12/7/13

La Válvula Rota


W.G.G
                                   
                                                   I

Es extraño, no entiendo que me pasa, ni siquiera sé donde estoy. Me siento sucio, pegoteado, cubierto de una hedionda mezcla de sangre y desinfectante. Para colmo no veo nada y me cuesta horrores respirar. Siento un puntazo a la altura del ombligo seguido de un picante ardor. Rebusco en mis recuerdos una imagen final que me ancle. Es la de la pieza del hospital italiano donde poco tiempo atrás yo, el siquiatra Enzo Razotti, me hallaba entubado hasta las orejas después de resucitar de mi quinto infarto y segunda embolia cerebral a los setenta y nueve años.

           Ahora unas garras enormes me aprisionan (¿o son manos?), me levantan con una facilidad desconcertante. Siento voces desconocidas, cargadas de ansiedad, de expectación. Debo ser el centro de atención, pero ¿por qué? y ¿de quiénes?

           —Hace frio, ¡que alguien baje el puto aire o que aunque sea me tapen por favor, no ven que estoy desnudo! —intento decir pero solo emito un palido quejido.

           Están introduciendo un canuto succionador por mis fosas nasales y como una bendición el aire inunda mis pulmones. Al costado derecho alguien inquiere afligido: — ¿Se encuentra bien? ¿Por qué no reacciona? Entonces me zamarrean con fruición descargándome luego una batería de dolorosas nalgadas. ¿Qué mierda es esto? pienso afligido. ¿Es que no tienen ni un poquito de respeto por un anciano casi octogenario? Junto fuerzas para descerrajarles una flor de puteada y solo logro expulsar por mi seca garganta un lastimero chillido que me pone los pelos de punta.

            Esta patina lechosa que copa todo me desespera, pestañeo repetidamente para aclarar mi visión y nada. ¿Estaré ciego? Me habré muerto y esto es mi antesala al cielo o al averno. Una claridad anodina en la que a duras penas puedo presumir ciertas sombras que se desplazan lentamente. Además no tengo voz y acabo de caer en cuenta que mis miembros tampoco me responden. Si esto es el fin ¡mi Dios, que cosa más horrible! Una eternidad en este nivel de indefensión seria insoportable.

           Me cuesta un mundo hilvanar ideas, discernir con claridad. Toda ha resultado tan vertiginoso. Estaba internado y de repente buuummm,  en menos de cinco minutos una explosión de sensaciones inconfortables me han dejado en estado de shock. ¿Dónde están mis hijos, mi esposa? Momentos atrás me acompañaban a la vera de mi lecho. Los extraño con locura… bueno, de que otra forma podría extrañar alguien que está arañando la demencia (por algo me decían el lunático en mi vida normal). Pues no hay vueltas, sino estoy muerto, me chalé del todo ¿Y ahora qué? me pregunto con el corazón repiqueteando a mil por minuto.

           Después de ponerme sobre una ¿balanza?, me han apoyado en el regazo de un gigante, me doy cuenta porque sus ásperas manazas me acarician. ¿O es que yo soy ahora tan chiquito? Muevo mis brazos desesperado, buscando palpar las cosas que me rodean pero es escaso mi dominio sobre ellos. Es como si mi mente (que poco a poco va recobrando su lucidez) no tuviera un buen control de este cuerpo.

           —Precioso el bebecito Luz, la felicito. Dos kilos cuatrocientos —dice una voz ronca y babosa sobre mi cabeza.

          Entonces caigo en cuenta, es como un flash que me toca iluminándo lo que  sucede y un coctel de sentimientos encontrados acarician mis terminales nerviosas. Alegría, incertidumbre, orgullo, temor, esperanza. 

            —¡Sos un genio Enzo Rizotti, que pedazo de científico, un animal! —me digo entusiasmado hasta las lágrimas (a estas sí parece las puedo controlar)— Acabás de dar el paso más significativo en pos del máximo anhelo de la raza humana, la inmortalidad. Y pensar que nadie daba un céntimo por mi investigación de más de treinta años. Al fin se ha roto la válvula, o mejor dicho ¡he roto la válvula carajo!     

