Jaime Prats, Mza, Argentina. Diciembre del 2005.
El sauce llorón empapó sus ramas en el torrente de agua y hojas recién liberado. Cuatro gallinas y una gata huyeron del canal sombreado por los álamos. Más allá, a la altura de la toma que desviaba el agua hacia el rancho y sentado sobre un mantelito de plástico a cuadros, Leonardo esperaba ansioso masticando un puñado de mentas. A un costado tenia el catalejo de su tio-abuelo y los dos libros que estaba leyendo; La isla del tesoro y Los Viajes de Clovis Dardentor.
Se incorporó
como un rastrillo pisado en sus dientes cuando escuchó el lejano rumor. En su
mano derecha sostenía una carabela hecha de palillos, fósforos y corazón de hinojos,
que iba a ser puesta a dura prueba en un par de minutos. Quien la observara con
detenimiento descubriría en ella una verdadera obra de arte, digna de un
excelso miniaturista.
Tres cuzcos
sarnosos lo escoltaban y empapados con el éxtasis del niño, proferían una
batería de ladridos, lucía como si las
colas movieran los cuerpos de lo felices que estaban. Con esfuerzo bajó las
compuertas, cerrando los dos canales que iban, uno a las papas, tomates y
pimientos y el otro a la viña y demás frutales. Dejó abierta la hijuela que
circulaba por la huerta, desembocando en la pileta donde se almacenaba el agua
de la casa. Más tarde volvería a abrirlas, ahora necesitaba todo el caudal para
“La Pinta”.
Se arrodilló
sobre el borde aplastando unas plantas de esparrago y acercó el barquito a unos
veinte centímetros del fondo. El viento cacheteaba su jopo desparramándolo
sobre el verde veronés de ambos iris. Un rayo de sol se filtró entre los
damascos encendiendo aún más la chipa de
esos inquietos ojos. Y llegó arrullando el agua, el niño dejó que pasase toda
la basura y entonces, conteniendo el aire, apoyó con deleite su creación.
Al principio
pareció que se iba a pique, bamboleándose peligrosamente. En un momento, eterno
para Leonardo , el costado de las velas tocaron la superficie liquida y “La
Pinta” se estremeció. Cerró los puños, sintiendo que el corazón palpitaba en su
boca. Miró al cielo con rabia e impotencia. No habría más intentos, este era su
tercero y último. “La Niña” y “La Santa María” ya habían naufragado, llevándose
meses de trabajo.
Luego de esos
segundos de zozobra, la brisa poco a poco fue enderezando la nave que, tras
estabilizarse, aceleró surcando con
belleza y prestancia la acequia, calificativos que solo podían ser apreciadas
en su cabalidad por el pequeño constructor.
Agarró sus cosas
y chifló a los chocos corriendo a los saltos y gritos por la orilla con el
rostro refulgente de alegría. Al fin lo había conseguido, ya podrían decirle
Leo el navegante, el capitán Leo. Le fascinaban los barcos, los piratas y el
mar, de grande seria marinero y conocería los mil y un puertos del planeta. Por
ahora tendría que contentarse con las carabelas de hinojo.
Su madre se
asomaba tras la puerta para conocer la razón de tamaña algarabía y de paso
indicarle que fuese a lavarse las manos pues el guiso de arroz y pollo estaba
listo. A él le hubiese gustado quedarse a comer en “la Pinta” y festejar con el
resto de la tripulación.
Nitro, West Virginia, EEUU. Diciembre del 2005.
Había empezado a garuar sobre el valle del Kanawha y en ese invierno, más gélido que lo habitual, el aire se teñía de un oprimente matiz. El marrón turbio del rio no hallaba un contraste aliviador en el color de sus costas. Todo lucia hondo, resbaloso, no se movía ni una brizna del seco pasto. Las almas chatas del lugar invernaban lejos de las calles de Nitro. Los pupilas de William Lewis debían ser las únicas entre las catorce mil del pueblo enfocadas en el despaisaje aquel. Refugiado en una casucha de chapa en la que algún vecino almacenaba leña, observaba a través de una ranura el puente por el que nadie había cruzado en las pasadas cuatro horas. Atornillado por el frio al húmedo piso de tierra, buscaba la mejor manera de acomodarse bajo la frazada. Sus dientes castañeteaban sin control, al punto de haberse mordido la lengua un par de veces y el hambre alimentaba el rum rum incontenible de sus tripas.
No le agradaba
vivir en los shelters (refugios) para los sin casa que se habilitaban en la
temporada invernal. Sabía frecuentar uno de Point Pleasent, un poblado situado
a solo unas pocas millas. Lo trataban bien allí, pero vivían dándole órdenes y
cualquier cosa que se asemejase a una rutina, a asumir cierto grado de
responsabilidad, lo aterraba de sobremanera. Hacia un par de años que había
renunciado a cualquier pretensión de parecer un ser humano normal. No tenía
intención de reencauzar su vida, un cartel de total loss (pérdida total) pendía
sobre su cuello.
Extrajo de su
corroído gamulán la única pertenencia que mantenía circulando la sangre en sus
venas, una botella de 370 mililitros de vodka Borski, la más berreta del
mercado, ni a cuatro dólares llegaba. La mezcló con jugo de naranja en un vaso
de telgopor y aspiró el aroma reconfortado. Se acostumbró a tomarla así debido
a que el jugo de naranja mitigaba el olor y el color de la bebida, más de una
vez lo habían arrestado por consumir alcohol en la vía pública. Tenía treinta y
cuatro, aunque parecía de cincuenta, en sus cinco años de homeless había
envejecido a un promedio de tres por uno. Por su ánimo y por sus expectativas,
podríamos decir que estábamos en presencia de un cadáver viviente.
El vagabundo
miró a las dos ardillas bajando por el tronco del solitario roble que
custodiaba la entrada al puente, y ese movimiento de algo vivo sería lo único
(en toda la mañana) que entretendría por
unos segundos a sus tristes y hermosos ojos verde veronés.
Jaime Prats, diciembre del 2010
Nitro, diciembre del 2010
Jaime Prats, diciembre del 2010
Observó la
guitarra y el violín (que el mismo había fabricado) colgadas de dos ganchos en
la pared y mientras abría las ventanas de su cuarto trató de recordar el
instante preciso en que comenzó a abrazar con pasión la música, olvidándose de
carabelas y piratas.
La nochecita
abusaba despilfarrando belleza. Posada sobre el galpón, la luna llena iluminaba
la huerta y el patio trasero. Los canteros de su madre explotaban de petunias,
conejitos y pensamientos. A la derecha de la cancha de bochas, impecable tras
la alisada de la tarde, las damas de noche, bajo el cobijo de los eternos
robles, se enredaban en las parras alumbrando con la blancura de sus flores los
racimos apenas nacidos. El jazmín, junto al orégano y la albaca, plantados a
dos metros rodeando el aljibe, perfumaban al aire con delicadeza. El silencio
era de a ratos quebrado por alguna rana o algún grillo inquieto.
Pulgui, el gato
preferido de Leonardo, se encaramó a la ventana apoyando su frente contra la
tela mosquitera. El adolescente dio dos pasos y le ofrendó una tanda de
caricias que despertaron inmediatamente un ronroneo de felicidad. Cerró los
ojos y sin retirar su mano de la cabeza del felino aspiró con deleite los
aromas de la chacra.
