13/1/13

Sangre Maldita





 

 W.G.G

         Siempre (desde niñito) tuve una tremenda curiosidad por conocer la historia de mis ancestros paternos. En cada ocasión que sacaba el tema a colación, mis mayores se iban distraídamente por las ramas y terminaban aportándome poco o nada. Llegué a pensar que ni siquiera mi padre sabía con certeza cuál era su origen. Me había contado que mi abuelo Adolfo García nació en el sur, cerquita de Bariloche, que administraba un hotel a orillas del Nahuel Huapi, y que allí conoció a mi abuela Maria que trabajaba limpiando los cuartos. Que se casaron en el 66 y en el 67 se mudaron a Rosario, donde unos meses después vino al mundo Edgardo, mi padre. Aquí al sur de esta ciudad, en el barrio Saladillo Sud, echamos anclas los García y hemos llevado hasta ahora una vida linda, relativamente tranquila. De mis bisabuelos solo pude sacarle que se llamaban Julio y Eva y que llegaron desde la madre patria, no sabe de que zona, ni siquiera si tenían hermanos o dejaron algún otro hijo allá en su tierra.

            Tecleo estas letras en mi laptop, protegido por las penumbras de la habitación. Han pasado dos días desde la revelación y aun mi espíritu se sacude henchido de culpa y vergüenza. ¡Como si yo, mi padre o mi abuelo tuviésemos la culpa de algo! Creo, es más estoy seguro, que nadie leerá estas líneas jamás. Este testimonio irá derecho a la lata que haré desaparecer por el mismo hueco del que nunca debió haber salido. Una lata que me reveló la podredumbre que corre por mis venas. Mantendré el doloroso silencio de los míos, que más me queda.

            Es extraño, afuera llueve a rabiar y aunque los cristales están empañados, puedo ver la luna llena apoyada en una esquina de la ventana. Un lunón hermoso, intimidante, como el pasado que me asfixia y me obliga a descargar mis sentimientos en una hoja de cuaderno.

           

Me llamo Luis Adolfo García, tengo diecisiete y curso el último año de la Roque Sáenz Peña. Una mañana de agosto del 2012, en una de sus aulas (maldigo el momento, extraño la tranquilidad que conllevaba mi ignorancia) la profe de relaciones humanas incentivó, aun mas, mi curiosidad. Ante mi expuesta afición por los árboles genealógicos, me prometió que aprobaría con creces su materia, si hacia una buena exposición (frente a la clase) del árbol de los García, debía tenerla terminada a más tardar a fines de octubre. No estaba dispuesto a abrir ni un libro en las vacaciones y se me presentaba la oportunidad de sacar la única clase que me estaba dando dolores de cabeza, así que acepté inmediatamente y me puse manos a la obra.

            Mi trabajo de investigación no alegró mucho a mis progenitores, por el contrario trataron, principalmente mi padre, de disuadirme, proponiéndome tópicos alternativos mucho menos seductores. Mientras más se oponían, más me entusiasmaba. ¿Cuál era el secreto de los García? ¿Por qué mi viejo decía saber tan poco de sus abuelos? ¿Conocía la historia, o también se la habían negado a él? ¿Qué escondía esa familia que arribó de España, o por lo menos eso me habían dicho, a mediados de los cuarenta escapándole a un país destruido por una guerra civil? Entonces por un instante me hacia la película sobre algún extraordinario y prohibido antepasado, más al momento pensaba que quizá solo fuese desinformación y apatía por parte de mi padre.

            Con el apellido Pistoini no tuve problemas, provenían de Catanzaro, en el viejo reino de Nápoles, mi abuelo materno aún vive y me proveyó de toda la información necesaria, pude remontarme hasta ocho generaciones sin mucho inconveniente. Por ese lado el árbol familiar lucia verde con ramas frondosas de datos. Completé también la línea de mi abuela materna y de la paterna sin ningún inconveniente. Cuando lograba extenderme hasta cinco generaciones quedaba más que satisfecho.

            Por el lado de los García, el árbol lucia raquítico, con un solo tronco y sin ramas, por lo menos hasta donde yo alcanzaba a verlo. Por centésima vez apunté los cañones hacia el mayor ser viviente de nuestra dinastía, Edgardo, mi papá. Nuestra familia es prodiga en hijos únicos. Mi abuelo, mi viejo y yo reunimos ese calificativo

            Aproveché la noche del sábado pasado, estaba sentado en el living viendo boxeo en la tele y se veía de muy buen humor. Saqué dos Quilmes de la heladera y le ofrecí una a él.

            —Papi, —le dije luego de saborear las primeras burbujas— ¿no te dejó el abuelo, allá en Bariloche, algunas fotos, cartas, documentos o lo que fuera, en la que hubiese información de nuestros ancestros en España? Algo debe haber sobrevivido, ¿no? Todos vivieron en la misma casa a la orilla del lago, es poco creíble que no haya nada. ¿Ni un papelito que diga algo de los bisabuelos quedó?

            Se le esfumó la alegría del rostro y con ceño aburrido me miró de reojo.