 



 



                                                       II                                     

            Sumergido en esta viscosa palidez que asfixia, solo me queda esperar que el tiempo transcurra. Con mi vista, mi voz y mis primeros pasos llegará la libertad y mi ansiada consagración. Cierro los ojos, buscando la negrura que acune estos pensamientos. Mis queridos y nunca tan valorados recuerdos afloran poco a poco…                                               

Fui desde siempre un ser extremadamente complicado, quizá porque, a diferencia del resto, me planteé desentrañar los misterios de la muerte y no de la vida.

Mi padre falleció en el 41,  en Etiopia al este de África, defendiendo la Italia fascista del Duce. Cuatro años después emigré con mi madre y mi tío a un país remoto, ubicado en la parte más austral del continente americano. Con once años pisé Buenos Aires por primera vez y el optimismo que generaba ese mundo nuevo que iba a abortar el hambre y la miseria que chorreaba por nuestros huesos, me duro tres abriles, el tiempo en que tardó en morir mi vieja aquejada por la tuberculosis. Terminaría los cuarenta viviendo con el tío Giuseppe en Tunuyán, Mendoza, en una finquita de ocho hectáreas (por la que empeño hasta el alma) a la vera del rio Diamante.

Discurrí la  adolescencia leyendo a Quiroga, Poe y Lovecraft y escribiendo macabros poemas en donde la dama de la guadaña era exclusiva protagonista. No era una admiración morbosa por la muerte lo que me movía, como pensaba mi tío y mi escaso circulo de conocidos, solo que poseía un anhelo irreprimible de encontrarle un sentido, algún tipo de lógica, al despótico accionar de las parcas. Ese final tan sin sentido de mis padres, que me habían abandonado guacho y perdido en la vida, no cuajaba en mi cabeza, debía haber algo que justificara nuestra existencia en la tierra. No en un plano religioso, desde el principio descreí de edenes y de infiernos, sino en un más allá real y tangible. Mi “agnosticismo utópico” me había llevado por mil rumbos en la búsqueda del hilito por donde desenredar la madeja.

 

Un escarchado lunes de otoño en la biblioteca del colegio, ni recuerdo el año que era, se encendió una llamita que con el tiempo produciría hogueras en mi imaginación. Encontré un artículo en una revista seudocientífica francesa (quien sabe cómo diablos había llegado allí) que versaba sobre la metamorfosis de las almas. Fue entonces cuando me aboné, como un alquimista enfebrecido, a la teoría de la reencarnación, de las almas eternas brincando de cuerpo en cuerpo.

Comencé a estudiar ciencias sociales en la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza, enfocándome en las dos materias que sobre sicologia habían en el plan de estudio. Un par de años más tarde (en el 58) se inauguró la carrera en San Luis y ahí si me metí de lleno en el estudio de la mente. Entendiendo que a través sus recovecos podría llegar a desentrañar los misterios del espíritu humano. Me encontré con un campo  totalmente inexplorado. Mis exposiciones eran vistas con sorna y escepticismo por profesores y compañeros.

—Lo sobrenatural, con tan poco basamento científico, y a ese nivel de fanatismo con el que usted lo encara señor Razotti, no tiene cabida en esta casa del saber racional. No ponga en juego su carrera jovencito —me dijo en tono paternal el rector. Aquella tarde acababa de ser expulsado del aula después de una discusión que desembocó en descomunal  sopapeada.

A esa altura ya me apodaban Enzo el lunático y decidí, solo por una cuestión de supervivencia, bajar los decibeles de la confrontación. Los molinos de viento por ese entonces resultaban inexpugnables. Lo mismo, en el claustro ya era un paria, un maldito, mi orfandad no había hecho otra cosa que acrecentarse.