Fue el tío
Carmelo, que vivía en Los Tableros, quien lo envició con la música. Sumergido
en su mundo de galeones y corsarios estaba Leo en una tardecita otoñal, tres años
atrás. Fabricaba en el galpón la réplica de un bergantín inglés, más grande que
lo habitual, que le había sido pedido por el delegado municipal del pueblo para
engalanar el escritorio de su oficina. Las virtudes del niño trascendían ya la
Línea de los palos y su fama de prodigio empezaba a amenazar laa tranquilidad
que el tanto amaba. Y entonces llegó Carmelo con su nuevo chiche, una Gibson
les paul, a alegrar los cuarenta de su padre. Siempre dudó del origen de tan
exclusiva guitarra. No tenía sentido que un humilde chacarero como su tío
poseyera semejante instrumento. Melo solía contar que se la entregó un rico
bodeguero de San Rafael en pago por la uva de diez hectáreas que él le había
vendido.
Aquella noche de
empanadas, lechón y clericó la Gipson hipnotizó al pequeño Leo. Con los
primeros acordes de Desama y Sangra de Serú Giran supo de inmediato en que
actividad desgastaría su futuro. Su tío era un bicho raro, un campesino
atípico, tenía su propia bandita de rock y blues, aunque también despuntaban el
folclore cuando la velada lo ameritaba, “Carmelo y los del tablero” siempre
estaban musicalizando fiestitas por la zona y Leonardo comenzó a acompañarlos.
Largó barcos y
corsarios y fue a estudiar guitarra en la academia de Carlitos Franco en
Alvear. En tan solo dos años y medio aprendió todo lo teórico y sino largo
antes fue por la insistencia de sus padres y de Carlitos, su profesor. A los
seis meses de clases ya tocaba como un verdadero maestro. Cuando se graduó, le
organizaron un concierto en la casa de la cultura alvearense, no cabía un
alfiler, toda la ciudad quería conocer al niño genio del que tanto se hablaba.
La guitarra más sublime que hubiese tocado jamás en el sur mendocino.
Por aquella
época, fines del 2007 y con diez recién cumplidos, terminaba de cursar el primer año en la
escuela de agricultura. Venía haciendo dos periodos en uno sin mucho esfuerzo.
Se puso el
pijama de finas líneas azules sobre blanco y se arregló con las manos la
ensortijada melena color naranja. Sus padres y hermana entraron a despedirse,
irían al cine de la ciudad como regularmente lo hacían los viernes. Él no
estaba de ánimo y prefirió quedarse a componer. A ver si de una vez por todas
terminaba esa dichosa sinfonía para violín, guitarra y chelo, cuyo final se le
venía negando.
Acababa de
terminar la secundaria y tenía becas para conservatorios en diversas ciudades
del mundo, se iba a tomar unos meses para elegir, aunque en su interior ya
conocía el destino. No hubiese querido marcharse nunca del lugar que tanto
quería y de poder elegir por motus propio, se hubiese quedado para siempre en
la finca de Jaime Prats a tocar la guitarra y trabajar de chacarero, como su
tío. Pero las expectativas que su extraordinario talento había despertado en
los otros lo obligarían pronto a marcharse a la capital del mundo, New York.
—¡Maldito
estigma el de ser un fenómeno! —musitó por lo bajo mientras agarraba el estuche
recostado sobre el baúl de su abuelo— ¿Por qué no tocar simplemente, sin pensar
en nada? Disfrutar sin tener que inclinar la cabeza frente a esa banda de aduladores
empalagosos.
Descorrió el
cierre con cariño, apreciando la maravilla que contenía su interior. La Gibson
les paul, que acababa de regalarle Carmelo, era una guitarra soberbia de cuerpo
macizo, sin caja de resonancia y tallada en caoba con una tapa convexa de arce.
Su acabado traslucido permitía ver las vetas de la madera. El mástil encolado
llevaba un alma regulable rematada por un diapasón de palo rosa de veintidós
trastes.
Las primeras
notas de Asturias de Isaac Albeniz endulzaron tiempo y espacio en la finquita
de la Línea de los palos. El gato barcino escuchaba embelesado el rasgueo de la
Gibson. Para Leo Gutiérrez la música era su universo, su todo y no deseaba
preocuparse por otra cosa, para el no sucedía nada más allá de este tranquilo
presente.
Casi una década
en estado infrahumano, vegetando de un lado a otro, sobreviviendo solo porque
el terco aire seguía inflando los pulmones. William no esperaba (ni deseaba)
que su cuerpo durara mucho tiempo más, sobre todo con estos inviernos de West
Virginia que cada vez venian peores.
Se encontraba
respaldado en el muro que separaba el pueblo de la interestatal 64. Faltaba
poco para la medianoche y le hacían compañía los otros tres homeless de Nitro,
pues el poblado no daba para alimentar a más de cuatro o cinco indigentes. Se
calentaban las manos en un barril que expulsaba llamaradas rojas y azules,
acompañadas por un humo saturado de desagradables olores. Cualquier material
resultaba bueno para mantener el fuego encendido, plástico, cartones, pañales, ropa
sucia, etc. y muy de vez en cuando algo de leña. Cinco perros famélicos yacían
desperdigados alrededor de la hoguera y observaban con ojos caidos a sus
infelices dueños. La pared los protegía del viento que bajaba del norte, pero
esa noche no durarían mucho más reunidos allí. Una tormenta de agua nieve
estaba a hora y media de desencadenarse sobre el valle del Kanawha.
Miro al viejo
Tom que junto a él tarareaba una canción sureña y se preguntó si el luciría así
de mal también. Las llamas desnudaban un perfil hallowinesco, en donde la gran
nariz corroída por el acné, apenas sobresalía de una maraña de hediondos pelos.
Los ojos enrojecidos y lagañosos parecían no tener vida alguna. Esa triste
melodía, que se escapaba por una boca sin dientes, le trajo, no comprendía por
qué, imágenes de otra vida, que ahora le lucia extraña y perdida en el tiempo.
Recuerdos de aquellos días del 96 cuando
creyó golpear las puertas del
mismísimo paraíso.
William estudió
medicina en Harvard, obteniendo el promedio más alto de su promoción y
terminando la carrera cuatro años antes que la media. Se especializó en
genética, alcanzando el doctorado en Stanford, California. Antes de los treinta
fue elegido por la revista Time como uno de los cinco científicos más
prominentes del país. Le llovían ofertas de trabajo, los principales
laboratorios de las empresas privadas y universidades se mataban por él.
Aplacando el monstruo de su ego andaba en aquellos primeros años, cuando
apareció ella.
Brigitte
Boisselier estaría pisando los cuarenta y modelaba un look savage que alteró,
con solo el primer vistazo, las hormonas del joven genetista. Teñida de rubio,
con unos ojos negros soñadores, exhibía una amplia sonrisa de dientes perfectos
y ni hablar de las exuberantes curvas que exaltaban su cuerpo. No era bella, su
rostro redondo y su nariz media aguileña impedían ese calificativo. Podríamos
decir que para William resultaba perversamente sensual, atrapante.
El doctor sabía
bien a quien tenía enfrente. Un par de meses atrás el mundo de la genética se
había visto convulsionado por un dossier de la revista Popular Science titulado
New Scientist, en donde se informaba que el movimiento raeliano acababa de
fundar Clonaid, una compañía para la investigación y el desarrollo de la
clonación humana. En aquel tiempo, varios países europeos habían prohibido este
tipo de actividades, pero los EEUU solo declararon una moratoria en la
utilización de fondos federales para dicho fin. Brigitte, una exitosa química
francesa, era la cabeza visible de Clonaid.
