopo que cubría mi ojo derecho.
—Vení
adentro, te invito a desayunar y mientras tanto te revelaré mi gran secreto, el
cual compartiremos para siempre. Debes jurarme que nunca vas a regresar, ni compartirás
lo hoy vivido con nadie. Confió en ti Gerardo, es esa la causa por la que te
encuentras aquí.
Mientras
nos acercábamos a la casa por un sendero de piedritas blancas bordeado de
petunias, pensamientos y orquídeas de los más inverosímiles colores, observé a
la orilla de un aljibe unas veinte gallinas picoteando maíz entre las patas de
dos enormes cerdos blancos, atrás una vaca con sus ubres henchidas de leche me
miraba con curiosidad. Todo era perfecto, todo estaba en su justa medida. Creo
que si me daban la opción, me hubiese quedado a vivir allí para siempre.
—Apurate,
tenemos solo media hora, no quiero que tus padres se impacienten al no
encontrarte durmiendo en la pieza — me indicó el abuelo a la vez que entornaba
la puerta verde e ingresábamos al humilde ranchito.
Durante
los cuarenta minutos en que me empípate de mate cocido y pan con una variedad
de exquisitos dulces caseros, Ebaldo me describió a grandes trazos los pasados cuarenta años de
su existencia.
Cuando
el patriarca de mi familia desapareció (literalmente) de la faz de la tierra,
no fue porque quisiese mudarse a este paraíso subterráneo abandonando su hogar.
Amaba a los suyos con fanatismo (usó ese término), como renunciar entonces a
una esposa casi perfecta y a tres criaturas encantadoras. Había otro elemento,
algo bastante más complejo.
Después
de dos o tres leves desmayos, que a duras penas pudo ocultar a su familia, con
una insoportable picazón en todo el cuerpo y una debilidad creciente, decidió
viajar a Buenos Aires y hacerse un exhaustivo chequeo médico. Un estúpido orgullo
evitó que ni siquiera mi abuela se enterara de sus planes. Inventó que eran
unos impostergables trámites inmigratorios lo que lo llevaba a la capital y partió
una gélida madrugada del año treinta y nueve. Ya nunca regresaría a vivir a su
adorada finca sobre la Línea de los palos.
Le diagnosticaron
lepra, en una de sus variantes más contagiosas. El tratamiento fue largo y
penoso, por ocho años y medio la pasó internado en la isla del cerrito, un leprosario
en la provincia del Chaco. En ese lapso perdió pedazos de la cara, las dos
orejas y siete dedos, entre otras cosas.
Recuerdo
que di tres pasos atrás, separándome de él espantado, sin poder quitar la vista
de sus manos. Allí recién caí en cuenta que siempre había llevado guantes.
Comprendí el sentido de su barba y del encasquetado sombrero. Me hubiese echado
a correr, pero su tranquilizadora voz me contuvo.
—Hace
dos décadas y pico que mi enfermedad ya no es contagiosa, está controlada.
Nunca te hubiese dejado bajar si no fuera así mi niño —me calmó con ese
simpático castellano, tan aporreadamente germánico.
Le pregunté
por qué no volvió nunca a vivir con los suyos. Me contestó, con una lógica desbaratadora
de cualquier argumentación, que luego de tantos años alejado se había acostumbrado
a vivir solo.
—El
amor se erosiona Gerardito y en un momento dado observas como extraños a
quienes alguna vez creías imprescindibles —me dijo con una poco creíble dureza
Aunque
supe que su principal preocupación (lo deduje de otro tramo de su disertación) radicaba
en el temor de que pudiese contagiar a su familia, descreía en el diagnóstico
de los médicos. Además me imaginé que a esa altura sería un despojo humano, con
un cuerpo carcomido y una herida en el alma imposible de sanar. Como
presentarse en ese estado, era mejor que
lo recordaran como el hombre entero que alguna vez fue.
Me
contó que en la isla del cerrito conoció a Guntag, un paciente alemán que, por
coincidencia divina, había venido al país un par de años antes a estudiar una
desconocida falla geológica, ubicada en el sur de Mendoza. Un inusual e importante
descubrimiento que el geólogo pensaba dar a conocer al mundo apenas se
recuperara de la terrible afección. Se volvieron muy buenos amigos y el científico
terminó mostrándole mapas y fotos del paraíso mendocino. Lo que fascinó a Ebaldo fue que esas veinte hectáreas
bajo tierra estaban a poco más de un kilómetro de su finca en Jaime Prats.