 

El encuentro con Ernesto Ebaldo Schuster (ver “¿La mentira mejor contada?”), en una disertación en la La Plata, marcaria definitivamente mis días por venir. Despuntaban los setenta y el tema del alma peregrina se había tornado un poquitin más popular. Muy de vez en cuando me invitaban a dar charlas para algún circulo de intelectuales con los que compartíamos ideas, círculos de tipo esotéricos bien alejados de las altas casa de estudio. En una de esas disertaciones, un inquieto pelirrojo sentado en la primera fila me interrumpía a cada momento. El hecho, a diferencia de lo que había pasado con otros impertinentes, no me molestaba, sino al contrario, el locuaz joven con solo un par de intervenciones había logrado fascinarme.

Al poco tiempo hicimos migas con el sicologo mendocino, era un verdadero prodigio, un adelantado para aquella época. Me alumbró el camino brindándome infinidad de información que no poseía, sobre todo en el área práctica de nuestra teoría, la de la válvula rota, como nos gustaba llamarla. Schuster se especializaba en la técnica de regresión hipnótica para curar traumas madres. Con el correr del almanaque no solo lograría remontarse a la primera niñez de sus pacientes, en algunos casos saltaría el umbral de una vida a otra, abriendo la llave momentáneamente. Esa dichosa válvula que me traía obsesionado desde los dieciséis años, no solo existía, sino que era permeable.

Siempre fui un convencido de que las almas van saltando de un cuerpo a otro por toda la eternidad. Es impresionante pues la cantidad de recuerdos que llegan a almacenar. Ese bombardeo informático haría imposible la supervivencia del recipiente humano que las alberga. He aquí la función de esta espita que se cierra automáticamente cuando el espíritu encuentra su nueva morada. Sin embargo cada momento de esas vidas queda almacenada en la memoria universal del alma. Romper la válvula fue solo el primer paso, lo dificultoso vendría ahora. Llegar a manejar de una manera coherente y sostenible ese pasmoso nivel de datos, último obstáculo para convertirnos en inmortales y lo realmente importante… ser conscientes de ello.

El método de Schuster era casi perfecto, el único problema se planteaba cuando, al retornar al plano consiente, la persona no recordaba nada del paseo por su historia. En este punto el colorado estaba logrando algunos avances (allá en su ciudad natal, donde se hallaba recluido por casi dos décadas) más que nada con el método de la auto regresión, técnicas que dicho de paso yo había aprendido con excelsitud. Aunque a mí nunca me intereso viajar al pasado. Mi objetivo era (y parece que lo he logrado) romper la válvula para adelante, en el momento de mi muerte, y entrar con la memoria intacta a la próxima existencia.

Solo una cosa me inquietaba. ¿Qué pasaría con ese Everest de información construido en miles de años que pendía sobre mi cabeza y el cual, por lo menos hasta ahora, solo me tiraba peñascos inofensivos de mi última vida?
 