William había
leído bastante sobre los raelianos y los tenía por una secta de payasos
iluminados. Esta organización atea, supuestamente sin fines de lucro, es
liderada por el francés Claude Vorilhon, que se hace llamar Rae. Creen que unos
alienígenos, los Elohim, crearon toda la vida sobre nuestro planeta usando para esto la ingeniería genética.
Sostienen que de lograrse la clonación humana y a través de un traspaso mental
de información, estaríamos logrando la inmortalidad. Nunca (hasta aquella
tarde) había ni siquiera analizado la viabilidad de semejante sarta de
estupideces, como le gustaba denominarlas, pero la sonrisa de Brigitte apoyada
en un sensacional escote y una falda licra, tres talles menor, evitaron que al
instante la corriera a patadas de allí.
Durante hora y
media en aquel anochecer de primavera, la francesa lo sedujo mas con su cuerpo
que con sus palabras. Terminó contestándole, con un hilo avergonzado de voz,
que estudiaría la suculenta propuesta. Necesitaba su ausencia para juntar
fuerza y acabar de una buena vez con aquel despropósito. Esa noche no pudo rechazar
la invitación al Hyatt de Charleston donde estaba parando. Tras una velada de
sexo fantástico, para un casi virgen como él,
quedó sellado el contrato. No podía aceptar perderla para siempre, William
se encontraba realmente trastornado por ella.
Le armarían un
laboratorio de avanzada, con dos colaboradores de primera línea, en un remoto
lugar de los EEUU. Podría trabajar tranquilo y con total privacidad por los
próximos cinco años, plazo tras el cual debería mostrarles las primeras pruebas
positivas.
Cinco años en
los que coqueteó con el Diablo y hasta llegó a creerse Dios, aunque en algunos
momentos William ofició de él.
Una vez más
había calculado erróneamente la intensidad de la tormenta al momento de salir,
diez minutos atrás. Al pasar frente al cementerio ubicado en Greenpoint Avenue alzó la vista al cielo y se detuvo un momento
dudando en ir o volver. Conocía de memoria las tormentitas de verano en New
York, al instante se levantaba un viento del demonio, comenzaba a diluviar y a
los cinco minutos salía un sol que trizaba el pavimento liberando una humedad
mortal.
Leo aceleró el
paso mientras meditaba sobre la tenebrosa vista que debían tener los cuartos
del hotel Best Western que daban para el lado del Calvary Cementery (que cubría
todo el horizonte con tumbas y mausoleos rematado por el sky line de la ciudad).
¡Qué mal gusto! un hotel rodeado por un cementerio. Lo curioso era que en las
tardecitas solía ver gente que salía a correr por el caminito que lo
circundaba. Aunque el joven reconocía que habían algunas estatuas bellísimas
que engalanaban los sepulcros, haciendo de ese recorrido quizás algo
morbosamente interesante.
Y entonces se
desfondó el firmamento y tuvo que cruzar la avenida corriendo para refugiarse
en el interior de una lavandería china. No tanto por miedo al chaparrón, sino
porque no confiaba en la impermeabilidad de la funda de su guitarra. No había ni
un cliente en el interior del negocio, debía ser el único estúpido esa mañana
que parecía no estar enterado del pronóstico meteorológico. Una señora mayor
(Leo le calculó unos ochenta y pico) apenas levantó la vista un par de segundos
para mirarlo con aburrimiento y volver a bajar la cabeza mientras cerraba sus
ojos con expresión de cansancio. Lucia como si todos fuesen chinos, indios o
centroamericanos los que habitaban aquí, por lo menos en las cuadras que iban
de su casa a la parada del subte. Gente humilde y trabajadora, se sentía bien
entre ellos.
Habría buscado
un vecindario mejor de haber querido, su presente económico se lo permitía,
pero se había encariñado con este. Apenas llegado al país del norte, tres años
atrás, la beca que le habían otorgado solo le permitió alquilar algo barato en
un barrio alejado de la quinta avenida. Al final, con otros dos becarios del
conservatorio consiguieron una casita en Queens. Ahora, y desde principios de
año, vivía solo en ella.
Se sentó en una
silla cercana a la puerta principal y pasó su mano sobre las gotas que perlaban
la funda. La lluvia lo preñaba de nostalgias, obligándolo a preguntarse sobre
el sentido de todo lo que estaba haciendo, si era esto lo que realmente
deseaba. Por el lado económico y profesional, no podía quejarse, mejor
imposible, pero en lo anímico estaba lejos de algún grado de estabilidad.
Extrañaba horrores su Jaime Prats natal, su finca, sus paisajes, sus olores, y
pese a que había viajado ya ocho veces desde su arribo y sus padres y hermana
venían dos o tres veces al año, no terminaba de asimilar el exilio.
Al borde de los
diecisiete era el estudiante más virtuoso del Julliard School. Este prestigioso
conservatorio de fama mundial había sido fundado en 1905, fue la primera casa
de estudios avanzados en música de todo el continente americano. Leo no solo
pulió sus habilidades en el arte de la guitarra, sino también lo hizo en piano
y violín. En junio, había sido nombrado integrante estable de la filarmónica de
New York (el más joven de su historia). En la actualidad se hallaba grabando su
primer c.d, “A guitar from heaven” con
todos los temas de su composición.
Observó las
delicadas y suaves palmas de sus manos que contrastaban con unos dorsos velludos. ¡Soy casi un mono!, pensó
preocupado el joven. Con tan corta edad poseía ya una tupida barba y debía
depilarse regularmente entre las cejas para no parecer un gorila genuino. Es más,
también tenía un colchoncito de pelo en la espalda y sus nalgas comenzaban a
ensombrecerse de vellos. Y sin embargo su padre era casi lampiño, morocho, y
media veinte centímetros menos. ¿A quién carajos había salido?, se cuestionaba
siempre Leo. Su madre, de pelo castaño, no alcanzaba el metro cincuenta. Nadie
en su familia (inmediata o remota) había sido pelirrojo. Otra cosa que lo
intrigaba era su elevadísimo coeficiente intelectual, ¿no debía haber una
relación, aunque fuese remota, con alguien de su entorno familiar? En los
pasados años aumentó su certeza de que lo habían adoptado de bebe, solo
esperaba que sus padres algún día se sincerasen contándole la verdad. Si no les
preguntó nunca fue por el cariño que les profesaba y el terror de herirlos con
algo que de ultima, trataba de convencerse el adolescente, no revestía tanta
importancia. Siempre, (ya sea en la escuela Rio Bamba de la Línea de los Palos,
como en la de agricultura de Alvear Oeste) sus compañeros se habían burlado
constantemente de él. “Esa pluma no es del ave” o “¿Cómo anda tu viejo el
lechero?” le decían entre otras cosas poniendo en duda la hombría de su padre.
Pese a que intentaba desplazar el tema de su mente, era algo que lo desvelaba
tanto o más que su indomable añoranza. Más aun después de estos sueños
recurrentes que comenzó a sufrir al poco tiempo de llegar a los Estados unidos.
Estaba en un
cuarto ¿de hospital?, las paredes blancas y las cortinas color crema, casi sin
muebles. Una cuna de madera, un corralito con un sonajero y un osito de peluche
y el hombre que no le apartaba los ojos de encima. Era grandote y colorado, con
una barba cuidada. Podía palpar el cariño enorme que sentía por ese bebe. Y
allí estaba también el rio de barro, inmenso y ruidoso que serpenteaba junto a
la ventana pegada a su cuna y le traía un arrullo increscendo de aguas que,
lejos de serenarlo, siempre terminaba despertándolo sobresaltado.
