28/4/14

El complot del café Bohemia



 W.G.G

—Hágalo de la forma en que lo crea conveniente, no me interesan los detalles. El profesional es usted, solo me interesa que no sufra, un trabajo limpio y rápido. La mata y la desaparece para siempre, —dice con voz fría y pausada, y con un marcado acento puntano.

Estoy a punto de volcar el agua en el inodoro, pero mi mano queda congelada. Debajo del lavabo y por un hueco mal tapado, se filtra la conversación de la mesa que da a esa parte del baño. Debían haber llegado poco tiempo atrás, pues al pasar por allí no divisé a nadie. Ruego que los aromas de mi forzada deposición no los pongan en alerta. Entorno la tapa, me subo la ropa con sumo cuidado y espero.



Había comenzado a nevar pasado el mediodía, y a esa hora (cerca de la medianoche), una capa blanca de unos diez centímetros revestía las veredas y las calles de General Alvear. Soy un profesor a punto de retirarse. Hace treinta y pico de años que doy clases de matemática en diferentes secundarias de la ciudad. Aunque ahora solo asisto a la comercial nocturna. Vivo con mi mujer en una casita del Barrio Policial y he adoptado la sana costumbre (otra no me queda, pues ya no puedo solventar los gastos del vehículo) de ir y volver caminando a mi trabajo. En invierno tengo una costumbre insoslayable, tomarme un cafecito con brandy o coñac a la salida, en el café Bohemia.

Retornemos al baño del Bohemia, situado sobre Alvear Oeste, a unas tres cuadras del monumento al libertador.

—Le doy una mitad ya y la otra cuando el trabajo esté terminado, —exclama el asesino intelectual. De fondo cantan Simon y Garfunkel, “Un puente sobre aguas turbulentas”.
Me arrodillo con dificultad y acerco mi oído a un costado del caño. El revoque es reciente y hay un agrio olor a humedad. La curiosidad atempera un poco mi miedo.

—¿Cuándo y dónde? —pregunta el asesino material y su voz monocorde y ronca me produce escalofríos.

—Mañana, entre las nueve y las diez, los niños están en la escuela y el hombre en el trabajo. Ella quedará sola en casa. ¡Que no sufra por favor! —repite el homicida intelectual— La dirección es Avenida Libertador Sur…

En algún lugar se abre una canilla y el sonido del agua y el aire desplazándose por la cañería me impide escuchar el número.



—Bueno Juan, aquí tiene la llave, —se despide el que ponía la plata.— Mucha
suerte, después lo llamo para darle lo que falta.

Escucho el ruido de dos sillas al correrse y cuatro pasos alejándose, una música suave puebla el ambiente. Necesito aclarar las
ideas, buscando relajarme, mojo mi cara, el agua lastima de fría. Parado en el medio del baño, estático, espero como por cinco minutos y antes de salir tiro con cautela la cadena. Giro el picaporte y me asomo despacio, no queda nadie en el salón. Horacio, el bartender de Carmensa, acomoda unas botellas en los estantes del bar, Phil Collins entona “Una noche más”. Me acerco confundido, sin saber que hacer.
Dos tipos planean un crimen a realizarse en solo unas horas. Soy el único testigo y no tengo más datos que el primer nombre del asesino, la hora aproximada y la calle donde se cometerá. ¿Qué tipo de denuncia policial sería esa? Me veía en la seccional con el policía de turno mirándolo aburrido.

—Un tal Juan va a matar a alguien en la mañana sobre Libertador Sur. —nadie me tomaría en serio.

Mientras pago el café que nunca terminé, intento conseguir alguna información que me ayude.
—Una preguntita Horacio. En la mesa que da a la parte de atrás del baño de hombres había recién dos tipos sentados, ¿no?

—Sí, ¿Por qué? —me pregunta apático y sin darse vuelta, mientras termina de ordenar el dinero de la noche y lo guarda en un sobre, cerrándolo con dos elastiquines.

—¿Eran clientes conocidos? —continuo, ignorando su pregunta.

—Nunca los había visto, ¿paso algo?

Pienso en no contarle nada, pero si no le doy una buena razón, no lograré ni siquiera que me los describa. En grandes trazos le relato lo ocurrido. Horacio me mira entusiasmado. Su abulia se ha transformado en pura excitación. Mientras me ametralla a preguntas nos acercamos a la mesa señalada, por ahí encontramos algo que nos oriente. Lamentablemente, solo dos colillas en el cenicero y las tazas vacías visten la mesa.