 
                                                  III
 
Tres semanas han transcurrido, lo sé por los comentarios de quienes se mueven a mí alrededor. Mis flamantes padres me llevaron a casa donde tuve que aguantar los besos y las chocheras de cuanta parentela anduviese cerca. Cuando me pusieron la primera teta en la boca, la leche materna me produjo asco. Lo triste es que ese líquido tibio, ente amargo y acido, es mi único alimento. Así que poco a poco he ido acostumbrándome.
Mi visión se fue aclarando con los días, lo que me trajo un inmenso alivio. Me enteré de que me encuentro en la ciudad andaluza de Sevilla, tengo dos hermanas mellizas, un padre músico y una mama escritora. La familia soñada, me caen re simpáticos. La cosa no pinta tan mal, aunque el tiempo se mueve con una lentitud exasperante.
Tirado en mi cuna, mirando las paredes crema y estos horribles dinosaurios móviles, he sopesado las alternativas, los movimientos por realizar. Apenas pueda dar unos pasos, hilvanar unas cuantas palabras, me pongo manos a la obra. Debo ser muy cauteloso, lo que menos quiero es que me vean como un fenómeno de circo, o terminar encerrado en un siquiátrico. Imagínense un niñito de dos años hablando y comportándose como un adulto, no es esa la forma de acaparar la atención del mundo científico.
Lo primero será contactar a Ebaldo Schuster a través de una carta, no me convence ningún otro método que pueda dejar rastros. Explicarle detalladamente lo sucedido y rogarle encarecidamente por su ayuda. Si existe alguien que puede creerme, es él. Deberá ponerse al frente de la divulgación de este tremendo logro. Nos encontraremos de alguna forma en España. La cosa no resultara para nada fácil. ¿Quién carajo va a creernos al comienzo? Me figuro la cara de los míos cuando Schuster les diga que aún vivo pero tomo mamadera y me cago en los pañales. Con pasitos cortitos quizás me acerque al banco donde mí amada Sofía alimenta las palomas, y pasándole mi manito por su pelo cano le diga:
— Mi cielo, soy Enzo, cuanto te extrañé, he  vuelto por ti.
Una de dos. Nos abrazaremos besándonos en un mar de llanto, o me mirara con terror para salir luego corriendo despavorida. Claro que no va a ser fácil…
Veo los saurios balancearse por la brisa del aire acondicionado, producen un tintinear adormecedor. Antes de abandonarme una vez más a Orfeo (me la paso durmiendo) me han entrado ganas de tomarme una buena teta. Además me tienen que cambiar ¡Quien puede descansar así, con este olor nauseabundo a mierda de bebe!
 
Dos días y cuatro meses y ya digo ajo, papa y mama… bueno y alguna otra palabra que me reservo para no encender la alarma entre mi nueva familia que me mira sorprendida por la rapidez en el aprendizaje. A este ritmo antes del primer año estaré hablando perfectamente. Mis padres han instalado un televisor en la pieza y lo prenden una o dos horas antes de dormirse. Gracias a esto estoy al tanto de lo que pasa en el mundo, de vez en cuando se cuela alguna noticia de mi lejano país. ¡Como extraño Argentina! Las cosas no van muy bien por allá por lo que escucho. Ya como puré de verduras y de frutas, una delicia. Ayer me baje de la cuna y gateé un poco sin que me vieran. Si me pongo las pilas salgo caminando en unos pocos meses, pero no debo apresurarme, no me conviene. Todo marcha bien, por lo menos hasta ahora.
 
Hoy amanecí con varias preguntas arrullando mi mente. ¿Cuál fue el procedimiento exacto (si es que utilicé alguno) para perforar la válvula? Me estremece el no tener bien claro que pasó en los momentos previos a saltar el umbral. ¿Podré repetir el proceso al final de esta vida? O quizá el grifo quedo abierto para siempre y no debo preocuparme.
Hay algo más que me aterra, el peor de mis miedos despunta en el horizonte. Anoche accedí a la primera evocación de una vida anterior a la de Enzo Razotti. Amanecía y estaba a orillas del rio Hudson, tres hombres abusaban de mí, me llamaba Lucy y solo tenía catorce años. Me desperté llorando, mi madre corrió a consolarme asustada. Fue un dolor casi físico que me dejo temblando, exhausto y con un dolor en la cien insoportable. Debo acelerar mi aprendizaje, acortar etapas. No sé en que pueda terminar todo esto. Tal vez se trató solo de un pantallazo, quizá no vuelva a repetirse. Me preocupa la fragilidad de mi mente. Creo que el televisor es el culpable principal, me tira información que parece ir despertando al monstruo. Veremos que pasa ahora después de los berrinches que armo cada vez que intentan encender el aparato.
Al fin se han dado cuenta y lo acaban de sacar de la habitación. Centro mi atención en el techo blanco inmaculado, por suerte todo es silencio, respiro un poco más tranquilo…
 