Extraviado en
sus cavilaciones no había percibido el final de la lluvia, el sol estimulaba
humos homicidas allá afuera. La china lo miraba impaciente como indicándole la
salida. Juntó fuerzas y se levantó, mirando con desconfianza la vereda que lo
esperaba. Con una sonrisa casi imperceptible agradeció a quien le había
brindado refugio, cogió la guitarra y se largó del lugar. La parada de la calle
41 sobre Queens Boulevard aun le quedaba a diez cuadras. La línea 7 lo llevaría
a Times Square, haría algunas compras antes de llegar al conservatorio.
Como a las siete
y media de la tarde volvió del centro, traía dos bolsas con ropa y productos de
limpieza personal, eran tres semanas las que iba a estar lejos de casa. La
sinfónica realizaba su gira anual por diversas ciudades del país y Leo, algo
increíble para su edad, sería el primer violín. Habían tenido una última práctica
y la reunión con los 106 miembros para finiquitar los preparativos. Saldrían
rumbo a Philadelphia en la madrugada, dentro de dos días.
Atravesó el
puente sobre la autopista (siempre sobre Greenpoint Avenue) y como hacia
regularmente en los anocheceres que caminaba de regreso, se puso a saborear la exquisita vista de la capital del imperio
que esa posición elevada le regalaba. Todo el downtown neoyorquino pletórico de
luces y rascacielos iluminados con diversas tonalidades de verde, rojo, blanco,
azul y amarillo. Por allá el Empire State, a su derecha el Chrysler building, a su izquierda las cuatro torres altísimas de
una fábrica y cientos de otros hermosos edificios desparramados sobre un cielo
negro rojizo.
Nitro, Agosto
del 2013
William respiró
hondo y se pasó una vez más el dedo índice sobre sus lagañosos ojos. No podía
dar crédito a lo que veía, debía estar soñando o delirando, aunque anoche se
había alimentado bien con las sobras del basurero del Burguer King y se durmió
adobado con media botellita de smirnoff (que un alma caritativa había
dejado entre los desperdicios). Se tuvo que levantar temprano, culpa de un
cargamento de leña que lo desalojó de su petit hotel y lo puso a rodar por el
pueblo, A las ocho y media de la mañana el calor ya era sofocante y busco
sombra en la galería de una casa que sabía abandonada. Allí vio como el
diariero arrojaba el Charleston Daily Mail al jardín de un vecino. Era domingo
y todos dormían, así que ni tomo precauciones cuando traspasó la calle y agarró
prestado el diario de la capital.
En las hojas
finales estaba la sección cultura y espectáculos, allí se hallaba una foto a
media página de la filarmónica de New York, de próximo arribo a Charleston. Un
joven en la primera fila tocaba el violín, el gozo se reflejaba en su rostro y
un rayo de luz parecía iluminar su cabello colorado dándole una estatura
superior al resto. Williams acercó el periódico a diez centímetros de su cara y
suspiró emocionado sintiendo como sus ojos recuperaban el llanto perdido por
década y media.
Increíble, pero
allí estaba Jimmy, su querido Jimmy. El mundo volvía a girar, los colores
recuperaban su vivacidad, hasta el aire olía mejor, como más limpio y perfumado.
La enérgica imagen de joven pelirrojo era la suya propia (con treinta años
menos) cuando a mediados de los ochenta con el futuro en su puño cursaba en la
universidad de Stanford. Su hijo estaba vivo y le devolvía la vida a él. La
perra de Brigitte le había mentido aquel día en que le informó que su clon
había muerto y que debía huir inmediatamente pues los federales los estaban
buscando, aunque siempre mantuvo una chispita de fe. Quiza su bebe bonito estuviese
vivo en algún punto del globo terráqueo. Estaba seguro que fue esa ínfima
esperanza la que lo había mantenido respirando cuando todas las chances estaban
en contra de ello.
Dos años antes
de que Clonaid expusiera ante los ojos del mundo su intención de clonar humanos
a un nivel comercial, William arribó a Nitro saturado de dudas, no
profesionales sino éticas. Si estaba dispuesto a provocar a Dios, solo lo iba a
hacer por ese amor loco que le impedía pensar claramente. Brigitte lo acompaño
las primeras dos semanas, brindándole su cuerpo todas las noches como para que
no se arrepintiese. El joven Lewis no estaba convencido de que (ni poseyendo la
mejor tecnología y los mejores científicos) se pudiesen lograr los resultados
que el líder raeliano esperaba. Bajó del avión en Charleston con una chequera
del City en blanco en el bolsillo. Mark Hunt, un magnate, ex legislador del
estado de West Virginia, financiaría el proyecto. Mark deseaba reproducir a su
hijo muerto poco tiempo atrás y estaba dispuesto a gastar una fortuna para
ello.
El pueblo le
pareció dolorosamente aburrido, la gente circulaba como atontada por las calles
y a nadie parecía interesarle nada. El lugar ideal para pasar
desapercibidos. Después de caminar todos sus recovecos por treinta veces
encontraron el lugar perfecto. Una ex escuela secundaria en desuso brindaba las
instalaciones necesarias. El secreto sobre los verdaderos fines de aquella
instalación en Nitro debía ser absoluto, por lo menos hasta que se hiciesen
públicas las intenciones de Clonaid. El tema de la clonación humana levantaba
demasiada polvareda y había por entonces muchos políticos y científicos
luchando por su total prohibición en los Estados Unidos. La ex escuela seria
publicitada como un laboratorio que realizaría estudios genéticos solamente en
animales, pero nada acerca de clones y yerbas afines. Se montó toda una
infraestructura “pantalla” en la parte visible de la escuela y hasta se
permitió que estudiantes de la zona vinieran a visitarlas. Mas el verdadero
centro de todo estaba en el subsuelo, allí en cuatro habitaciones que cubrían
150 metros cuadrados en total, Williams empezó a diseñar a Leo, perdón quise
decir a Jimmy.
Trabajó
relativamente rápido, tratando que sus dos ayudantes no se involucraran
directamente en las últimas etapas de la creación. Solo pensaba en complacer a
Brigitte y mientras más lauros cosechara él solo, con más admiración ella lo
miraría. En síntesis, rememoraba el homeless sin despegar sus ojos de la foto,
el procedimiento clonatorio no era para nada complicado. Se sacaba el núcleo de
una célula del donante y con él se reemplazaba el núcleo del óvulo que iba a
ser fecundado. El problema fue que del centenar de pruebas realizadas en el
primer año y medio, solo cuatro dieron resultados relativamente positivos, como
para hablar de un embrión relativamente estable. Solo uno llegó a la etapa del
nacimiento y falleció a las tres semanas.
Las mujeres que
ofrecían sus óvulos y su vientre eran generalmente latinas ilegales traídas por
Briggite y luego de fecundadas, se las llevaba a una clínica clandestina que
tenían en Las Vegas.
Al cumplirse los
dos años empezaron las buenas noticias, aumentó el porcentaje de embriones sin
malformaciones y hubo varios partos, aunque solo una beba sobrevivió el año.
William nunca supo que había sido de ella y si aún vivía.
El viernes ese
en que no pudo con la maldita tentación e implantó el núcleo de una célula suya
en el ovulo vacío de una subrogante latina, llovía torrencialmente sobre el
valle del Kanawha. Sus dos colaboradores se habían retirado temprano y Brigitte
acababa de marcharse al aeropuerto de la capital dejándole a Julia, una joven
mexicana.