—¿Te acordás cómo eran? —lo interrogo esperanzado.

—Uno, el que pagó los cortados, era como de tu edad, llevaba lentes y un gorro de lana negro encajado hasta las orejas. Rengueaba de la pierna izquierda y era petiso y gordo.

—¿Y el otro?

—Alto, joven y flaco de ojos claros. Tenía un bigotazo a lo Bronson, —dice pasándose un dedo sobre el labio superior. Me sorprende que un muchacho tan joven como Horacio conozca a Charles Bronson.

—¿Cómo le viste los ojos si está tan oscuro? — exclamo poniendo en duda su afirmación.

—Me preguntó dónde estaba el baño, pero parece que se arrepintió, porque miró para la esquina y después se fue.

Trago saliva y pienso en lo cerca que estuvieron de descubrirme. Vuelvo al ataque:

—¿Algo más, un nombre, una tarjeta? ¿Viste el auto en que se fueron?

—No, el viejo pagó al contado, sacó un fajo de billetes y me tiró uno de cincuenta. Quedate con el cambio, me dijo.

—¡Viejo tu abuelo!— protesto en mi interior, aunque no es momento para hacerse el ofendido.

—No tenés nada, —asevera Horacio y retorna a la barra. —Quizás interpretaste mal lo que estaban hablando. Yo que vos me quedo tranquilo y evito meterme en problemas.

Lo miro incrédulo, que fácil manera de lavarse las manos. Como lo envidio, a mi nadie podrá sacarme el cargo de conciencia si la próxima tarde, al escuchar las noticias, hablan de una mujer asesinada en Libertador Sur. Ni lo saludo al retirarme, busco el impermeable, me enrollo la bufanda y salgo rumbo a la comisaria. ABBA me despide con su memorable “Chiquitita”, afuera ha vuelto a nevar.

Bajo a la calle, la vereda está demasiada resbaladiza, mis zapatos se hunden en la nieve casi hasta las medias. Pienso en volver al bar o buscar una cabina y llamar a un taxi, pero lo más seguro es que a esa hora y con semejante temporal, nadie me lleve el apunte. Alvear luce blanco y fantasmagórico. Solo el viento y los copos cayendo dan un poco de vitalidad al paisaje. La tormenta ha cortado la luz en toda la ciudad. Menos mal que tenemos luna llena y pese a la densa capa de nubes grises, la visibilidad es lo suficientemente buena como para no clavarme de cabeza en una acequia.
Me toma como veinte minutos llegar a la central policial, por suerte me queda de camino. Golpeo con fuerza en la puerta principal y nada. Raro que esté cerrada, quizá la han entornado debido a la nevada. Llamo otra vez y trato de abrirla. Hago sonar un par de veces un timbre negro, lo cual tampoco resulta efectivo. Al final desisto, no sin antes intentar comunicarme con los uniformados desde un teléfono público cercano, por supuesto la línea está caída. Permanecer en la calle con este tiempo es cosa de locos, debo ser el único afuera con este puto clima. Acelero el paso (dentro de lo posible) y salgo de la avenida rumbo al barrio, estoy congelado.
Entro a mi casa a las dos y media, solo el perro me espera despierto, aunque ni se digna a levantar la cabeza cuando paso por su lado. Me saco la ropa y me preparo un te bien caliente, seguro que mañana amanezco resfriado. Sentado al lado del escabe miro con desgano el guiso que Julia me dejo sobre la cocina, ni ganas de comer tengo. Lleno la bañera con agua bien caliente, me sumerjo y me adormezco decidido a no pensar más en el incidente del bar.

—No es mi problema, —digo tratando de convencerme.— Ya todo terminó, seguro fue un malentendido, hice todo lo posible.

Cierro los ojos con la firme convicción de olvidarme del tema para siempre.


Siete horas más tarde, camino (casi trotando) las doce cuadras de Libertador Sur, buscando un joven flaco, rubio y con bigote.





Esta mañana
Julia me zamarreó con tantas ganas que casi me despierto con un paro cardíaco. Se asustó cuando no me vio a su lado en la cama, pero más se espantó al encontrarme sumergido en la bañera. Dijo que pensó me había suicidado, vaya estupidez…al menos por ahora que no tengo que cargar con una muerta en mi conciencia.

—¿Cómo se hace para no tener conciencia? —me pregunto mientras transito apresurado por Libertador Sur. Casi no hay gente, el frio desmotiva. Dos adolescentes están enfrascados en una guerra con la poca nieve que aún queda. Una furiosa bola pasa rozando mi oído derecho, los miro con desaprobación. Ni se inmutan, siguen con su divertida contienda.