            —¡Vuelve la burra al trigo! ¡Mira que sos pesado Dolfi! Si supiera algo te lo diría. Tu abuelo nunca quiso hablar de sus padres, vaya a saber porque, y pese a que me mataba la curiosidad, respeté su decisión y punto. No es bueno escarbar en un pasado que por alguna poderosa razón ha sido sepultado para siempre. Por nuestro bien te lo ruego ¡no jodas más!, inventale algo a tu profe y punto final. Total nadie va a corroborar de donde provienen estos insignificantes García, ¿no? Ahora déjate de romper los huevos y vamos a ver esta pelea que promete estar buenísima. No pierdas más tiempo en esas pelotudeces mi querido.

Me quedé estudiándolo por unos segundos. No eran ningunas pelotudeces, protesté en mi interior. Allí supe con certeza que mentía. Mi padre ocultaba un secreto inconfesable, que por alguna circunstancia estigmatizaba a los García. Podría haber acatado su orden y olvidado todo aquello, pero el bichito de la curiosidad tejía su nido  expandiendo sus dominios y ya no podría conciliar el sueño hasta no averiguar la verdad.

           

No veo la luna, el aguacero ha parado y solo el crujir del gomero que cubre el techo de mi dormitorio me acompaña. Rosario agoniza en las veredas sucias de humedad. Me abate una sensación de tristeza y de abandono. La verdad resultó al final ser mil veces más dañina que la mentira.

           

El domingo mis viejos se fueron a lo de unos amigos, me quedé en casa con la excusa de que tendría un partido al vóley en la escuela. La idea era zarandear todo, buscar hasta en el lugar más recóndito. Algo debía existir. En el galpón había dos baúles y unas cuantas cajas con porquerías viejas traídas del sur, que rara vez se tocaban y a las cuales yo ya había revisado con anterioridad. Me esperancé con la idea de que quizás se me hubiese escapado algo.

            Recuerdo que llovía, como casi siempre en esta ciudad, y se había levantado un fuerte viento que estremecía la lata de la puerta del garaje, creando un ambiente fantasmagórico. Estaba nublado, diríamos que bastante oscuro para la hora del día. Pasadas las doce, comí algo y comencé a revolver el contenido sureño. Todo era sobre mis abuelos. El hotel, la parentela de María, los amigos, los huéspedes distinguidos. Nada sobre los bisa. Revisando las fechas con cuidado, llegué a la conclusión que todo comenzaba a fines de los años cincuenta, con Adolfo García adolescente y sus padres ya fallecidos. Antes de eso… el agujero negro.

            Después de acomodar todo en el mismo orden, mi padre se enfermaría si se enteraba que había andado chismeando, me levanté fastidiado dispuesto a falsear de una vez la historia familiar para completar mi trabajo investigativo. Fue en ese preciso momento cuando descubrí el reflejo tras el pequeño hueco en el mosaico de la esquina, bajo el armario de las herramientas. Había puesto el velador apuntando para ese lado y eso me permitió percibir el leve fulgor metálico. Pegué un salto excitadísimo y corrí a buscar un escoplo y un martillo con los que despegué el pedazo restante de mosaico. Había un generoso vacío en la base de la pared y adentro se encontraba una viejísima caja de lata, chata y alargada, como de chocolates o galletitas.

            Aspiré profundamente, intuyendo que me aproximaba a la resolución del enigma, a la rama que le faltaba a nuestro árbol. En su interior había decenas de fotos y una especie de diario escrito en un idioma que no reconocí inmediatamente. La cerré con cariño y volví a colocar el mosaico en su lugar, trabándolo con cuidado para que nadie descubriese mi maniobra. Luego me llevé esa caja de Pandora para analizarla meticulosamente en mi dormitorio. Al fin conocería el origen de la sangre que irrigaba mi cuerpo.

            Me tomó unos cinco minutos aceptar la monstruosidad que me enseñaban mis ojos. Al principio el rostro que aparecía en la mayoría de las fotos me lucia muy familiar, quizá por el parecido a mi abuelo, pensé al principio. Pero no, había algo más, algo que me producía un tremendo desasosiego, erizando los bellos de mis antebrazos y acelerando las palpitaciones de mi corazón.

            Ese hombre, mi bisabuelo, el supuesto Julio García,  el que salía en las fotografías abrazado o besando a su esposa Eva y su hijo Adolfito. Ese hombre era (como lo corroboré al descubrir su firma al final del diario), y me tiembla la mano al aproximarme a su nombre, el peor asesino en la historia de la humanidad… un tal Adolf Hitler.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Mirtha Varas

Walter, muy bueno!!! como siempre, todas tus cosas me llegan hondo...

Anónimo dijo...

Mari Gio

muy bueno Walter !! Como siempre tus relatos me encantan !!! Gracias por permitirnos leerlos !!un abrazo ..

Ío dijo...

Madre mía, Walter, que buen relato; he ido leyendo, cada vez con más ganas de llegar al final, de saber...., pero no imaginé uno como este.
Muy bueno, sí¡¡¡¡, y me gustó mucho, como siempre, :)

Espero que el año nuevo te esté tratando bien, amigo mío.
Mis mejores deseos para todos tus días.
Abrazos enormes.

Ío

Anónimo dijo...

Vimon (de Falsaria)

Muy buen relato. Muy interesante y muy bien llevado, para mantener el suspenso hasta el final. Saludos y mi voto.