Fue la primera y
única vez que lo hizo, aunque resultó más que suficiente, a los ocho meses y
medio nacía Jimmy en Nevada. A los noventa días, Brigitte se apareció en Nitro
con él bebe y le pidió a William que lo cuidara por un tiempo. Habían
clausurado la clínica de Las Vegas y hasta que lo reubicaran (siempre que
sobreviviera el periodo crítico de un año) se quedaría con ellos en el
laboratorio subterráneo. Le armaron un cuartito
con una gran cuna y lindos juguetes y Willian quiso creer que Dios lo perdonaba
ofrendandole su clon, su hijo, para que lo amara y lo cuidara para siempre.
Transcurrieron
entonces los dos años más hermosos de su existencia. Vivía solo para Jimmy,
pasaba horas con él, contándole las cosas que harían cuando salieran de allí.
Lloró con el primer papa que pronunciaron sus labios y aplaudió con ojos
húmedos el pasito inicial. Brigitte comenzó a ver esta relación con
preocupación, no la convencía que su científico líder se involucrara
sentimentalmente con el primer producto exitoso de la compañía. Además William
estaba descuidando su trabajo justo en el momento en que la compañía había dado
a luz sus propósitos comerciales y tenían una cartera de 200 clientes
dispuestos a pagar medio millón de dólares por cada clon. William nunca la
haría partícipe del verdadero origen del bebe.
Una mañana de
primavera del 98 y tras regresar de hacer las compras en el mercado y lavar su
auto, William entró al cuarto de su pequeña replica para encontrar la cuna
vacía y todo el laboratorio hecho un desorden. Desesperado, corrió a buscar a
sus colaboradores pero no pudo encontrarlos. Temblando, sentado en la escalera
de entrada al ex colegio, intentó por más de cien veces comunicarse con la
francesa. Al mediodía recién le contestó, con voz entrecortada y nerviosa
Brigitte le dijo que Jimmy había sufrido un paro cardiaco minutos después de
que él se marchara. Casi al mismo momento habían llegado los federales
llevándose archivos y memorias de computadoras. A duras penas pudieron llevarse
el cuerpecito inerte y enterrarlo quien sabe adónde. La cosa estaba
caliente, le rogó que se escondiera por un par de meses porque era muy probable
que todos fuesen presos. Ella misma estaba saliendo en media hora rumbo a
Europa. Se despidió con un ruidoso beso expresándole su pena por el deceso del
niño.
En las dos horas y
cuarto que se había ausentado le habían puesto el mundo boca abajo.
Sin su Jimmy ya no tenía sentido el seguir viviendo. Bajó la cabeza y llorando
silenciosamente se extravió durante quince años por las calles de los distintos
pueblos del valle del Kanawha, donde comenzaron a conocerlo simplemente como el
loco Billy. Nunca más, hasta este día, había vuelto a subir al nivel de la
realidad.
Miró la fecha del
concierto grabándola en su mente. Era dentro de dos sábados a las nueve de la
noche en “The Charleston Light Opera Guild”, un lugar precioso, pensó el
hombre, digno para el diamante que brillará en la velada
William entornó los
parpados y sintió una inyección de ternura, de esperanza desentumeciendo sus
huesos. Allí estaría esa noche esperándolo a la salida para abrazarlo y
contarle lo mucho que lo había extrañado.
Charleston septiembre del 2013
Anochecía cuando William Lewis dio el primer paso sobre Tennessee Avenue, serian como las siete y treinta cinco y el clima era perfecto. Setenta y seis grados Fahrenheit, apenas una leve brisa refrescante, un cielo límpido con más estrellas de lo que generalmente la polución lumínica dejaba apreciar y una luna llena endiabladamente bella que venía a poner el broche al escenario de un reencuentro inminente.
Anochecía cuando William Lewis dio el primer paso sobre Tennessee Avenue, serian como las siete y treinta cinco y el clima era perfecto. Setenta y seis grados Fahrenheit, apenas una leve brisa refrescante, un cielo límpido con más estrellas de lo que generalmente la polución lumínica dejaba apreciar y una luna llena endiabladamente bella que venía a poner el broche al escenario de un reencuentro inminente.
Caminó tres cuadras
hasta encontrar el edificio del Charleston Light Opera Guild. Se
decepcionó ante la tosca fachada, esperaba algo más moderno, más espectacular.
Frente a él tenía un antiguo bloque cuadrado más parecido a una corte de ciudad
chica que a una prestigiosa opera. A través de unas elevadas escaleras se
accedía a un hall con un techo sostenido por cuatro altas columnas, bajo el que
destacaban tres puertas de doble hoja, una amarilla, una verde claro y la otra
lila pálido. ¡Qué mal gustó! Pensó el hombre
mientras cruzaba la avenida acercándose al cartel que promocionaba la llegada
de la filarmónica de New York.
A un guardia de
seguridad, el cual lucia aburridísimo y al que tuvo que chistar tres veces, le
preguntó cuál era la puerta por la que salían los artistas. El moreno de ojos
saltones lo estudió con curiosidad y con pereza apuntó hacia una puerta roja
(también con su empinada escalera) a la izquierda del hall para luego volver a extraviar su vista en la
nada.
Buscó un lugar donde
asentar su cuerpo durante las tres horas y pico que aún le quedaban de espera.
Al pasar frente a la puerta señalada, una melodía de chelos y violines le llegó
de adentro. Debían estar ensayando y lo más probable era que su Jimmy se encontrase
solo a metros de allí. La emoción le descompasó el ritmo cardiaco y tuvo que
apoyarse en la baranda de la escalera y aspirar profundamente. Se hizo el
silencio por un par de minutos, entonces un violín endulzó el aire acariciando
los sentidos del loco Billy.
Tiene que salir todo
a la perfección —musitó Leo mientas se paraba y agarraba su instrumento ante la
gran expectativa de los demás músicos.
A dos horas del
concierto que cerraba la gira, sería el encargado de interpretar el solo de
violín que clausuraría el espectáculo. Seis meses atrás, al poco tiempo de
incorporarse a la filarmónica, el director le había planteado un desafío.
Cerrar en Charleston con la partita número dos BWV 1004 de Joan Sebastian Bach,
para muchos la pieza para violín más difícil de ejecutar. Pocos artistas en el
mundo se le animaban y el joven dudaba en estar capacitado para tal desafío.
Era la gloria o el ostracismo, demasiado riesgo al comienzo de su carrera, pero
no iba a defraudar al director que confiaba ciegamente en él.
Usaría el tipo de instrumento
para el que Bach creó la obra, única forma de rendirle honor al genio teutón.
El Stradivarius que acariciaban sus dedos tenía el mástil más corto y menos
inclinados que el instrumento moderno. Además poseía una barra de armonía
pequeña, el puente más plano y las cuerdas eran de tripa. Amaba la partita número
dos, desde el mismo momento en que años atrás la escuchó en you tube
interpretada por Yehudi Menuhim en Viena. El quinto movimiento era el más
complicado. Resultaba extenuante y le exigía un esfuerzo y una concentración sobrehumanos
durante casi quince minutos.
Leo esperaba que al
final de la velada el auditorio lo despidiese con vítores y aplausos, pero
anoche mismo, en cruel pesadilla, se había visto bajando el estrado mientras el
público lo abucheaba y silbaba con rostro adusto.
Por más de una hora
William permaneció sentado en los escalones que daban a la salida de los
músicos. La cola de quienes asistirían al concierto pasaba por la vereda, a
metro y medio de donde él se hallaba.
—Gente saludable, de
dinero —pensó avergonzado— o por lo menos bien vestidas, con ropas lindas de
calidad y sobre todo compradas a medida.
Bajó la vista para
encontrarse con su pantalón de jogging al que le sobraba tela por todos lados.