Dos semanas después de la visión de New York, parecía tener todo bajo control. No se habían repetido memorias pre Enzo, ya formaba oraciones completas y hasta leía un librito inofensivo que mantenía escondido bajo el colchón. Además en secreto había dado mis primeros dos tranquitos sin agarrarme de nada.
Maldigo el instante en que a mamá se le ocurrió sacarme a pasear en cochecito por el barrio. No hallo la forma de explicar la explosión de recuerdos que me acometió en el mismo momento en que pisamos la calle. Las paredes de mi cuarto me tenían en cierta forma anestesiado. Ahora bajo el sol sevillano, cada paisaje, cada rostro, cada olor, cada sonido, me remiten a momentos traumáticos de vidas anteriores que penetran como tromba a mi plano consiente. Siento como si mil alfileres taladraran mi cerebro y una tonelada de sufrimientos ajenos me aplastara contra el fondo del carrito. Empiezo a chillar despavorido arrancándome los pelos con mis manitos y solo paro cuando me recibe el confort de la cuna. Unas gotitas de sangre escapan por mi nariz y oídos. Todo se me va de las manos, mi salud está en serio riesgo, parece que nadie va a enterarse jamás de mi descubrimiento.
Me han llevado de urgencia al hospital, sé que es el fin, los llantos de mi madre me entristecen, pienso que empezaba a apreciarla. Cierro los ojos con fuerza aunque en nada ayuda. Los perfumes, los ruidos, son tan potentes como las imágenes. Tengo la sensación de que mi cabeza se va inflando, que estallara en cualquier momento. Millones de caras, de palabras, de lugares pasan frente a mí en fracción de un segundo.
—¡No aguanto más! ¡Dios mío por favor ayudame! —digo en voz alta renegando de mi ateísmo y provocando con mi vocecita el estupor del médicos y enfermeras.
Solo anhelo que llegue el fin, que no despierte otra vez en el cuerpito de un bebe, habitandolo solo por un par de meses, que esto no se transforme en un  deambular hasta el fin de los tiempos.
En el momento limite, cuando siento licuárseme los sesos y no me figuro un dolor mayor, un alivio in crescendo empieza a cobijarme. La memoria huye aspirada y con ello se desvanece el sufrimiento. Todo es paz, tibieza, blancura. Los rostros de mis padres se alejan, ¿o soy yo el que se hunde? Entre nubes de algodón, me sumerjo complacido en la más profunda de las oscuridades.
 
 
—¡Has vuelto con nosotros mi amor, regresaste al fin, nunca dude que pasaría! —solloza Sofía mientras me empapa la frente con sus labios húmedos.
—¿Qué… que me ha sucedi… do? —tartamudeo confundido intentando controlar mi lengua. Mi familia rodea la cama y me observan maravillados, el bipear de la maquina acompaña mis palabras.
—Estuviste cuatro meses en coma mi cielo, descerebrado, en estado vegetal decían los doctores. Esos ineptos ya te habían desahuciado, pero yo nunca perdí la esperanza.
—¡Cuatro meses en coma! —exclamo asombrado, no tengo el más mínimo recuerdo de nada, me siento como si hubiese transcurrido una noche común de sueño y no ciento treinta y pico días.
—Ellos no me creían Encito —prosigue mi esposa mirándome con empalagosa ternura— cuando les contaba que en algunas noches movías los labios y al acercar mi oído podía escuchar muy a lo lejos que musitabas palabras aisladas.
—¿Palabras aisladas? —pregunto intrigado.
—Si, como por ejemplo: mamá, papá, ajo…



           
 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Marta Paulina Juarez Juarez

Wooo...me está dando vueltas la imaginación.

Anónimo dijo...

Teovaldo Angel Pesce Pawlow

Espero con ansias la segunda parte. Muy bueno.

Anónimo dijo...

Emma Hsr Lopez

Me encantó Walter !!! un gran saludo para usted !!