
Jaime Prats, Mza, Argentina. Diciembre del 2005.
El sauce llorón empapó sus ramas en el torrente de agua y hojas recién liberado. Cuatro gallinas y una gata huyeron del canal sombreado por los álamos. Más allá, a la altura de la toma que desviaba el agua hacia el rancho y sentado sobre un mantelito de plástico a cuadros, Leonardo esperaba ansioso masticando un puñado de mentas. A un costado tenia el catalejo de su tio-abuelo y los dos libros que estaba leyendo; La isla del tesoro y Los Viajes de Clovis Dardentor.
Se incorporó
como un rastrillo pisado en sus dientes cuando escuchó el lejano rumor. En su
mano derecha sostenía una carabela hecha de palillos, fósforos y corazón de hinojos,
que iba a ser puesta a dura prueba en un par de minutos. Quien la observara con
detenimiento descubriría en ella una verdadera obra de arte, digna de un
excelso miniaturista.
Tres cuzcos
sarnosos lo escoltaban y empapados con el éxtasis del niño, proferían una
batería de ladridos, lucía como si las
colas movieran los cuerpos de lo felices que estaban. Con esfuerzo bajó las
compuertas, cerrando los dos canales que iban, uno a las papas, tomates y
pimientos y el otro a la viña y demás frutales. Dejó abierta la hijuela que
circulaba por la huerta, desembocando en la pileta donde se almacenaba el agua
de la casa. Más tarde volvería a abrirlas, ahora necesitaba todo el caudal para
“La Pinta”.