Una camisa celeste con finas líneas azules le hacía cómico contraste pues le
quedaba chica, a duras penas le abrochaban los botones. Traía también un
saquito marrón, una bufanda a franjas multicolores (más tarde seguro
refrescaría) y un bolso lleno con sus porquerías inservibles. Lo único que
Willian creía que le quedaba lindo era el elegante sombrero crema con una tira
negra que un predicador le había regalado en el refugio diciéndole que era
ideal para asistir a un espectáculo de música clásica. Para rematar el cuadro
de elegancia le habían regalado un par de viejos mocasines dos números mayores.
—Un verdadero clown.
— renegó el hombre mientras acercaba su nariz a una manga— Por lo menos están
limpias y huelen a jabón.
Para conseguir esas
prendas había tenido que pasar la noche en el refugio para vagabundos en Point
Pleasent. Se trataba de una vieja casona con un comedor, un amplio patio
central con frutales y una fuente en el medio, dos baños y siete dormitorios
con cuchetas desparramadas por cualquier lado. Había épocas del año en las que
no conseguías lugar, como por ejemplo en invierno o en los días tormentosos. El
clima a lo largo de las pasadas dos semanas estuvo benigno así que los homeless
andaban desperdigados por los pueblos del valle y William no tuvo problemas
para conseguir una cama. Lo bueno era que además de un buen baño con
enchampuzada incluida (y él ya juntaba tres meses sin asearse), te daban cuatro
comidas por jornada. Lo malo (y esto sí que incomodaba al ex científico) era
que no podías ni beber, ni tampoco fumar, además te obligaban a asistir a misa
pues regenteaban el shelter un grupo de misioneros evangelistas. Llegó de Nitro
en colectivo el jueves a la hora del almuerzo y se fue hacia la capital el
viernes tras la merienda.
A las nueve menos
cuarto se levantó buscando estirar sus adormecidas piernas. Calculaba que el
concierto iba a terminar alrededor de las once y treinta así que dormiría
tirado por ahí pues el primer bus salía recién a las cinco y treinta de la
mañana. Bordeó el edificio por el lado del estacionamiento y en el sector
opuesto a la entrada principal se encontró con una grata sorpresa. Un parque en
el cual se acomodaban decenas de personas amantes de la música sinfónica y que
no tenían recursos para pagar las saladitas entradas. En un inmenso muro blanco
se proyectaba lo que estaba sucediendo en el interior de la ópera y con un sonido
excelente.
Loco de alegría ante
la posibilidad de ver y escuchar a su querido Jimmy, tiró cuatro hojas de
diario en la base de la palmera que le serviría de respaldo. No deseaba llegar
con los pantalones manchados de pasto a la cita. La sinfónica acababa de ocupar
el escenario y en el centro un sol rojo brillaba a los ojos de William.
El joven se hallaba
estresado, una presión en la nuca y el dolor a la altura de la cien lo tenían
hundido en la silla. Sentía seca la garganta y no se había podido desprender de
un cosquilleo que le subía por las piernas hasta la columna. Conocía los
síntomas, un surménage estaba a la vuelta de la esquina, había sufrido uno a
poco de llegar a New York años atrás. Una seguidilla de presentaciones por todo
el país, saltando de un hotel a otro, de un avión a otro, con pocas horas de
descanso y toda la atención volcada sobre él lo tenían extenuado. Por suerte
dentro de dos horas todo habría terminado (por lo menos por ahora) y volvería a
su casita de Queens donde lo estarían esperando sus padres y hermana, llegadas
anteayer de Argentina. Su salud mental necesitaba ese remanso. No se explicaba
de donde habían salido todas esas adolescentes que estaban asistiendo las
últimas noches. No había dudas de que venían a verlo a él, no a la orquesta, y
eso lo disgustaba bastante. Le hacían firmar su cd, se sacaban fotos junto a él
y hasta algunas desubicadas pegaban grititos al verlo. Ahora le hacían notas y
entrevistas en los principales medios de las ciudades por las que pasaban.
Nada tenía sentido,
un pendejo rock star de la música clásica ¡Por favor que mierda!, pensaba Leo
aburridísimo, no era eso a lo que había venido a norte América.
Una
vez más sentado frente a un expectante público cerró los ojos y anheló con toda
el alma estar en su Jaime Prats natal, en la finca de los álamos peinados por
el zonda y los bichitos de luz que tapizaban la alfalfa en las noches de verano.
En esos segundos se trasladó por el rio Atuel y se vio junto al lago del Valle
Grande en una noche estrellada de veras y no como las de acá, con tan solo un
puñado de raquíticas estrellas. Deseó aspirar nuevamente el aire con los olores
esenciales de la naturaleza que las grandes ciudades le habían secuestrado.
¿Vale
la pena cambiar aquello por toda la fama del mundo? —volvió a preguntarse
mientras acomodaba la partitura inicial y observaba al director que con su
pulgar levantado intentaba (inútilmente) infundirle ánimo.
La sinfonía número 40
de Mozart surcó entonces el cielo de West Virginia.
Jamás en sus cuarenta
y pico de años el ex científico había disfrutado tanto como a partir del
momento en que la filarmónica empezó a sonar. Pieza tras pieza sus ojos se
licuaban en llanto y su piel se erizaba en un éxtasis continuo. Se había parado
y como drogado aplaudía y danzaba al ritmo de las cuerdas, aunque era solo un
violín el que escuchaba y un único interprete el que llevaba pegado en sus
pupilas.
—¡Es mi hijo, mi
pequeño Jimmy! —le repetía a todos aquellos que le indicaban compostura
mirándolo con indisimulable desagrado.
El hombre era feliz a
rabiar. Transitaba la noche que terminaría justificando su ser en esta tierra.
Después de ello ya no necesitaba nada más. Si podía verlo de cerca, tocarlo y
hablar con él, genial, el corolario perfecto. Había desgastado horas de
insomnio elaborando las frases que le diría al tenerlo de frente y ahora eso ya
ni le preocupaba, era como si el concierto fuera suyo, un regalo especial de Jimmy.
Instantes en que parecía no existir materia que los rodease, únicamente él y su
clon suspendidos en el éter musical por toda la eternidad.
Se hizo una pausa, el
antiguo reloj sobre el palco de honor marcaba las once y tres minutos. El
espectáculo llegaba a su fin. Los espectadores se movieron nerviosos en sus
asientos presintiendo el momento cumbre, la partita número dos de Bach.
El joven pelirrojo
retuvo el aire en sus pulmones y observó con aprensión el Stradivarius apoyado
sobre un paño de terciopelo rojo que cubría el taburete a su derecha. Respiró
de nuevo entrecortadamente, el corazón en desbocado tamborileo, las palmas
húmedas, las canillas inestables.
El director lo invitó
a su lado con gesto reverencial. Un atruendo de aplausos acompañó sus siete
temblorosos pasos. Luego, el silencio más atroz que jamás hubiese sufrido Leo y
los dedos buscando lentamente su posición en las cuerdas, y el universo
detenido por unos instantes.
El Kanawha corría
rumoroso y turbio. Caminó por la orilla durante horas, rememorando segundo a
segundo el reencuentro con su clon. No salió para nada como lo había planeado,
pero pese a todo estaba feliz, satisfecho. El joven lo trató con consideración,
con sumo respeto. Se tendió un nexo instantáneo entre los dos y en ese apretón
final fue como si le hubiese transmitido sus sueños, el pasado, la energía, en
fin su vida misma. Una paz profunda lo confortaba. No precisó decirle nada, de
cierta forma Jimmy había comprendido todo, la expresión de sus ojos al
despedirlo así se lo indicaron. En algún lugar de esa alma joven estaría ahora
depositada su imagen para siempre.