Más temprano, al cruzar la estación de policía, tentado estuve de hacer la denuncia, pero de aquí que hubiese conseguido captar su atención, el “bigotes” ya habría terminado su faena. Decidí entonces tratar de localizarlo yo mismo y ahí sí llamar a los agentes del orden. ¡Vaya inocencia la mía! Libertador Sur tiene como doce cuadras. Aunque la lógica me indica que puedo descartar las primeras seis o siete, pues son solo comercios. Aun así las chances de cruzarlo en los minutos que me quedan son mínimas. Y que si encuentro otro flaco bigotudo y hago el ridículo, y que si me descubre que lo sigo y paso a ser yo su objetivo. Al menos contentaré a mí jodida conciencia diciéndole: —Hice todo lo que pude ¿no?
Hago el trayecto planeado, desde el monumento al libertador hasta dos cuadras pasando la bomba de los Kromer. Me acuerdo de Ricardo, hace rato que nos dejó el flaco lindo. Vuelvo a la rotonda y comienzo otra vez el recorrido. Si no lo encuentro ahora, me vuelvo a casa. Todo esto es una idiotez. Estoy sofocado, me saco la campera y el pullover, estoy a punto de echar los bofes por la boca. Mi condición física no soporta tantas caminatas, lo de anoche fue desgastante también.
En un momento hasta me olvido lo que estoy haciendo aquí y me pongo a ver vidrieras. Un coche patrulla pasa a mil, con la sirena prendida y el ruido me pone nuevamente en sintonía.

— ¡Ya fue! —me digo, más aliviado que preocupado, pero el auto agarra la ruta y se esfuma en la distancia.

Me viene a la mente el hecho de que debería estar en casa corrigiendo exámenes y preparando la clase de esta noche. Nada tiene sentido. ¿Qué estoy haciendo acá?, pienso aburrido de tanta boludez y tomo la decisión de bajar por la próxima calle y enfilar para el barrio. Miro la hora y susurro confortado: —Horacio tenía razón, todo fue un maldito mal entendido.
Antes de doblar, miró para atrás por última vez y entonces lo veo…
Flaco, alto, rubio, treinta y pico de años y con un poblado mostacho. El tipo cruza apresurado por enfrente de la florería Silva. Me quedo parado en la esquina, como sacándome el barro de los zapatos y lo miro disimuladamente. Sus ojos azules me electrifican, no me quedan dudas, es el asesino. En ese pequeño maletín debe llevar el arma. ¡Vaya que luce profesional el desgraciado! Pantalones grises, camisa celeste, saco azul con corbata a cuadritos. Al borde de un colapso nervioso lo sigo a unos 80 metros.
Dos o tres cuadras después encuentro un teléfono público y hablo a borbotones con el sorprendido oficial que me atiende.
Estoy siguiendo, sobre Libertador Sur a un tipo que va a matar a una mujer, lleva su arma en una maleta. Si no se apuran será demasiado tarde, en cualquier momento entrará en la casa de la víctima.
El policía me pide más precisiones.
No puedo agregar nada más, es algo que de lo que me enteré anoche en un bar. ¡Por Dios, rápido! Se está metiendo en una casa cerca de la cerealera Nico Juárez. Los espero frente del negocio.   

¡Apúrense, por favor! — ruego con mi voz entrecortada.

Luego de los siete minutos más largos de mi vida, llegan tres patrulleros armando un alboroto descomunal. Me muevo unos metros y les señalo ampulosamente la puerta por la que entró el homicida.
Imagino gritos, tiros, corridas…nada pasa, silencio total. Agudizo el oído y me llegan solo unas apagadas voces desde el fondo de la vivienda. Al rato, cuatro policías salen y al verme no pueden reprimir sus risas. Atrás viene otro, parece ser el jefe, palmea con afecto la espalda del flaco asesino. Ni el maletín le han quitado, pienso indignado. El uniformado me señala y bigotes” pone una cara de “¡no lo puedo creer!” Y luego otra de “¡qué pedazo de pelotudo!” No entiendo ni jota. Tengo un nudazo en el estómago, algo me dice que metí la pata hasta el cuadril.
El jefe policial se acerca y pone cara de indignación, aunque hay un leve rictus que delata que está aguantando la risa.

—Ay profesor, como la cagó, mire el quilombo que armó al denunciar a un pobre veterinario porque iba a terminar con la vida de una gatita vieja y enferma…


 

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