Comenzando el séptimo año en el leprosario, Guntag murió sin divulgar su
hallazgo y mi abuelo se juró sobrevivir e irse a instalar en el vergel subterráneo
a solo unos cientos de metros de los suyos.
Al noveno
julio regresó al sur, en un lluvioso mediodía buscó la entrada junto a la toma
e ingresó a su nuevo hogar.
—Al
principio, —me dijo al fin bajando la guardia y sincerándose— espiaba por horas
las actividades de mi esposa y mis hijos, llorando en silencio, escondido entre
los yuyos.
Allí
me pregunté que de cierto había en su frase sobre que el tiempo desgasta las
querencias. Yo estaba convencido que ese hombre jamás había dejado de adorar a
los de su sangre, solamente no había tenido el coraje de enfrentarlos.
Poco
a poco fue edificando ese mundo a media luz. Al tiempo, solo salía una o dos
veces por mes, cuando necesitaba algo insustituible de la superficie. Le puso
tanta dedicación al cultivo de la tierra, que terminó creando un verdadero edén
en el lugar menos pensado. Pocos años después vendía frutas y diversas
conservas que transportaba al exterior en un botecito que navegaba el arroyo y
desembocaba en el rio atuel. Se los compraba un almacenero de Villa Atuel .No sé
si topográficamente esto es posible, ni como hacía para retornar, eso es lo que
me dijo y esa mañana le creí y sentí una extraña mezcla de admiración y lástima
por esa persona.
Con
los ojos húmedos finalizó su relato, resaltándo que necesitaba contárselo a
alguien antes de morir y que si lo deseaba, en diez años, cuando el ya no estuviese
más, podría contarle al mundo su historia y que todos supiesen de la finca
Guntag, como él la había apodado.
—Una
siesta en que todos descansaban entré a la biblioteca y puse el mapa en el
libro de Verne, sabía que mi inquieto nieto Gerardito tarde o temprano lo iba a
encontrar. Conozco bien a mis nietos, —agregó orgulloso— cuando se juntan en
las vacaciones me gusta subir a espiarlos un poquito. Tu abuela está bella como
siempre, tiene la sonrisa más hermosa del planeta.
En
sus ojos por aquellos segundos, me pareció encontrar reflejado todo el amor del
universo y pude disfrutar y conocer (aunque sea un poquito) al abuelo que nunca
tuve.
Me despidió
desde la puerta con su figura quebrada, agitando las manos enguantadas y con los verdes faroles empañados de llanto. Noté
su garganta áspera, estrangulando el hilo de voz que luchaba por salir.
—No
me falles Gerardito, cumplí tu promesa, mantené nuestro secreto hasta el
momento indicado y cuidá mucho a tu abuela por favor.
Me
acuerdo que el timbre me hizo brincar un metro y me senté en la cama
confundido, buscando con desesperación un indicio que me ratificara lo que acababa
de suceder, solo encontré los muebles de la pieza y las muñecas de mi
hermanita. Eran las siete y treinta, paré el despertador con rabia y me refregué
los ojos aun con la imagen de Ebaldo fresca en mi mente.
—Maldito
sueño del diablo —exclamé impotente, con una frustración que empujaba las lágrimas.
No tenía
ganas de levantarme, ¿para qué? Mi cerebro se había divertido con mis
sentimientos y yo, como un bobo, le había creído. Me recosté nuevamente
aspirando entrecortadamente y al ponerme boca abajo noté alegremente un
terrible dolor en una de mis rodillas.
No sé
si les interesa saber que nunca más me acerqué a la base del aromo gigante, ni
siquiera visité la toma. Es más, pocas
veces retorné al sur mendocino. Me contaron que nadie volvió a cruzarse en Jaime
con el barbado vagabundo. Nunca supe, ni quiero saber, si fue sueño,
sonambulismo o realidad lo que me ocurrió en aquel entonces, pero mi corazón está
seguro que una mañana del setenta y seis conocí al abuelo llamado Ebaldo.
3 comentarios:
Teovaldo Angel Pesce Pawlow San Rafael (Mza)
Quienes como yo vivimos nuestra niñez y adolescencia en una finca nos encontramos con muy lindos recuerdos en tus relatos. Me quedo esperando el próximo capitulo. Como con las historietas de nuesytra niñez. Todas terminaban en "Continuará".
Chola Romero · ESTUDIOS PRIMARIOS, ESCUELA RIO BAMBA, JAIME TRATS
muy bueno!!!!!!!!
Maria Jose Ramírez
Delicioso, ¿para cuando el final?
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