Epílogo
Los críticos
comentarían en los días por venir que en pocas ocasiones se había escuchado por
esos lares un violín tan virtuoso, augurando un lugar preferencial para
Leonardo Gutiérrez entre los grandes de la historia. El solo final sería
reproducido hasta el hartazgo por radios y canales de todo el país y del mundo.
“Unos dedos mágicos, sobrenaturales” titularía el Washington Post. “El planeta
hipnotizado a los pies de un argentino, y no se trata de Messi” bromearía el
New York Times.
Para Leo no existía
encantamiento ni poderes fuera de este planeta, no disfrutaba para nada el
tener que tocar bajo tal presión. Amaba la música, pero cuando salía
naturalmente, del alma a los oídos. Sabía que en la privacidad, ante un público
íntimo, selecto y sin ningún tipo de condiciones, podía interpretar mil veces
mejor la partita número dos. En los últimos minutos del concierto luchó
fieramente para que un ataque de pánico en ciernes no malograra el acto que
cerraba la gira de la filarmónica. Hubiese sido vergonzoso, es más, hasta el
segundo preciso en que los cientos de espectadores lo ovacionaron de pie y el
director le levantó la mano que sujetaba el violín para luego inclinarse frente
a él, creyó que su despliegue venía siendo mediocre, sin fuerza, insustancial
(y aun lo creía). Aunque lucia como que los demás no opinaban lo mismo. En fin,
el suplicio había terminado y la mente del muchacho parecía oxigenarse
recuperando poco a poco la estabilidad.
Bajo el abanico plateado
del satélite natural, en el parque de atrás, la gente se retiraba acarreando
sillas y mantas mientras comentaban la performance del pelirrojo. Solo una
persona permanecía inmóvil, sollozando abrazado a una palmera. El loco Billy
apenas lograba respirar de la emoción, había creado a un ser genial, único. Un ángel
capaz de mejorar el humor del mundo solamente con su violín. No era un experto
pero intuía que su Jimmy daría mucho que hablar en las próximas décadas y él,
un miserable homeless del valle del Kanawha, era el culpable. Después de tanta
tensión estaba agotado, pero se trataba de un cansancio lindo, gratificante,
como el de un trabajador que tras ardua tarea respira hondo sintiéndose orgulloso
por el deber cumplido.
Con mucho esfuerzo, tratando
de ignorar un puntazo en la cintura que amenazaba con clavarlo de rodillas en
el césped, se puso el saco y luego de acomodarse el sombrero enrolló la bufanda
en su cuello y agarró el bolso. Con un rengueo zigzagueante se alejó del lugar.
A
las doce y media el termómetro se ubicaba en unos agradables 66 Fahrenheit. La
luna brillaba con ganas provocando sombras por doquier y el viento parecía
haberse tomado un respiro. Había poco movimiento en las inmediaciones del
Charleston Light Opera Guild. En el borde inferior de las escaleras, con el
estuche del violín cruzado en su espalda, la estrella más luminosa del
firmamento firmaba autógrafos. Dos
jovencitas rezagadas de un gran grupo de adolescentes que ya se habían retirado
lo esperaban absortas. La rubiecita más pequeña se colgó de su cuello
zampándole un beso en la mejilla y Leo se desprendió con sutileza esbozando una
falsa sonrisa. Nunca terminaría de acostumbrarse a todo eso.
William lo observaba
desde unos seis metros disimulado entre dos conteiner de basura. Un miedo
irracional lo pegaba al cemento imposibilitándole cualquier acercamiento al
clon. Después de tanto ensayo no hallaba ni siquiera una silaba para comenzar
la conversación. En solo un momento su Jimmy se iría dejándolo con la ilusión de
ver sus ojos, de conocer aunque sea el tenor de su voz.
—¡Vamos cobarde de
mierda! —se dio fuerzas y avanzó un par de metros quedando descubierto en la
vereda.
EL joven enfiló hacia
el van que lo acercaría al hotel y a punto estaba de subirse cuando un taxi
llegó tocando bocina. Una pareja de cuarentones de tez cobriza y regordetas
figuras, acompañados por una niña de un pelo lacio, azabache, bajaron del auto
corriendo al encuentro del músico. Por los abrazos efusivos y los besos,
William comprendió que se trataba de la falsa familia. Saboreó en su mente el
concepto “falso”, en síntesis, él era el único de su sangre en todo el planeta.
Además a esta altura, pensó con complacencia el hombre, ya tiene que saber que
es adoptado, no se parece ni en lo redondo del ojo a ellos.
—Bueno, hasta aquí
llegaste loco Billy —masculló con rabia sin moverse ni un milímetro—. Estaré
demente pero no me voy a meter en el medio de tanto cariño para decirles quien
soy, menos con esta facha que no da ni pena. Algo de orgullo me queda —se
consoló sintiendo que la humedad nublaba su visión.
Mientras interrogaba
a sus viejos por la gente del pueblo, por sus mascotas, por los cultivos, por
el clima y las mangas de piedra, etc., etc., Leo observaba con curiosidad al
hombre de barba naranja entrecana que, parado a unos cuatro o cinco metros, no
les sacaba los ojos de encima. Su mala traza denunciaba a un vagabundo,
posiblemente un sin techo. Parecía entrado en los cincuenta y acaparó su
atención el elegante sombrero que desentonaba con el resto. Pese a la distancia
podía distinguir, gracias a que se hallaba bajo una columna de luz pública,
unos ojos tristes y llorosos. Aunque no era solo estas cosas lo que intrigaban
al muchacho, le parecía conocerlo de algún lado, poseía un rostro sumamente
familiar. Sin embargo no discernía como podía haberse encontrado en el pasado
con un homeless de una capital perdida del interior del país, a la que arribaba
por vez primera.
El ex científico se
percató de que su Jimmy lo miraba con detenimiento y la sola idea que estuviese
sintiendo lastima por él lo aterrorizó. Le dio la espalda y con el corazón
hecho polvo empezó a alejarse. Una nube gris cubrió la luna evaporando las
sombras, un soplo helado recorrió las entrañas del habitante de Nitro y la
noche fue más noche que nunca para él.
El de Jaime Prats lo
miró alejarse y luego de darle el violín a su hermana, comenzó a seguirlo sin
saber por qué. Era como si un poderoso imán lo obligase a pegarse a aquel ser anónimo.
—¡Señor, hey señor!
—lo llamó Leo cuando lo tenía a solo medio metro.
El barbudo se detuvo
en seco, sin embargo no giró, ni siquiera la cabeza. Tenía el cuerpo
atragantado en la garganta y toda la vergüenza de la tierra a enfrentarse con
su creación.
—Perdón, ¿nos
conocemos de algún lado? Mi nombre es Leo Gutiérrez.
William contuvo el
aire y ocultó con pena sus temblorosas y arruinadas manos en los bolsillos.
Escuchó la voz del falso padre llamando al joven y los pasos aproximándose y se
fue volteando como en cámara lenta.
—No de ningún lado,
soy William Lewis, su primer fan y eterno servidor —dijo con voz discontinua
enfrentando ahora si la mirada inquisidora de su clon.
—La manera en que nos
observaba frente a la ópera, lucia como si quisiera desesperadamente decirnos
algo, como si se muriera por acercarse a nosotros.
—Solamente deseaba un
autógrafo tuyo, el modo en que interpretaste a Bach fue brillante, algo
extraterrenal. Con tu solo esta noche llegué a un estado de gracia al que no
había arribado nunca. ¡Muchas gracias mi Ji… perdón Leo!
Al muchacho se le
coaguló el alma, los ojos de aquel pordiosero eran de un verde veronés igual a
los suyos. Nunca había conocido personalmente a alguien que los tuviese de su
mismo color, además la forma de la nariz, el tono de su voz y esa forma prolija
como se expresaba, denotando una gran cultura, lo desubicaban. El corazón se le
destartaló obligándolo a respirar profundamente, a tratar de serenarse. Algo
realmente inusual le estaba sucediendo.
Su padre los miraba nervioso,
como presintiendo algo. Se acercó y tras tocarlo en el hombro, saludó con un
movimiento de cabeza al desconocido.
—Vamos mijo ya es muy
tarde y tu madre se siente un poco cansada.
Leo le indicó que esperara un momento, el tiempo parecía
ralentizarse y todo lo demás pasaba a segundo plano. Las respuestas de toda una
vida de repente se encontraban al alcance de su mano.
—Sr William, perdone
mi insistencia, pero siento como si lo conozco desde hace mucho tiempo. ¿No
somos parientes? —indagó cayendo al momento en cuenta de las estupideces que
estaba diciendo. ¿Cómo iba a ser pariente de alguien que hablaba un perfecto
inglés, se llamaba William Lewis y vivía a más de ocho mil kilómetros de
Mendoza.
—¡Si Jimmy querido,
soy tu padre, soy quien te trajo a este mundo! Somos cien por ciento
genéticamente iguales mí bebe amado —gritó en su mente mientras su voz pausada
decía: —No Leo, ¿Cómo podría ser eso posible? Nací y viví en este país toda mi
vida y no tengo familia en Argentina.
El joven prodigio lo
miró con decepción y tristeza, aunque sus dudas no se habían disipado para
nada. Existía algo…
—Disculpe mi
atrevimiento, no lo molesto más mr. Lewis.
Me encantaría ayudarlo antes de marcharme Déjeme brindarle un regalo—
dijo sacando de la billetera doscientos dólares.
—¡No, por favor, me
ofende! —protestó William con extremo desagrado—. Regáleme simplemente su
autógrafo, que vale un millón más que esos papeles pintados.
El homeless buscó en
sus bolsillos, sabía que en el bolso seguro que encontraría algo sobre lo que
escribir, más no quería abrir ese contenedor de cosas mugrientas frente a la
vista de su Jimmy.
—No se preocupe, le
firmo este compacto mío, acéptelo como un pequeño obsequio —dijo el clon
extrayendo la caja del interior de su saco.
Su padre le acercó
una birome y comenzó a garabatear las primeras palabras en el interior del cd
doble tapa.
—Ya sé que es un
sinsentido Leo. Haceme un grandísimo favor, no me preguntes por qué pero ponele
Jimmy en vez de tu nombre, dame ese gusto.
—No hay ningún problema
señor, sus deseos son órdenes. ¿Tiene donde escucharlo?
—Sí, aquí adentro
tengo un walk man sony —mintió bajando la vista.
Después de estamparle
la firma el muchacho le dio el cd y le extendió la mano. Pensó en pedirle una
dirección para ubicarlo en el futuro, pero desistió inmediatamente. Al fin y al
cabo era un sin casa con el que estaba hablando.
—Un gusto mr. William
Lewis, espero disfrute mi música. Que tenga muy buenas noches.
—No te quepa la menor
duda de que lo hare y por toda la eternidad —exageró el hombre y en vez de
tomar su mano le propinó un fuerte y prolongado abrazo.
El padre de Leo se
acercó asustado dispuesto a separar a su hijo de los brazos de ese vagabundo
confianzudo, pero con un seco gesto el muchacho le indicó que se alejase, que
estaba todo bien. Él también estaba disfrutando del efusivo saludo.
El puente era un monstruo
de metal y cables, cruzaba (abandonando el downtown) para el lado del oeste,
donde William ya podía divisar la avenida en la que debería tomar el colectivo
que lo iba a depositar en Nitro. Era como las cuatro y media de la madrugada,
aun le sobraba una hora, buscaría una buena vista para disfrutar el paisaje de
la metrópolis y fumarse medio Winston que guardaba como un tesoro en el bolsillo
de la camisa.
Cuando llegó a la
mitad del puente no había nadie a la vista, ni un peatón, ni un auto, ni aunque
fuese un murciélago que alterara la calma. En la parte más alta se acercó a la
baranda y miró la turbulenta superficie. Como unos treinta y pico de metros
hasta allá abajo, pensó el homeless mientras encendía el cigarrillo. Que bien
le hubiese venido un traguito de rum para calentar las tripas en ese momento.
Se sentó en el cordón bajo una de las luces y extrajo
el cd del bolso. Tras pasar sus dedos sobre el rostro impreso de su clon, apoyó
en él por un instante los labios.
“A un hombre que me
cautivó desde el primer segundo en que lo vi y al que inexplicablemente lo
sentí una parte de mi ser. No sé quién es usted mr. Lewis, ni comprendo el
remolino de sensaciones que me acometen. Puede resultarle desquiciado y
chocante lo que le escribo pues al fin no somos más que dos extraños bajo la
luna de Charleston. Pero entiendo que se acercó a mí por alguna razón que creo
adivinar. Solo puedo decirle que estaba dispuesto a escuchar la verdad que no
se animó a decirme, quizá por el bien de los dos, y que jamás olvidare sus
afectuosos ojos color verde veronés.
De Jimmy a Williams
deseándole una buena y larga vida…”
Se cerró la campera,
había refrescado bastante, se encajó el sombrero hasta las orejas guardando la
bufanda dentro del bolso. Con el cd apretado contra su pecho y con una
tranquila expresión pincelada en su rostro se aproximó otra vez a la baranda
del puente. Con dificultad se subió a ella, miró primero a la luna, testigo
único de esos instantes, luego repasó la ciudad que a su izquierda bostezaba en
el fondo del valle y al final se concentró en el rio rumoroso que lo invitaba allá
abajo. Con voz fuerte y segura dijo entonces el loco Billy:
—Espero que tus aguas
no estén muy heladas mi viejo y fiel compañero…
9 comentarios:
Justina Elvira Rojas Jofre · Trabaja en I.N.V. (Instituto Nacional de Vitivinicultura)
¡PUCHA!...¡QUE GANAS DE METERLE MANO A ESE CUENTO!...¡PERO LO RESPETARÉ, PORQUE NO ES MÍO!
Jacinto Emiliano Piedras
Me juego a que son padre e hijo,¿ no? Por lo de los ojos del mismo color. Dicho sea de paso, ¿de donde salio ese verde veronés? Espero tu libro si es que estuve acertado...
Ana Maria Olguin · Colegio Sotero Simón Arizu
MUY BUENO!!!
Teovaldo Angel Pesce Pawlow · · Primaria Col.Alvear Oeste y Colegio Marista San Rafael
Espero con mucho interès ese final.
Hugo Enrique Sáez · Trabaja en UAM Xochimilco
Muy buena entrega dominical.
Teovaldo Angel Pesce Pawlow · Primaria Col.Alvear Oeste y Colegio Marista San Rafael
Los acontecimientos se precipitan......y...hay que esperar...¡¡¡
Sofi Royón · Facultad de Lenguas - UNC
Atrapante hasta el final, ya quiero leer la continuacion, realmente muy bueno!
losdelaquinta (ha iniciado sesión usando yahoo)
que macana .habra que aguntar una semana mas...esta bueno para una novela..
Muchisimas gracias por todos los lindoscomentarios. Extraidos la mayoria del diario de San Rafael. Mañana les subo el final...
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